sábado, 20 de julio de 2013

Monocultivo, monoconsumo, monocultura

DIVERSIDAD ALIMENTARIA EN EXTINCIÓN

Katherine Fernández *


Las sociedades modernas, ricas o pobres, en su camino hacia el desarrollo, han aprendido a depositar su confianza en la industria y más aún, a confiarle su vida misma, fortaleciendo su relación de dependencia y condicionamiento al consumo de medios de vida y olvidando importantes capacidades, habilidades y artes autogestionarias.

Un ejercicio de análisis muy sencillo de nuestro espacio de vida nos hará encontrar en todas partes productos industrializados, empezando por el propio cuerpo cubierto de mercancías. Desde las acciones más íntimas hasta las más públicas, están precedidas y seguidas de un producto industrial, lo cual configura una forma de vida proindustrial que condiciona nuestro grado de dependencia que, a su vez, determina nuestra incapacidad individual o colectiva de proveernos de las diversas utilidades básicas. Si solo analizamos nuestra forma de alimentarnos, encontraremos que nada hemos producido personalmente, que hemos desechado las posibilidades de hacerlo, y lo más triste todavía, que al elegir un alimento industrializado, no sabemos qué cosa estamos comiendo. Ya es difícil decir si es por ingenuidad o por comodidad extrema.
Si bien la propuesta de soberanía alimentaria elaborada por la Vía Campesina y celebrada por la FAO, es un concepto circular que involucra a productores y consumidores, el discurso global solamente habla de producir para vender, pero nunca de responsabilidades y mucho menos del rol de los consumidores en la compleja dinámica del sistema alimentario. Este rol en el mercado liberalizado agroindustrial es igual que el de los obreros de base en una fábrica, o los esclavos del antiguo Egipto, o incluso los siervos de algún palacio, todos trabajando por un fin ajeno, a cambio de pequeñas porciones sus propias vidas.
Independientemente de qué lugares en el planeta tienen todavía tierra fértil, el modelo de agricultura de explotación para la exportación está en la mentalidad de todos los productores, grandes o pequeños, inscritos en la carrera por la modernidad. Aunque hayan surgido los movimientos en defensa de los territorios o la sabiduría agropatrimonial, el avasallamiento de tierras para la industria avanza, ya sea con gobiernos cómplices o militares por delante en todos los países. Sin embargo, los principales cómplices somos los consumidores, esto quiere decir que no ejercemos soberanía alimentaria de ningún tipo ya que con nuestra cotidiana elección puede que estemos obedeciendo a patrones alimentarios establecidos por la agroindustria de acuerdo a sus propios intereses ligados al dominio de millones de hectáreas de tierra, gestionados a través de la omnipresencia de la publicidad que muestra “alimentos felices”, “refrescos felices”, y gente muy bella comiéndolos.
Antisoberanía, el plato nuestro de cada día
En Bolivia se consumen toneladas de alimentos procedentes de la industria, tanto de importación legal como de contrabando, expuestos en largas y soleadas ferias donde los productos no son baratos, una lata leche evaporada Nestlé cuesta Bs 12, eso alcanza para comprar 30 panes, una lata de atún cuesta Bs 15 y alcanza para una sola persona, un paquete de mantequilla extranjera cuesta Bs 14, la nacional cuesta la mitad, una lata de cerezas en conserva cuesta Bs 15, siendo un país con tantas variedades de fruta silvestre, un tarro de leche en polvo de 370 gramos para 4 litros, cuesta Bs 40, teniendo tantas señoras que llevan hasta la puerta de la casa leche natural a Bs 4 el litro, la mayonesa de 230 cm3 cuesta Bs 9, con su aditivo conservante E 211 (benzoato de sodio), clasificado como peligroso por el daño celular que ocasiona, en tablas que la mayoría de los países aplican legalmente.
Y así la lista de alimentación industrial nunca se termina, se renueva. Pero la gente argumenta que consume pocos alimentos naturales y propios, como los cereales andinos, las 1700 variedades de fruta, las más de 150 variedades de papa, las verduras que han inventado colores nuevos de tantas que son, las leguminosas superiores a la carne, los granos de oro como quinua y amaranto, la variedad de especias o la miel de abejas, porque dicen que son muy costosas, solo las paga el turista. Cuando en realidad las pisoteamos en los mercados barriales de tanto que sobran y de tanto que las vamos desconociendo.
La gente en las calles de La Paz declara que en su ingesta diaria siempre apurada, encuentra con más facilidad carne de pollo, papas fritas, arroz, fideo y refrescos embotellados, que están reconformando progresivamente la cultura culinaria. Un estudio de OXFAM, del año 2009 sobre los rubros de gasto alimentario de los hogares bolivianos, indica que el 20,4% se destina a pan y cereales, 20,2% a carne, 12,3% a legumbres y 25% al consumo de alimentos fuera del hogar.
El dato preocupante es que el porcentaje más alto está destinado al consumo fuera del hogar, lo que indica que la oferta alimentaria de los restaurantes influye significativamente sobre la elección de comida y si además analizamos el incremento de locales con pollo frito, encontramos que coincide con el aumento de consumo pollo de 21 a 36 kilos por persona, por año. Este comportamiento es similar en el campo o en la ciudad y forma parte de una cadena que tiene que ver con el incremento de granjas avícolas en Santa Cruz y Cochabamba, que a su vez, demandan alimento balanceado para aves que contiene soya, siendo que la superficie cultivada en Bolivia es de 3.1 millones de has., de las cuales la soya ocupa 1 millón, a costa de ampliación de frontera agrícola y pérdida de bosque amazónico.
Si alguna crisis alimentaria podemos citar, pues es la que se origina en la pérdida de conciencia y valoración de la biodiversidad y el bioconocimiento reducidos a simples postales. Esta pérdida nos lleva a hablar de consecuencias como la creciente dependencia y como no, el cambio climático, que es ocasionado en gran proporción por la industria, donde el rubro alimentario tiene su gigante cuota de responsabilidad al desequilibrar ecosistemas por la proliferación de monocultivos.
El 60% de la soya agroindustrial boliviana se exporta y el restante que se queda es para el mercado local, pero no para solucionar el hambre boliviana, que es negociada como parte del paquete que consigue facilidades agroexportadoras y financiamiento por vía estatal.
Resistencia y liberación alimentaria
Bolivia está en el corazón de la ecorregión más abundante en naturaleza, por lo tanto es la despensa de toda la política internacional imaginable, transnacional y estatal, así que si no la protegemos desde nuestra misma mesa, cuchara y cocina, lo perderemos todo en poco tiempo, ya hemos perdido demasiado, un hecho que nos hace dependientes cada vez más del recetario dietético monopolizador de la tierra. Nos están ganando el control a través de los precios de los alimentos, no es posible que una crisis extranjera nos maneje el costo del pan en el mercado interno, pero a ese colmo hemos llegado. Las transnacionales de la alimentación están decidiendo el ritmo del mundo, las armas y las comunicaciones están en segundo lugar. A este paso ellos, que han creado bancos de conocimiento, nos cobrarán muy caro para enseñarnos pedacitos de lo que no quisimos escuchar a nuestras abuelas y de lo que tenemos en abundancia por ahora.
Más allá de que en Bolivia somos apenas 7 millones y que económicamente no significa nada para el mundo empresarial nuestro miserable consumo, tenemos que estar conscientes de que en política sí han impactado nuestras movilizaciones, alguna vez fuimos Davides frente a Goliat y lo derrotamos. Ahora la lucha está planteada en nuestra mesa, sin sangre ni balas, decidamos qué comer, exijamos comida de nuestro dignificante patrimonio y recuperemos la relación directa con la tierra, enterrada por asfalto y cemento, reaprendiendo a cultivar alimentos y conocimiento.
* Asociación Inti Illimani, energía solar para la alimentación. La Paz, Bolivia, julio 2013.
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