Rebelión
Según el relato Quiché del Popol Wuj, los seres humanos fueron creados del maíz molido, por ser esta planta la más adecuada para la construcción de un cuerpo capaz de resistir a las inclemencias de un mundo destinado a ser el escenario de nuestra existencia.
Los pobladores de Huastecapan aún lo llaman “To-nacayo” que significa “nuestra carne”. La Historia dice que la planta del maíz fue dada directamente a los seres humanos para que se alimentaran y el relato se refuerza si se tiene en cuenta que esta planta no nace sin la intervención humana, y que no se conoce su origen silvestre. Relatos míticos que se funden con el día a día, en aquella época en la que los Dioses campaban a sus anchas por el terreno banal que siempre parece acompañar a lo humano. Tecnología punta junto con el más alto empeño en encontrar la planta silvestre del maíz, esa que no requirió mano para ser cultivada, que por azar de la evolución fuera la madre del maíz domesticado, han derivado sus intentonas en fracaso, pues la misma aún no ha sido encontrada, reforzándose así la idea de una conexión ancestral entre el ser humano y la planta del maíz. Pero hoy esa conexión peligra, ya sus granos no dan más simiente, sin poder continuar así el hermanamiento con quién lo cosecha.
La nueva técnica encamina su horizonte hacia la semilla del súper-maíz, invencible ante las plagas, indestructible ante las inclemencias, una semilla que ya no necesita del abrigo de su agricultor frente a las amenazas pues en sí misma alberga las armas contra quienes la atacan. Autónoma de no ser porque ha de ser creada en un laboratorio y posteriormente necesita un manto de glifosato o algún otro pesticida “inocuo” (para la planta modificada y sólo para ella) para poder crecer y finalmente ser cosechada. Aislada en sí misma parece destinada también a aislar a cuantos osen plantarla, lógicamente con muy diferentes resultados en función del “escalón alimenticio” del mercado agrícola neoliberal.
De una creación trascendental, siempre abierta a especulaciones, a una creación de laboratorio, sin magia y con mucho mercado. Ambas plantas ahora en lucha, disputan el territorio, las armas con las que cuentan parecen de entrada dar ventaja a una de ambas, pero la lucha sigue. México, tierra por antonomasia que evoca la vida del maíz, ve peligrar su ancestral cultivo con la entrada del maíz transgénico, pero han sido muchas las respuestas que a esta intentona, también injerencista, se ha dado. Pero, ¿por qué hablamos de “intentona injerencista”? ¿Es sólo por lo trascendental del maíz o hay más?
La respuesta a una de las preguntas nos remite necesariamente a la otra, llevándonos además a responder a esa tan recurrida frase, ya slogan simplón, de muchos que hablan de “esos que se oponen a los avances de la tecnología”. Al margen de que de entrada se puede rebatir ese argumento, girando la visión hacia la importancia que reside en el hecho de que el cultivo ancestral ha sido funcional durante años, a miles de personas que vivieron de ello, quizás tan solo con mirar un poco menos a esa búsqueda desenfrenada de rentabilidad y beneficios blandida desde una perspectiva puramente mercantilista, a la que poco le importa que ese alimento luego se transforme en combustible de coches o acabe en un vertedero solo para mantener el precio del mercado.
Lo que se lleva haciendo miles de años si obtiene resultados también es tecnología, lo que pasa es que lo que no quieren decir es que lo que dentro del mercado capitalista actual lo que se concibe como “tecnología” es tan solo lo que salga de sus propios laboratorios, ya sean de probetas o núcleos de pensamiento. Nos encontramos así con un primer escalón de injerencia, una injerencia epistémica que busca acabar o guardar como “reliquias de exotismo” (con la carga colonial que ello conlleva), miles de modos de vida ligados al cultivo, miles de vidas en definitiva. Ligarlas a lo exótico pero solo eso, como destino vacacional pero no como forma de vida legitima. Pero más aún, hay otra injerencia que se va extendiendo y busca fijarse a través de la dependencia económica que genera.
Esta semilla de laboratorio, poco mística pero aparentemente rentable (para quien la fabrica y para quien fija los precios a miles de kilómetros del terreno de cultivo), genera una dinámica a través de la cual el agricultor ha de comprar las semillas (y pesticidas) cada vez que vaya a cultivar. Deja por tanto de tener la autonomía que la propia planta tradicional le confería. A modo individual, es una injerencia organizativa, pero si nos vamos a términos globales vemos como se trata de una injerencia de un núcleo de grandes empresas en el propio entramado productivo de todo un país o región, con todo lo que ello conlleva, para empezar dependencia económica, pero también y teniendo en cuenta el modo en el que esta se presenta, constituye sin duda una pérdida de soberanía, dado que queda a expensas de la venta de ese producto en un mercado global que no controla y donde los beneficios seguirán llenando los bolsillos de esa empresa privada y extranjera. Por lo tanto ¿qué están buscando entonces estas grandes industrias “agroquímicas” y productoras de semillas? Están buscando espacios en donde maximizar sus beneficios y sin prácticamente pérdidas ya que todo el proceso, productivo como tal, transcurre externo a ellas, es como un bichillo que pone sus huevos en un hormiguero para que sus huevos eclosionen, y cuando lo hagan se alimente de las propias hormigas que le han proporcionado calor. Lamentablemente, así parece funcionar ese mercado “agro-químico”.
El caso del maíz es sangrante por lo que representa como símbolo cultural, como patrimonio nacional, no solo en los países del que es originario, sino de toda una cultura de resistencia, un producto que esas otras sagradas escrituras, las que tantas de sus hojas ardieron en la hoguera, nos decían que eran “nuestra carne”. Más sangrante ha de parecernos aún, cuando buena parte de esos cultivos serán destinados para fabricar “biocombustibles”, bajo la ironía de hacer la vida más “ecológica”, ¿qué se está entendiendo entonces por ecología? ¿no será la máscara de temporada de grandes intereses económicos subyacentes? Los pobladores de Huastecapan aún lo llaman “To-nacayo” que significa “nuestra carne”. La Historia dice que la planta del maíz fue dada directamente a los seres humanos para que se alimentaran y el relato se refuerza si se tiene en cuenta que esta planta no nace sin la intervención humana, y que no se conoce su origen silvestre. Relatos míticos que se funden con el día a día, en aquella época en la que los Dioses campaban a sus anchas por el terreno banal que siempre parece acompañar a lo humano. Tecnología punta junto con el más alto empeño en encontrar la planta silvestre del maíz, esa que no requirió mano para ser cultivada, que por azar de la evolución fuera la madre del maíz domesticado, han derivado sus intentonas en fracaso, pues la misma aún no ha sido encontrada, reforzándose así la idea de una conexión ancestral entre el ser humano y la planta del maíz. Pero hoy esa conexión peligra, ya sus granos no dan más simiente, sin poder continuar así el hermanamiento con quién lo cosecha.
La nueva técnica encamina su horizonte hacia la semilla del súper-maíz, invencible ante las plagas, indestructible ante las inclemencias, una semilla que ya no necesita del abrigo de su agricultor frente a las amenazas pues en sí misma alberga las armas contra quienes la atacan. Autónoma de no ser porque ha de ser creada en un laboratorio y posteriormente necesita un manto de glifosato o algún otro pesticida “inocuo” (para la planta modificada y sólo para ella) para poder crecer y finalmente ser cosechada. Aislada en sí misma parece destinada también a aislar a cuantos osen plantarla, lógicamente con muy diferentes resultados en función del “escalón alimenticio” del mercado agrícola neoliberal.
De una creación trascendental, siempre abierta a especulaciones, a una creación de laboratorio, sin magia y con mucho mercado. Ambas plantas ahora en lucha, disputan el territorio, las armas con las que cuentan parecen de entrada dar ventaja a una de ambas, pero la lucha sigue. México, tierra por antonomasia que evoca la vida del maíz, ve peligrar su ancestral cultivo con la entrada del maíz transgénico, pero han sido muchas las respuestas que a esta intentona, también injerencista, se ha dado. Pero, ¿por qué hablamos de “intentona injerencista”? ¿Es sólo por lo trascendental del maíz o hay más?
La respuesta a una de las preguntas nos remite necesariamente a la otra, llevándonos además a responder a esa tan recurrida frase, ya slogan simplón, de muchos que hablan de “esos que se oponen a los avances de la tecnología”. Al margen de que de entrada se puede rebatir ese argumento, girando la visión hacia la importancia que reside en el hecho de que el cultivo ancestral ha sido funcional durante años, a miles de personas que vivieron de ello, quizás tan solo con mirar un poco menos a esa búsqueda desenfrenada de rentabilidad y beneficios blandida desde una perspectiva puramente mercantilista, a la que poco le importa que ese alimento luego se transforme en combustible de coches o acabe en un vertedero solo para mantener el precio del mercado.
Lo que se lleva haciendo miles de años si obtiene resultados también es tecnología, lo que pasa es que lo que no quieren decir es que lo que dentro del mercado capitalista actual lo que se concibe como “tecnología” es tan solo lo que salga de sus propios laboratorios, ya sean de probetas o núcleos de pensamiento. Nos encontramos así con un primer escalón de injerencia, una injerencia epistémica que busca acabar o guardar como “reliquias de exotismo” (con la carga colonial que ello conlleva), miles de modos de vida ligados al cultivo, miles de vidas en definitiva. Ligarlas a lo exótico pero solo eso, como destino vacacional pero no como forma de vida legitima. Pero más aún, hay otra injerencia que se va extendiendo y busca fijarse a través de la dependencia económica que genera.
Esta semilla de laboratorio, poco mística pero aparentemente rentable (para quien la fabrica y para quien fija los precios a miles de kilómetros del terreno de cultivo), genera una dinámica a través de la cual el agricultor ha de comprar las semillas (y pesticidas) cada vez que vaya a cultivar. Deja por tanto de tener la autonomía que la propia planta tradicional le confería. A modo individual, es una injerencia organizativa, pero si nos vamos a términos globales vemos como se trata de una injerencia de un núcleo de grandes empresas en el propio entramado productivo de todo un país o región, con todo lo que ello conlleva, para empezar dependencia económica, pero también y teniendo en cuenta el modo en el que esta se presenta, constituye sin duda una pérdida de soberanía, dado que queda a expensas de la venta de ese producto en un mercado global que no controla y donde los beneficios seguirán llenando los bolsillos de esa empresa privada y extranjera. Por lo tanto ¿qué están buscando entonces estas grandes industrias “agroquímicas” y productoras de semillas? Están buscando espacios en donde maximizar sus beneficios y sin prácticamente pérdidas ya que todo el proceso, productivo como tal, transcurre externo a ellas, es como un bichillo que pone sus huevos en un hormiguero para que sus huevos eclosionen, y cuando lo hagan se alimente de las propias hormigas que le han proporcionado calor. Lamentablemente, así parece funcionar ese mercado “agro-químico”.
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