Nuestras limitaciones siempre han determinado nuestras vidas. También las de nuestros ancestros más remotos, en la última edad de hielo.
Dado que no teníamos ni la fuerza ni la velocidad para cazar grandes presas, ni tampoco dientes afilados o garras para desgarrar la carne, fabricamos jabalinas, cuchillos de sílex y rascadores. Tampoco teníamos pieles gruesas, pero tomamos las de otros animales. Conforme el hielo se fue retirando, fuimos disponiendo de mejores medios para aumentar nuestra supervivencia y confort, como por ejemplo casas de piedra, arados y vehículos con ruedas. Todos estos avances permitieron la existencia de pequeños oasis de civilización en medio de una naturaleza salvaje que parecía no tener fin.
La idea de que la grandeza del mundo natural empequeñece a la humanidad y sus avances ha sido siempre muy persistente. De hecho, alcanza nuestra época, cuando se ha traducido en la preocupación sobre el hecho de que la acción humana está provocando fenómenos como el cambio climático o la extinción de especies. ¿Cómo ha podido producirse algo así, si nosotros somos tan pequeños y la naturaleza tan grande?
Un nuevo estudio publicado en la revista Nature por un equipo de investigadores del Instituto Weizman de Israel le da un vuelco a esta visión. El conjunto de lo construido por el hombre (y es algo que se cumple precisamente en este año espeluznante) posee ya la misma masa que todos los organismos vivos del planeta. El empuje del hombre no deja de incrementarse, mientras que el de la naturaleza sigue menguando. El escenario de ciencia ficción de un planeta sometido a la ingeniería ya está aquí.
Parece un cálculo simple, aunque en la práctica es endiabladamente complejo. Pero este equipo tiene experiencia en la tarea de enfrentarse a retos imposibles. Hace un par de años se entrenaron completando la primera parte del cálculo, la masa de todos los organismos vivos del planeta, incluyendo la de los peces del mar, la de los microbios del subsuelo, la de los árboles de la tierra, la de los pájaros del cielo y mucho más. En este momento la biosfera de nuestro planeta tiene un peso de algo menos de 1,2 billones de toneladas (hablamos de masa seca, sin contar el agua), y de ella lo que más pesa son los árboles. De hecho, antes de que el ser humano iniciara la deforestación del planeta, el peso de los árboles era aproximadamente el doble (y en este momento sigue reduciéndose).
Pesos pesados. Andreas C. Fischer / shutterstock
En esta ocasión, los investigadores han escarbado en las estadísticas de producción industrial y de flujos de masa de todo tipo para determinar el crecimiento desde principios del siglo XX de lo que ellos denominan “masa antropogénica”.
Esta se compone de todas las cosas que construimos (casas, coches, carreteras, aviones y una inmensa variedad de otros objetos). Y aquí el patrón que determinaron fue notablemente distinto. La cosas que construimos alcanzaron una masa total de en torno a 35 000 millones de toneladas en el año 1900, y dicha masa prácticamente se duplicó a mediados del siglo XX.
Posteriormente, la ola de prosperidad que se produjo tras la Segunda Guerra Mundial, la denominada “Gran aceleración”, hizo que esa cantidad se multiplicara varias veces hasta alcanzar el medio billón de toneladas a finales de siglo.
En los últimos 20 años dicha cantidad se ha vuelto a duplicar, lo que ha hecho que este año el volumen de masa sea equivalente al de los organismos vivos. Y en los próximos años este será ampliamente superado (para 2040 se triplicará) si las actuales tendencias se mantienen.
El hormigón supone la mayor parte del peso. Lijphoto / shutterstock
¿Pero qué es lo que construimos exactamente? Hablamos de una variedad de objetos extraordinaria y creciente. El número de “tecnoespecies” en este momento supera con creces el número de especies biológicas, que se estiman en nueve millones. Su número exacto, de hecho, excede las extraordinarias capacidades de cálculo de este equipo científico. Pero todos estos objetos pueden descomponerse en los materiales que los forman, y de ellos el hormigón y los conglomerados se llevan la parte del león (unos cuatro quintos). Luego vendrían los ladrillos, el asfalto y los metales. En esta escala, los plásticos serían un componente minoritario (y, sin embargo, su masa conjunta es en este momento mayor que la de la suma de todos los animales del planeta).
Se trata de un estudio revelador, muy meticuloso e increíblemente claro en lo referente a las medidas que incluye y excluye. No incluye, por ejemplo, las rocas y las masas de tierra desplazadas con maquinaria para construir edificios, ni tampoco todos los escombros rocosos generados en la actividad minera. Se estima que ambas actividades generan anualmente en torno a 33 000 millones de toneladas de estos materiales. A eso hay que añadirle las masas de tierra que generamos, en ocasiones de forma injustificada, al arar las tierras de cultivo o permitir que dichos materiales se sedimenten en las presas. Además, los seres humanos hemos usado de forma prolongada y luego desechado 30 billones de toneladas de diversos recursos del planeta.
Da igual cómo se interpreten los datos, ya que la tesis final que sostienen los investigadores de este estudio revolucionario pone el dedo en la llaga y va en concordancia con otros análisis recientes que también hemos tenido en cuenta. Desde mediados del siglo XX, la Tierra ha entrado en una nueva era determinada por la actividad humana; una era en la que ya no rigen las condiciones estables del Holoceno, sino que viene cargada de incertidumbres y en la que las condiciones cambian rápidamente: el Antropoceno. En este sentido, el peso de la evidencia científica parece indiscutible.
Jan Zalasiewicz. Professor of Palaeobiology, University of Leicester
Mark Williams. Professor of Palaeobiology, University of Leicester
Este artículo fue publicado originalmente en inglés
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