En un mundo donde los ancianos ya no tienen la fuerza para cambiar el pasado, y donde los adultos se sienten los únicos dueños del tiempo presente, los niños y adolescentes realmente pueden vivir un hermoso futuro ecológico, si permiten que la conciencia ambiental sea el destino y el latido de todos sus corazones.
La carta astral de la maravillosa Madre Tierra, nos dice que un toro puede ser una pluma volando en el desierto, y que una pluma puede ser un toro galopando en la jungla. Cada vez que caemos en el sumidero o superamos los obstáculos, estamos demostrando que el peso de la vida se mide por el poder del cuerpo, por la astucia de la mente y por el valor del alma.
Sin embargo, nuestra inseguridad va fortaleciendo la desconfianza en el entorno y la presión social nos obliga a luchar con la mandíbula ensangrentada, para no cederles el terreno a los enemigos foráneos, que predican el vigor del mestizaje biológico.
Vivimos en la época de la insatisfacción personal. Tenemos la fortuna de poseer un par de ojos, que inmortalizan el color del arcoíris. Tenemos la fortuna de poseer un par de piernas, que caminan por las calles de la esperanza. Y tenemos la fortuna de poseer un corazón de piedra, que rompe el silencio con cada gemido de dolor por las noches.
No se justifica tanta violencia en los hogares, en las familias, en las oficinas y en las aulas de clases.
Un ciego regalaría su último segundo de vida, para volver a ver el sol del amanecer. Un sordomudo regalaría su último suspiro de vida para escuchar el dulce amor de los pájaros. Y un enfermo regalaría su último recuerdo de vida para recuperar la paz de una bienaventurada salud.
Estamos bendecidos por la Pachamama y santificados por el cosmos. No importa si tenemos una discapacidad física o una deficiencia mental, porque la diferencia entre gozar la vida y vencer a la muerte, depende de la actitud positiva o negativa que adoptamos frente a los problemas cotidianos.
Pero la suciedad de la sociedad moderna que impregna al siglo XXI, no se cansa de ensuciar el termómetro natural de un resplandeciente planeta Tierra, que rebuzna con la ferocidad de un infernal animal llamado ser humano, quien en apenas nueve meses puede convertir el éxtasis del orgasmo, en un fenómeno multicultural lleno de ignorancia existencial.
Ese legendario estigma antropológico es conocido como
bullying, el diablito anglosajón con dimorfismo sexual, que destruye la relación armónica entre la humanidad y el medio ambiente. Un diablito uniformado que representa la putrefacción moral de su agresiva idiosincrasia, en la que convive diariamente junto a sus abuelos, a sus padres y a sus hijos.
Vemos que la clásica cobardía humana no permite cometer el infanticidio, por lo que la sobrepoblación global obliga a que millones de angelitos no deseados sean felizmente procreados por obra y gracia de un hipocrático espíritu santo, que con un cuchillo romperá el anzuelo y con una nalgada aquietará el llanto.
Usamos los dones de la naturaleza a nuestra propia conveniencia, y después de recibir la primera gracia salvadora del bautismo, nos transformamos en máquinas pecadoras al servicio de la envidia, de la corrupción, de la venganza y del mal.
No es casualidad que la marca de la bestia todavía se refleja en el Taman Shud de la playa de Somerton, porque después de asesinar a la piñata en la tradicional fiesta de cumpleaños, jamás imaginamos que por cada palazo lleno de algarabía, nacería un nuevo trastorno psicológico en la razón del niño.
Por eso el hiperactivo acoso escolar, que se define en inglés con la famosa denominación de
bullying, es la consecuencia del prematuro maltrato que recibe gran parte de la juventud desde sus casas, donde solamente existen gritos, empujones, golpes, correazos, escupitajos, rabietas y traiciones.
Las locuras en la cama que simbolizaron el mejor de los nidos ecológicos no pudieron evitar que los niños se adentraran en un sistema educativo primario, que fructifica el primitivo instinto de sobrevivir en cuatro paredes de resentimiento.
Entre los libros, los cuadernos, los pizarrones y los lápices, se esconden las drogas, las lágrimas, los cigarrillos, la cerveza y las pistolas, que van degollando el porvenir de los más inocentes jóvenes latinoamericanos.
La historia se sigue escribiendo con cenizas de flores envejecidas, porque aplicar la educación ambiental en las escuelas resulta una verdadera ridiculez, cuando sabemos que las cicatrices y los moretones que marcan para siempre la vida de los estudiantes, no se pueden evadir por la espalda y por las faldas de los peores profesores.
Quienes sufrimos del trágico
bullying por un glorioso cuarto de siglo, podemos afirmar que la educación ambiental es un contenido teórico y práctico, virtualmente imposible de proyectar en los liceos, mientras la mayoría de los muchachos se encuentran confundidos, y solo piensan en las cadenas del miedo, de la depresión, de la incomprensión, del fracaso y del potencial suicidio.
El desarrollo de la ecología va de la mano con la salud mental. Si tenemos una generación de jóvenes insanos que anhelan incendiar la escuela, robar el mejor de los smartphones, vomitar saliva para contemplar la belleza, compartir estupideces en las redes sociales, consentir penetraciones sin métodos anticonceptivos, y jugar videojuegos bélicos para olvidar la desatención familiar, pues será muy difícil que el conservacionismo se apodere de sus cinco sentidos.
La adicción al b
ullying es una inyección letal para la Madre Tierra. Los alumnos arrancan el ciclo académico en los centros educativos públicos y privados, como una liviana pluma en el más cálido de los desiertos, pero a medida que pasan los años cargados de triptongos y ecuaciones, la pluma empieza a ser tan manoteada y fastidiada como el tosco toro de la jungla.
Si un niño se atreve a reciclar los desechos de su desayuno en la escuela, seguro que el resto de los alumnos le romperán sus cristalinos cuatro ojos. Si un niño se atreve a ahorrar el agua potable de la escuela, seguro que el resto de los mamíferos lo azotarán en el humillante patio trasero. Y si un niño se atreve a apagar la bombilla incandescente de la biblioteca, seguro que el resto de los delincuentes le devolverán el favor en la asquerosa sala sanitaria.
Lo peor de la desgraciada locomotora, es que cuando el niño les diga a sus padres que lo humillaron por reciclar, seguro que sus padres le gritarán y le cerrarán la boca. Cuando el niño les diga a sus padres que lo humillaron por ahorrar el agua potable, seguro que sus padres le partirán el hocico y lo encerrarán en la jaula. Y cuando el niño les diga a sus padres que lo humillaron por ahorrar la energía eléctrica, seguro que sus padres ya estarán viendo la televisión o durmiendo.
La pluma resiste el abuso con las eternas pesadillas, pero el toro se cansa con los cuernos de madrugada.
He allí el peligro que representa el
bullying para la comunidad latinoamericana. Jugamos con fuego cada vez que repetimos las mismas aburridas clases de matemáticas, geografía y química, mientras sabemos que el
dealer está negociando el polvito en el pasillo, que la fulana está siendo pisoteada con tinieblas en el comedor, que al patito feo le revientan el acné con el espejo retrovisor, y que la excelentísima junta directiva escolar siempre recibe su dinerito en los bolsillos.
Categorizar el arrebato del
bullying como la cosa más “normal” del mundo, como una simple etapa de la pubertad y como un castigo necesario para reforzar la conducta de los jóvenes, va aumentando la impunidad en contra de las víctimas, va acelerando la perversión mediática de los victimarios, y va consolidando la triste indiferencia ciudadana hacia la educación ambiental, que emerge como la única homeopatía capaz de extirpar el cáncer maligno de la gente.
No obstante existen muchachos latinoamericanos muy valientes que no se doblegan ante la adversidad y que con mucho esfuerzo han cosechado experiencias ecológicas dignas de presentar a la colectividad.
Por ejemplo, tenemos a la Orquesta de Instrumentos Reciclados de Cateura, en Paraguay, que convirtió la basura de las calles de Asunción en una oportunidad de rescate social para muchísimos niños humildes, quienes sin ya nada que perder por todos los malos tragos de la pobreza extrema, se atrevieron a confiar ciegamente en el lenguaje universal de la música, y ahora tienen un sagrado pan de oro bajo los brazos de santa Cecilia.
La mayoría de esos niños humildes paraguayos vivían presos en las garras del analfabetismo. No sabían escribir la palabra
bullying ni en inglés ni en español. No tenían un espectacular Iphone colgando en la cintura del pantalón y no bailaban las canciones de reguetón en sus populares perfiles de Facebook.
Pese a vivir en las adyacencias del vertedero de basura Cateura, que producía un foco de permanente contaminación ambiental, las neuronas de los jóvenes paraguayos no se contaminaron mentalmente, por lo que aprendieron a tocar instrumentos como el violín, el contrabajo, la guitarra, la flauta y las trompetas, que se fabricaron gracias a la creatividad de reutilizar los residuos sólidos del mencionado vertedero.
El resultado de mezclar la filantropía en zonas rurales con el ejercicio de la educación ambiental, se tradujo en una exitosa orquesta infantil con talento paraguayo, que nos invita a emular esa bonita hazaña en nuestros pueblos latinoamericanos.
Aunque todos sabemos que la dinamita del
bullying sigue estallando con violencia en los colegios de América Latina, es más inteligente cambiar las balas de la guerra por el pacifismo del arte, por el cariño de una mascota rescatada de la carretera, y por un rojizo beso en la tierna mejilla.
El
bullying es como la maleza del campo, crece hasta que se corta la raíz.
Por eso, el primer paso para eliminar el círculo vicioso del acoso escolar, es reconocer que estamos sufriendo en un lugar donde deberíamos aprender con alegría, por lo que alzar la voz y denunciar las agresiones físicas y verbales que afectan nuestra integridad emocional, es la única decisión responsable que podrá liberarnos del conflicto.
Denunciar para que escuchen nuestro reclamo, volver a denunciar para que nos ayuden, y denunciar otra vez para exigir soluciones. No dudes en comunicarte con tus padres, maestros, vecinos, amigos, policías y presbíteros, que te brindarán el apoyo y la solidaridad que tanto necesitas para salir de la oscuridad.
La culpa no recae en la débil pluma, ni tampoco sobresale del fuerte toro. Simplemente estamos viviendo la tempestad de una grave anarquía social, en la que todos quieren comprar la cruz de Jesucristo, al menor precio de venta al consumidor.
Recordemos que el 26 de enero se celebra el Día Mundial de la Educación Ambiental, una fecha oculta en el limbo de las poblaciones y de sus habitantes, que niegan la relevancia de su anual festejo.
Necesitamos voluntad de cambio en los salvajes vientos hispanos. Una alerta roja de altísimo voltaje, que despierte el interés en preservar el bien común, y que restituya los recursos naturales de la tierra.
Te aseguramos que hay promesa de salvación debajo de la almohada, y soñaremos con el mismo cielo azulado que ayer casi perdimos.
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