jueves, 15 de septiembre de 2016

¿Conseguirán acabar con el planeta el trumpismo, el brexit y el excepcionalismo geopolítico?


La creciente amenaza de avance del cambio climático


TomDispatch.com

Traducido del inglés  por Sinfo Fernández

Introducción de Tom Engerhardt  El hombre que podría llegar a ser presidente no deja de repetir que el cambio climático es un “complicado engaño que resulta muy caro" , incluso que se trata de un invento “chino” destinado a debilitar la economía estadounidense. Que no son más que “gilipolleces” y “pseudociencia” (en todo lo cual parece ser un experto). Ha dicho este tipo de cosas numerosas veces, siempre en tono burlón, siempre de forma desdeñosa. Sólo recientemente, en su discurso de Phoenix sobre la inmigración, al hablar de su amor hacia los mexicanos y de que esos cabrones van a tener que pagar el dichoso muro, se expresó de esta manera: “Sólo las elites de los medios que no tienen contacto con la realidad piensan que el mayor problema a que se enfrenta EEUU… no es el nuclear, no es el ISIS, no es Rusia, no es China, es el calentamiento global”. ¡Estúpidos! No tienen ni idea de nada. Ni siquiera saben que hay un aspecto fundamental, una única excepción a la posición ante el cambio climático del Donald: el golf.
Aunque el calentamiento del planeta a causa de los combustibles fósiles pudiera no ser más que una fantasía, aunque salvar la industria del carbón, construir oleoductos y revertir todo lo que Obama hizo en la Casa Blanca para promover sistemas energéticos alternativos estará en el orden del día, resulta que el cambio climático amenaza una sola cosa. Y esa cosa es algo crucial para la vida humana tal y como la conocemos: un juego de 18 hoyos en un campo de golf de la costa. Para evitar eso protección, obviamente bajo control. Esta es sin duda la causa de que el hombre que no tiene temor alguno respecto al ahogamiento de las comunidades costeras haya solicitado , a través de su compañía Trump International Golf Links & Hotel Ireland, un permiso para construir unas “obras en la costa para prevenir la erosión en su campo de golf junto al mar en el Condado Clare”, en base a… sí… el peligro de que aumenten los niveles del mar. Estamos hablando de “200.000 toneladas de roca distribuidos a los largo de tres kilómetros de playa”. Y si finalmente se le concede el permiso, el resultado será seguramente un “gran muro”, uno de sus “bellos muros” que no dejará que una sola gota de agua del mar emigre al suelo irlandés.
Una pequeña pista para Mr. Trump, en caso de que se convierta en presidente. Desde el Despacho Oval podría considerar conceder exenciones parecidas para la construcción de muros en zonas fundamentales de la costa de Florida que ya están experimentando un grave aumento en lo que se ha denominado “inundaciones en días soleados”. Esos muros protegerían propiedades costeras importantes como Mar-a-Lago, su mejor club privado en Palm Beach, porque de otro modo se encontrará en cuestión de tres décadas “bajo al menos un pie de agua durante 210 días al año debido a las inundaciones de las mareas”. Eso o ponerse a impulsar un deporte denominado golf acuático.
En cuanto al resto de nosotros para quienes esos muros, presuntamente, no van a construirse, siempre podremos volar al interior donde podríamos convertirnos… glup… enrefugiados climáticos . (En ese caso, ya saben que, probablemente, Trump va a decir que es necesario que se nos haga una investigación extrema de antecedentes ). Y mientras esperan las inundaciones, les sugiero que tomen en consideración lo que el valioso experto en energía de TomDispatch, Michael Klare, tiene que decir sobre el aumento de versiones tipo Donald a nivel mundial y lo que eso significa para la salud de nuestro planeta. Tom.
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En un año de calor sin precedentes en un planeta abrasado, con océanos que se calientan velozmente, casquetes polares que se derriten velozmente y niveles del mar queaumentan velozmente, la ratificación del acuerdo de la Cumbre del Clima de París en diciembre de 2015 –endosado ya por la mayoría de las naciones- debería ser de una obviedad total. Eso no les dice gran cosa sobre nuestro mundo. La geopolítica global y el posible vuelco hacia la derecha en muchos países (incluida una potencial elección de última hora en EEUU que podría colocar a un negador del clima en la Casa Blanca) implican malas noticias para el destino de la Tierra. Merece la pena explorar qué es lo que podríamos encontrarnos.
Los delegados presentes en esa cumbre del clima estuvieron en general de acuerdo respecto a la cientificidad del cambio climático y la necesidad de limitar el calentamiento global de 1,5 a 2,0 grados Celsius (o 2,6 a 3,5 grados Fahrenheit) antes de que se produzca una catástrofe planetaria. Sin embargo, no llegaron a un acuerdo en muchos otros aspectos. Algunos países claves están en conflicto abierto con otros Estados (Rusia con Ucrania, por ejemplo) o son profundamente hostiles entre sí (como ocurre entre la India y Pakistán o EEUU e Irán). En reconocimiento de esas tensiones y divisiones, los países reunidos redactaron un documento final que sustituía los compromisos vinculantes por la obligación de cada Estado signatario de adoptar un plan único, o “contribución determinada a nivel nacional” (NDC, por sus siglas en inglés), para detener las emisiones de gas de efecto invernadero que alteran el clima.
La consecuencia es que el destino del planeta depende de la muy cuestionable disposición de cada uno de esos países a cumplir esa obligación, sin que importe lo muy agrias o belicosas que puedan ser sus relaciones con otros signatarios. Lo que pasa es que esa parte del acuerdo se ha visto ya zarandeada por los vientos contrarios de la geopolítica y es probable que tenga que enfrentar cada vez mayores turbulencias en los próximos años.
Que la geopolítica jugará un papel decisivo a la hora de determinar el éxito o fracaso del Acuerdo de París se ha hecho más que evidente en el breve tiempo transcurrido desde su promulgación. Aunque se han hecho algunos progresos hacia su adopción formal –el acuerdo entrará en vigor sólo después de que al menos 55 países, que suman al menos el 55% de las emisiones de gases invernadero, lo hayan ratificado-, también se ha tropezado con inesperados obstáculos políticos, un indicio de las dificultades que están por llegar.
Por el lado positivo, en un impresionante golpe diplomático, el presidente Obama persuadió al presidente Xi Jinping de que firmara el acuerdo con él en un reciente encuentro del grupo G-20 de países industrializados en Hangzhou. Juntos, los dos países son responsables del impresionante 40% de las emisiones globales. “A pesar de nuestras diferencias en otras cuestiones”, señaló Obama durante la ceremonia de firma, “confiamos en que nuestra disposición para trabajar juntos en esta cuestión inspire nuevas acciones más ambiciosas por todo el mundo”.
Brasil, el séptimo mayor emisor del planeta, lo acaba de firmar también, y una serie de países, incluidos Japón y Nueva Zelanda, han anunciado su intención de ratificar pronto el acuerdo. Se espera que muchos otros hagan lo mismo antes de la próxima cumbre importante del clima, organizada por la ONU en Marrakesh, Marruecos, el próximo noviembre.
Sin embargo, en el lado negativo, el sorprendente voto a favor del brexit en Gran Bretaña ha complicado la tarea de asegurar la aprobación del acuerdo por la Unión Europea, porque la solidaridad europea en la cuestión climática –un factor importante en el éxito de las negociaciones de París- no puede ya asegurarse. “Existe un riesgo de que esto pueda echar por tierra el Acuerdo de París”, sugiere Jonathan Grant, director de sostenibilidad en PricewaterhouseCoopers.
La campaña a favor del brexit estuvo encabezada por políticos que también eran críticos importantes de la ciencia del cambio climático y fuertes opositores a los esfuerzos para promover una transición de los combustibles a base de carbono a fuentes verdes de energía. Por ejemplo, el presidente de la campaña por la salida de la UE, el exministro de Economía Nigel Lawson, es también presidente de la Global Warming Policy Foundation , un think-tank dedicado a sabotear los esfuerzos del gobierno para acelerar la transición a la energía verde. Muchos otros defensores del brexit, incluidos los exministros conservadores John Redwood y Owen Paterson, eran también decididos negadores del cambio climático.
Al explicar los fuertes vínculos entre estos dos campos, los analistas señalaron en el Economist que ambos se oponen a acatar las normas y leyes internacionales: “A los brexiteersles desagradan las normativas de la UE y saben que cualquier acción eficaz para abordar el problema del cambio climático necesitará de algún tipo de cooperación global: impuestos sobre el carbono u objetivos vinculantes relacionados con los emisiones. Esto último sería una decisión de la UE y Gran Bretaña tendría aún menos que decir en cualquier acuerdo global que implique a unas 200 naciones que en un régimen de la UE que afecte a 28”.
Tengan en cuenta también que es probable que Angela Merkel y François Hollande, los dirigentes de las otras dos anclas de la UE, Alemania y Francia, que están siendo asediados por los partidos antiinmigrantes de derecha, se muestren igualmente hostiles a un acuerdo de este tipo. En lo que podría ser el elemento de conflicto de la historia, esta misma línea de pensamiento, la combinación del nacionalismo desenfrenado, la negación del cambio climático, la feroz hostilidad ante la inmigración y el apoyo inquebrantable a la producción interna de combustibles fósiles, anima también la campaña de Donald Trump a la presidencia estadounidense.
En su primer discurso importante sobre la energía, pronunciado en mayo, Trump –que ha dicho que el calentamiento global es un engaño chino - prometió “cancelar el acuerdo del clima de París” y eliminar las diversas medidas anunciadas por el presidente Obama para asegurar que EEUU cumpla con sus disposiciones. Haciéndose eco de los puntos de vista de sus homólogos del brexitse quejó de que “este acuerdo da control a los burócratas extranjeros sobre cómo podemos utilizar la energía en nuestra tierra, en nuestro país. De ninguna de las maneras”. También prometió reavivar la construcción del oleoducto Keystone XL (que llevaría las arenas bituminosas canadienses de carbono pesado a las refinerías en la Costa del Golfo de EEUU), revertir cualquier actuación para frenar el cambio climático de la administración Obama y promover la industria del carbón. “Disposiciones para cerrar cientos de plantas eléctricas que utilizan carbón y bloquean la construcción de las nuevas… ¿no es una estupidez?”, dijo en torno de burla.
En Europa, los partidos ultranacionalista de derechas están auspiciando una oleada de islamofobia, sentimientos contra los inmigrantes y desagrado hacia la UE. Por ejemplo, en Francia, el expresidente Nicolas Sarkozy anunció su intención de postularse de nuevo al puesto, prometiendo controles incluso más estrictos sobre inmigrantes y musulmanes y un mayor enfoque en la “identidad” francesa. Y aún más a la derecha, la rabiosamente antimusulmana Marine Le Pen está también en la carrera al frente de su Partido del Frente Nacional. Otros candidatos afines han conseguido importantes avances en las elecciones nacionales en Austria y, más recientemente, en una elección estatal en Alemania que sorprendió al partido gobernante de Merkel. En cada uno de los casos, consiguieron reforzar sus posiciones rechazando los relativamente tímidos esfuerzos de la UE para reubicar a los refugiados de Siria y otros países asolados por la guerra. Aunque el cambio climático no es una cuestión definitoria en estos contextos como lo es en EEUU y Gran Bretaña, la creciente oposición a todo lo que vaya asociado con la UE y su sistema de normativas plantea una amenaza obvia a los futuros esfuerzos a nivel continental para limitar las emisiones de gases de efecto invernadero.
En otros lugares del mundo, se están extendiendo hilos parecidos de pensamiento, planteando serias dudas respecto a la capacidad de los gobiernos para ratificar el Acuerdo de París o, lo que es más importante, para cumplir sus estipulaciones. Veamos, por ejemplo, el caso de la India.
El primer ministro Narendra Modi, del Partido nacionalista hindú Bharatiya Janata (BJP, por sus siglas en inglés) ha manifestado su apoyo al acuerdo de París y prometido llevar a cabo una inmensa expansión de la energía solar. Tampoco ha hecho ningún secreto de su determinación de promover el crecimiento económico a cualquier coste, incluyendo en gran medida un aumento de la dependencia de la electricidad alimentada por carbón. Eso implica una serie de problemas. Según la Energy Information Administration del Departamento de Energía de EEUU, es probable que la India duplique su consumo de carbón en los próximos 25 años, convirtiéndose en el segundo mayor consumidor de carbón del mundo después de China. Combinado con un aumento en el consumo del petróleo y gas natural, ese incremento en el uso del carbón triplicaría las emisiones de dióxido de carbono de la India en un momento en que se espera que la mayoría de los países (incluidos EEUU y China) experimenten un pico o disminución en las suyas.
El primer ministro Modi es muy consciente de que su devoción hacia el carbón ha generado resentimiento entre los medioambientalistas que en la India y otros lugares están tratando de reducir el crecimiento de las emisiones de carbono. Sin embargo, insiste en que la India, como país en desarrollo importante, debería disfrutar de un derecho especial a conseguir el crecimiento económico en la forma en que pueda, aunque esto signifique poner en peligro el medio ambiente. “El deseo de mejorar el destino de uno ha sido la principal fuerza impulsora del progreso humano”, afirmó su gobierno en su compromiso de reducción de emisiones en la cumbre del clima de París. “No se debe hacer sentir culpabilidad a las naciones que están ahora luchando para conseguir tal ‘derecho a crecer’ para sus grandes poblaciones a través de sus agendas de desarrollo cuando intentan cumplir esta aspiración legítima”.
Es igualmente probable que Rusia ponga sus necesidades económicas internas (y el deseo de seguir siendo una gran potencia a nivel militar y a otros niveles) por delante de sus obligaciones frente al cambio climático global. Aunque el presidente Vladimir Putin asistió a la cumbre de París y aseguró a las naciones allí reunidas que Rusia cumpliría con el acuerdo, también ha dejado claro como el agua que su país no tiene intención alguna de renunciar a su dependencia de las exportaciones de petróleo y gas natural para una gran parte de sus ingresos nacionales. Según la Energy Information Administration, el gobierno de Rusia depende de esas exportaciones para un asombroso 50% de sus rentas operativas, una porción que no se atreve a poner en peligro en un momento en que su economía –golpeada ya por las sanciones de EEUU y la UE- está en una recesión profunda. Para asegurar el flujo continuado de ingresos procedentes de los hidrocarbonos, Moscú ha anunciado planes por valor de miles de millones de dólares para desarrollar nuevos campos de gas y petróleo en Siberia y el Ártico, aunque esos esfuerzos vayan en contra de sus compromisos para reducir futuras emisiones de carbono.
De la reforma y renovación a la rivalidad.
Tal excepcionalismo nacionalista podría convertirse en algo parecido a la norma si Donald Trump gana en noviembre u otras naciones se unen a quienes están ya ansiosos por poner las necesidades de agenda de crecimiento doméstica basada en los combustibles fósiles por delante de los compromisos con el cambio climático global. Con esto en mente, consideren la evaluación de las futuras tendencias energéticas que el gigante noruego de la energía Statoil hizo recientemente. En esa evaluación aparece un escenario escalofriante centrado únicamente en este tipo de futuro distópico.
El segundo mayor productor de gas natural en Europa después de Gazprom de Rusia, Statoil, publica anualmente Energy Perspectives, un informe que explora las posibles futuras tendencias de la energía. Ediciones anteriores incluían escenarios etiquetados como de “reforma” (predicados a partir de esfuerzos internacionales coordinados, aunque graduales, para cambiar de los combustibles de carbono a la tecnología de la energía verde) y “renovación” (postulando una transición más rápida). Sin embargo, la edición de 2016, añadió unnuevo y sombrío giro : “rivalidad”. Describe el futuro con un realismo pesimista en el que el enfrentamiento internacional y la competición geopolítica desalientan de una cooperación significativa en el campo del cambio climático.

Según el documento , la nueva sección está “impulsada” por los acontecimientos del mundo real, es decir, por “una serie de crisis políticas, proteccionismo al alza y una fragmentación general del sistema estatal, lo que da como resultado un mundo multipolar que se desarrolla en direcciones diferentes. En tal escenario, cada vez hay más desacuerdo respecto a las reglas del juego y una disminución de la capacidad para gestionar las crisis en los ámbitos político, económico y medioambiental”.
En ese futuro, Statoil sugiere que las principales potencias demostrarán que están más preocupadas por satisfacer sus propias necesidades energéticas y económicas que en favorecer esfuerzos colectivos que traten de ralentizar el ritmo del cambio climático. Para muchas de ellas, esto significará maximizar las opciones de combustibles más baratas y más accesibles de que dispongan, a menudo los suministros internos de combustibles fósiles. En tales circunstancias, sugiere el informe, el uso del carbón aumentaría, no se reduciría, y su porción en el consumo global energético se incrementaría realmente del 29% al 32%.
En un mundo así, olvídense de las “contribuciones determinadas a nivel nacional” acordadas en París y piensen en cambio en un planeta cuyo medio ambiente será cada vez menos ecológico para la vida según hoy la conocemos. En ese escenario de rivalidad, expone Statoil, “la cuestión del clima tiene una baja prioridad en la agenda reguladora. Aunque se atiendan los problemas de contaminación local, los acuerdos internacionales a gran escala sobre el clima no se verán favorecidos. Como consecuencia, las actuales NDC se están llevando a cabo sólo parcialmente. Las ambiciones financieras climáticas no se cumplen y la política de precios del carbono para estimular las reducciones eficientes de costes en los países y a través de las fronteras nacionales es limitada”.
Al proceder de una importante compañía de combustibles fósiles, esta visión de cómo los acontecimientos podrían desarrollarse en un planeta cada vez más conflictivo tiene una peculiar lectura al ser más afín a Eaarth –retrato distópico de Bill McKibben sobre un mundo arrasado por el cambio climático- que las visiones generadas por la industria común sobre el futuro de la salud y prosperidad mundial. Y aunque la “rivalidad” es sólo uno de los diversos escenarios que los escritores de Statoil consideraron, encontraron claramente que es desconcertantemente convincente. De ahí que en una sesión informativa sobre el estudio, el economista-jefe de la compañía Eirik Waerness indicara que la inminente salida de Gran Bretaña de la UE era exactamente el tipo de evento que se ajusta al modelo propuesto y que podría multiplicarse en el futuro.  
Cambio climático en un mundo de excepcionalismo geopolítico
De hecho, el futuro ritmo del cambio climático vendrá determinado tanto por factores geopolíticos como por los desarrollos tecnológicos en el sector energético. Resulta aún evidente que se está progresando enormemente en la bajada especialmente del precio de las energías eólica y solar –mucho más de lo que unos cuantos analistas anticipaban hasta hace poco-, la voluntad política de convertir esos avances en un cambio global significativo metiendo en cintura las emisiones de carbono antes de que el planeta pueda transformarse de forma inalterable, como los autores de Statoil sugieren, está desmaterializándose ante nuestros ojos. Si así sucede, no se equivoquen: estaremos condenando a los futuros habitantes de la Tierra, a nuestros propios hijos y nietos al desastre absoluto.
Como indica el escasamente proclamado éxito del presidente Obama en Hangzhou, tal destino no está grabado en piedra. Si pudo persuadir al líder ferozmente nacionalista de un país preocupado por su futuro económico para que se uniera a él firmando el acuerdo del clima, son posibles más éxitos de ese tipo. No obstante, su capacidad para conseguir esos resultados disminuye cada semana y muy pocos líderes de su estatura y determinación parecen estar esperando tomar el relevo.
Para evitar la Eaarth (que tanto Bill McKibben como los autores de Statoil imaginan) y preservar un planeta acogedor en el que la humanidad crezca y prospere, los activistas del clima tendrán que dedicar al menos tanta energía y atención al ámbito político internacional como al sector tecnológico. En este punto, la elección de líderes verdes que impidan que los negadores (o ignorantes) del cambio climático ocupen puestos destacados y la oposición a los ultranacionalismos que fomentan los combustibles fósiles es la única vía realista para un planeta habitable.

Michael T. Klare es profesor de estudios por la paz y la seguridad mundial en el Hampshire College y colaborador habitual de TomDispatch.com. Es autor de The Race for What's Left: The Global Scramble for the World's Last Resources (Metropolitan Books) y en edición de bolsillo (Picador). La versión documental de su libro Blood and Oil está disponible en Media Education Foundation . Contactos: michaelklare.com. En Twitter: @mklare1.
Fuente: http://www.tomdispatch.com/blog/176186/  


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Tomgram: Michael Klare, The Rise of the Right and Climate Catastrophe

Posted by Michael Klare at 7:50am, September 15, 2016.
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The man who might be president insists that climate change is an elaborate, “very expensive hoax,” even possibly a “Chinese” one meant to undermine the American economy. It’s “bullshit” and “pseudoscience” (on which, it seems, he’s an expert). He’s said this sort of thing numerous times, always mockingly, always dismissively. Only recently in his Phoenix speech on immigration, on his love of Mexicans, and on what suckers they’ll be when it comes to paying for his future wall, he put it this way: “Only the out-of-touch media elites think the biggest problems facing America... it's not nuclear, and it's not ISIS, it's not Russia, it's not China, it's global warming.” Those fools! They know nothing. They don’t even know that there’s a crucial footnote, a lone exception, to The Donald’s climate change position: golf.
Though the heating of the planet via fossil fuels couldn’t be more of a fantasy, while savingthe coal industry, building pipelines, and reversing anything Barack Obama did in the White House to promote alternative energy systems will be the order of the day, it turns out that climate change does threaten one thing. And it's something crucial to human life as we know it: playing 18 holes on a coastal golf course. For that, protection is obviously in order.  This is undoubtedly why the man with no fears about drowning coastal communities has, through his company Trump International Golf Links & Hotel Ireland, applied for permission to build “a coastal protection works to prevent erosion at his seaside golf resort in County Clare,” based on... yep... the danger of rising sea levels. We’re talking about “200,000 tons of rock distributed along two miles of beach.” And if permission is finally granted, the result will surely be a “great wall,” a “beautiful wall” that will not let a drop of sea water emigrate onto Irish soil.
One small hint for Mr. Trump, should he become president. From the Oval Office, he might consider granting similar wall-building exemptions to key parts of coastal Florida already experiencing a serious rise in what’s called “sunny-day flooding.” Such walls would protect crucial coastal properties like Mar-a-Lago, his top-of-the-line private club in Palm Beach, which could otherwise find itself “under at least a foot of water for 210 days a year because of tidal flooding” within three decades. It’s that or develop a sport called aquatic golf.
As for the rest of us for whom such walls assumedly won’t be built, there’s always flight inland where we might become... gulp... climate refugees. (In that case, you know what Trump is likely to say about the necessity for our extreme vetting). And while you’re waiting for the floodwaters, I suggest that you consider what TomDispatch’s invaluable energy expertMichael Klare has to say about the rise of versions of The Donald globally and what that means for the health of our planet. Tom
Will Trumpism, Brexit, and Geopolitical Exceptionalism Sink the Planet? 
The Mounting Threat to Climate Progress 
By Michael T. Klare
In a year of record-setting heat on a blistered globe, with fast-warmingoceans, fast-melting ice caps, and fast-rising sea levels, ratification of the December 2015 Paris climate summit agreement -- already endorsed by most nations -- should be a complete no-brainer.  That it isn't tells you a great deal about our world.  Global geopolitics and the possible rightward lurch of many countries (including a potential deal-breaking election in the United States that could put a climate denier in the White House) spell bad news for the fate of the Earth. It’s worth exploring how this might come to be.
The delegates to that 2015 climate summit were in general accord about the science of climate change and the need to cap global warming at 1.5 to 2.0 degrees Celsius (or 2.6 to 3.5 degrees Fahrenheit) before a planetary catastrophe ensues.  They disagreed, however, about much else. Some key countries were in outright conflict with other states (Russia with Ukraine, for example) or deeply hostile to each other (as with India and Pakistan or the U.S. and Iran). In recognition of such tensions and schisms, the assembled countries crafted a final document that replaced legally binding commitments with the obligation of each signatory state to adopt its own unique plan, or “nationally determined contribution” (NDC), for curbing climate-altering greenhouse gas emissions.
As a result, the fate of the planet rests on the questionable willingness of each of those countries to abide by that obligation, however sour or bellicose its relations with other signatories may be.  As it happens, that part of the agreement has already been buffeted by geopolitical headwinds and is likely to face increasing turbulence in the years to come.

That geopolitics will play a decisive role in determining the success or failure of the Paris Agreement has become self-evident in the short time since its promulgation. While some progress has been made toward its formal adoption -- the agreement will enter into force only after no fewer than 55 countries, accounting for at least 55% of global greenhouse gas emissions, have ratified it -- it has also encountered unexpected political hurdles, signaling trouble to come.
On the bright side, in a stunning diplomatic coup, President Obama persuaded Chinese President Xi Jinping to sign the accord with him during a recent meeting of the G-20 group of leading economies in Hangzhou. Together, the two countries are responsible for a striking 40% of global emissions.  “Despite our differences on other issues,” Obama noted during the signing ceremony, “we hope our willingness to work together on this issue will inspire further ambition and further action around the world.”
Brazil, the planet's seventh largest emitter, just signed on as well, and a number of states, including Japan and New Zealand, have announced their intention to ratify the agreement soon.  Many others are expected to do so before the next major U.N. climate summit in Marrakesh, Morocco, this November.
On the dark side, however, Great Britain’s astonishing Brexit vote has complicated the task of ensuring the European Union’s approval of the agreement, as European solidarity on the climate issue -- a major factor in the success of the Paris negotiations -- can no longer be assured. “There is a risk that this could kick EU ratification of the Paris Agreement into the long grass,” suggests Jonathan Grant, director of sustainability at PricewaterhouseCoopers.
The Brexit campaign itself was spearheaded by politicians who were also major critics of climate science and strong opponents of efforts to promote a transition from carbon-based fuels to green sources of energy. For example, the chair of the Vote Leave campaign, former Chancellor of the Exchequer Nigel Lawson, is also chairman of the Global Warming Policy Foundation, a think-tank devoted to sabotaging government efforts to speed the transition to green energy. Many other top Leave campaigners, including former Conservative ministers John Redwood and Owen Paterson, were also vigorous climate deniers.
In explaining the strong link between these two camps, analysts at the Economist noted that both oppose British submission to international laws and norms: “Brexiteers dislike EU regulations and know that any effective action to tackle climate change will require some kind of global cooperation: carbon taxes or binding targets on emissions. The latter would be the EU writ large and Britain would have even less say in any global agreement, involving some 200 nations, than in an EU regime involving 28.”
Keep in mind as well that Angela Merkel and François Hollande, the leaders of the other two anchors of the European Union, Germany and France, are both embattled by right-wing anti-immigrant parties likely to be similarly unfriendly to such an agreement.  And in what could be the deal-breaker of history, this same strain of thought, combining unbridled nationalism, climate denialism, fierce hostility to immigration, and unwavering support for domestic fossil fuel production, also animates Donald Trump’s campaign for the American presidency.
In his first major speech on energy, delivered in May, Trump -- who has called global warming a Chinese hoax -- pledged to “cancel the Paris climate agreement” and scrap the various measures announced by President Obama to ensure U.S. compliance with its provisions. Echoing the views of his Brexit counterparts, he complained that “this agreement gives foreign bureaucrats control over how much energy we use on our land, in our country. No way.” He also vowed to revive construction of the Keystone XL pipeline (which would bring carbon-heavy Canadian tar sands oil to refineries on the U.S. Gulf Coast), to reverse any climate-friendly Obama administration acts, and to promote the coal industry.  “Regulations that shut down hundreds of coal-fired power plants and block the construction of new ones -- how stupid is that?” he said, mockingly.
In Europe, ultra-nationalist parties on the right are riding a wave of Islamaphobia, anti-immigrant sentiment, and disgust with the European Union. In France, for instance, former president Nicolas Sarkozy announcedhis intention to run for that post again, promising even more stringent controls on migrants and Muslims and a greater focus on French “identity.” Even further to the right, the rabidly anti-Muslim Marine Le Pen is also in the race at the head of her National Front Party.  Like-minded candidates have already made gains in national elections in Austria and most recently in a state election in Germany that stunned Merkel’s ruling party.  In each case, they surged by disavowing relatively timid efforts by the European Union to resettle refugees from Syria and other war-torn countries. Although climate change is not a defining issue in these contests as it is in the U.S. and Britain, the growing opposition to anything associated with the EU and its regulatory system poses an obvious threat to future continent-wide efforts to cap greenhouse gas emissions.
Elsewhere in the world, similar strands of thinking are spreading, raising serious questions about the ability of governments to ratify the Paris Agreement or, more importantly, to implement its provisions.  Take India, for example.
Prime Minister Narendra Modi of the Hindu nationalist Bharatiya Janata Party (BJP) has indeed voiced support for the Paris accord and promised a vast expansion of solar power.  He has also made no secret of his determination to promote economic growth at any cost, including greatly increased reliance on coal-powered electricity. That spells trouble.  According to the Energy Information Administration of the U.S. Department of Energy, India is likely to double its coal consumption over the next 25 years, making it the world’s second largest coal consumer after China. Combined with an increase in oil and natural gas consumption, such a surge in coal use could result in a tripling of India’s carbon dioxide emissions at a time when most countries (including the U.S. and China) are expected to experience a peak or decline in theirs.
Prime Minister Modi is well aware that his devotion to coal has generated resentment among environmentalists in India and elsewhere who seek to slow the growth of carbon emissions. He nonetheless insists that, as a major developing nation, India should enjoy a special right to achieve economic growth in any way it can, even if this means endangering the environment. “The desire to improve one's lot has been the primary driving force behind human progress,” his government affirmed in its emissions-reduction pledge to the Paris climate summit. “Nations that are now striving to fulfill this ‘right to grow’ of their teeming millions cannot be made to feel guilty [about] their development agenda as they attempt to fulfill this legitimate aspiration.”
Russia is similarly likely to put domestic economic needs (and the desire to remain a great power, militarily and otherwise) ahead of its global climate obligations. Although President Vladimir Putin attended the Paris summit and assured the gathered nations of Russian compliance with its outcome, he has also made it crystal clear that his country has no intention of giving up its reliance on oil and natural gas exports for a large share of its national income. According to the Energy Information Administration, Russia’s governmentrelies on such exports for a staggering 50% of its operating revenue, a share it dare not jeopardize at a time when its economy -- already buffeted by European Union and U.S. sanctions -- is in deep recession. To ensure the continued flow of hydrocarbon income, in fact, Moscow has announcedmultibillion dollar plans to develop new oil and gas fields in Siberia and the Arctic, even if such efforts fly in the face of commitments to reduce future carbon emissions.
From Reform and Renewal to Rivalry
Such nationalistic exceptionalism could become something of the norm if Donald Trump wins in November, or other nations join those already eager to put the needs of a fossil fuel-based domestic growth agenda ahead of global climate commitments. With that in mind, consider the assessment of future energy trends that the Norwegian energy giant Statoil recently produced.  In it is a chilling scenario focused on just this sort of dystopian future.
The second-biggest producer of natural gas in Europe after Russia’s Gazprom, Statoil annually issues Energy Perspectives, a report that explores possible future energy trends. Previous editions included scenarios labeled “reform” (predicated on coordinated but gradual international efforts to shift from carbon fuels to green energy technology) and “renewal” (positing a more rapid transition). The 2016 edition, however, added a grim new twist: “rivalry.” It depicts a realistically downbeat future in which international strife and geopolitical competition discourage significant cooperation in the climate field.
According to the document, the new section is “driven” by real-world developments -- by, that is, “a series of political crises, growing protectionism, and a general fragmentation of the state system, resulting in a multipolar world developing in different directions.  In this scenario, there is growing disagreement about the rules of the game and a decreasing ability to manage crises in the political, economic, and environmental arenas.”
In such a future, Statoil suggests, the major powers would prove to be far more concerned with satisfying their own economic and energy requirements than pursuing collaborative efforts aimed at slowing the pace of climate change. For many of them, this would mean maximizing the cheapest and most accessible fuel options available -- often domestic supplies of fossil fuels. Under such circumstances, the report suggests, the use of coal would rise, not fall, and its share of global energy consumption would actually increase from 29% to 32%.
In such a world, forget about those “nationally determined contributions” agreed to in Paris and think instead about a planet whose environment will grow ever less friendly to life as we know it.  In its rivalry scenario, writes Statoil, “the climate issue has low priority on the regulatory agenda. While local pollution issues are attended to, large-scale international climate agreements are not the chosen way forward. As a consequence, the current NDCs are only partly implemented. Climate finance ambitions are not met, and carbon pricing to stimulate cost-efficient reductions in countries and across national borders are limited.”
Coming from a major fossil fuel company, this vision of how events might play out on an increasingly tumultuous planet makes for peculiar reading: more akin to Eaarth -- Bill McKibben’s dystopian portrait of a climate-ravaged world -- than the usual industry-generated visions of future world health and prosperity. And while “rivalry” is only one of several scenarios Statoil’s authors considered, they clearly found it unnervingly convincing. Hence, in a briefing on the report, the company’s chief economist Eirik Wærness indicated that Great Britain’s looming exit from the EU was exactly the sort of event that would fit the proposed model and might multiply in the future.
Climate Change in a World of Geopolitical Exceptionalism
Indeed, the future pace of climate change will be determined as much by geopolitical factors as by technological developments in the energy sector. While it is evident that immense progress is being made in bringing down the price of wind and solar power in particular -- far more so than all but a few analysts anticipated until recently -- the political will to turn such developments into meaningful global change and so bring carbon emissions to heel before the planet is unalterably transformed may, as the Statoil authors suggest, be dematerializing before our eyes. If so, make no mistake about it: we will be condemning Earth’s future inhabitants, our own children and grandchildren, to unmitigated disaster.
As President Obama’s largely unheralded success in Hangzhou indicates, such a fate is not etched in stone. If he could persuade the fiercely nationalistic leader of a country worried about its economic future to join him in signing the climate agreement, more such successes are possible. His ability to achieve such outcomes is, however, diminishing by the week, and few other leaders of his stature and determination appear to be waiting in the wings.
To avoid an Eaarth (as both Bill McKibben and the Statoil authors imagine it) and preserve the welcoming planet in which humanity grew and thrived, climate activists will have to devote at least as much of their energy and attention to the international political arena as to the technology sector. At this point, electing green-minded leaders, stopping climate deniers (or ignorers) from capturing high office, and opposing fossil-fueled ultra-nationalism is the only realistic path to a habitable planet.
Michael T. Klare, a TomDispatch regular, is a professor of peace and world security studies at Hampshire College and the author, most recently, of The Race for What’s Left. A documentary movie version of his book Blood and Oil is available from the Media Education FoundationFollow him on Twitter at @mklare1.
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Copyright 2016 Michael T. Klare

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