Las proporciones de la crisis en el primer cuatrimestre del 2016 encienden señales de alarma sobre el futuro inmediato de la que ha sido considerada como una de las regiones más vulnerables del mundo frente al cambio climático.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
Las altas temperaturas y la sequía prolongada afectan a los principales lagos de Nicaragua. |
Un año más, la acción humana sobre el medio ambiente y los fenómenos asociados al cambio climático se manifiestan en América Central y el Caribe con gran fuerza. La deforestación, las altas temperaturas, una prolongada sequía, así como la influencia del fenómeno de El Niño, están provocando efectos negativos para la vida de amplios sectores de la población y para la biodiversidad de estos territorios.
El problema no es nuevo: por el contrario, grupos de investigadores científicos y organismos internacionales, como la Oficina de la ONU para la Reducción del Riesgo de Desastres y la CEPAL, vienen alertando desde hace varios años sobre las múltiples amenazas a las que se expone nuestra región, como consecuencia del impacto combinado de los fenómenos ambientales y de factores vinculados a los patrones históricamente dominantes de (mal)desarrollo y a la cultura ambiental que condiciona las relaciones entre naturaleza y sociedad.
Sin embargo, las proporciones de la crisis en el primer cuatrimestre del 2016 encienden señales de alarma sobre el futuro inmediato de la que ha sido considerada como una de las regiones más vulnerables del mundo frente al cambio climático. La situación ya ha sido calificada como crítica, pues la sequía –que en algunos países ya se extiende por dos y hasta tres años- mantiene en estado de inseguridad alimentaria a más de 3,5 millones de personas del Corredor Seco Centroamericano (que comprende amplias zonas de Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua y Costa Rica, en la costa del océano Pacífico), y en estado de hambre severa a 3,6 millones de haitianos.
La disminución de las lluvias en prácticamente toda la región, junto a la incidencia de las actividades humanas vinculadas al modelo de (mal)desarrollo, como la deforestación, la destrucción de cuencas y la contaminación, también dejan su huella ambiental y podrían convertirse en un factor que agudice conflictos sociales y económicos en el futuro cercano: así, por ejemplo, la prensa internacional informa de importantes bajas en la producción agroindustrial azucarera en Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Panamá, con repercusiones en los volúmenes de exportaciones. La Autoridad Reguladora del Canal de Panamá anunció limitaciones en el calado de los barcos que utilizan la vía interoceánica, dado el bajo nivel de agua en los lagos artificiales que alimentan el canal. En Guatemala, entre febrero y abril se perdieron 450 hectáreas de bosques en incendios forestales; en Nicaragua han desaparecido una decena de ríos que desembocaban en el lago Cocibolca, una de las más importantes reservas de agua de América Central. Y en Costa Rica, los problemas de abastecimiento de agua en Guanacaste (costa del Pacífico) y en la Gran Área Metropolitana del Valle Central, donde residen 1,3 millones de habitantes, se han exacerbado en las últimas semanas, al punto de que en un solo día han quedado sin servicio de agua hasta 500 mil personas, y se multiplican las protestas y cortes de vías por parte de organizaciones barriales, especialmente en el sur de la capital San José.
La respuesta de gobiernos y agencias internacionales frente a este drama humanitario y ambiental es claramente insuficiente. En países agobiados por la pobreza estructural y por escandalosas desigualdades socioeconómicas, que los pobres sean las primeras víctimas del cambio climático no parece preocupar a quienes, desde su despacho de lujo con aire acondicionado o viajando en sus automóviles último modelo, se deleitan con las ofertas de la sociedad de consumo mientras planean sus próximas vacaciones en un paraíso de mar, arena y sol, para sobrellevar las altas temperaturas de la estación seca.
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