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Aunque el capitalismo amenaza las bases de la vida, no le resulta tan fácil ni tan legítimo apropiarse de nuestras conciencias, tampoco de las culturas que trabajan para que dicha vida siga reproduciéndose. La reciente sentencia dictada por el magistrado federal de México, Benjamín Soto, ha cerrado las puertas (por el momento) a la liberación o siembra de maíz transgénico en dicho país. México, tan cerca de monstruos transnacionales como Monsanto o Syngenta y tan lejos de los dioses que crearon a los hombres de maíz como reza el libro comunitario maya del Popol Vuh, se ha reconocido como país donde la preservación de su alimentación es un hecho justiciable. La demanda fue presentada concretamente por 53 personas: campesinos y campesinas, artistas, personas investigadoras y activistas de derechos humanos. Pero obedece a una larga disputa jurídica, territorial e identitaria contra los citados monstruos como indica este colectivo: “México es la cuna donde nació el maíz, planta que hermanó en su territorio a decenas de culturas”.
Hace unas semanas, uno de los impulsores de dicho proceso colectivo, Narciso Barrera Bassols, me reafirmaba esa disputa que ha unido territorios, manejos sostenibles de recursos y tradiciones actualizadas: “ganamos, porque venimos ganando la batalla cultural”. Y me citaba la presentación de exposiciones nacionales como Milpa: ritual imprescindible, la campaña Sin Maíz no hay País o el trabajo local en pos de asentar derechos y sabores propios de los distintos territorios que componen México. La milpa (esa asociación de maíz, frijo y calabaza) tan mexicana se ha impuesto culturalmente.
¿Qué podemos aprender de este proceso para continuar nuestra batalla por un mundo habitable, libre de transgénicos? El capitalismo precisa introducir rupturas en nuestros vínculos con los territorios, y en particular con la alimentación, para nutrir su sociedad de consumo, aquella que no entiende de contextos sociales ni de proximidades, si no de laboratorios y de mercados globalizados. El TTIP es una clara muestra. Y aquí nos jugamos mucho en la batalla frente a los transgénicos en la Unión Europea. La resistencia mexicana se ha fundamentado en ir bastante más allá de la denuncia del control de la alimentación. No se han limitado a enfrentar manejos o formas de producir alimentos. En México se ha planteado que el maíz representa otra forma de estar en el mundo y de sentirlo. Todo cambio social implica una adaptación o una incorporación de nuevas visiones del mundo. En esta Transición inaplazable (política y vitalmente) esperamos no caer en un “aprendizaje por shock” como nos apunta Ernest García, si no en innovar en prácticas y en deseos hacia otras sociedades.
El plano jurídico, me continuaba relatando Narciso Barrera, nos ha permitido trabajar desde las comunidades indígenas y campesinas, en connivencia con el ecologismo político, para hacer pedagogía de por qué rechazar estos transgénicos, de por qué la alimentación forma parte de nuestro ser como país. A lo largo de los dos últimos años, se han superado más de 90 impugnaciones y 22 amparos judiciales, manteniendo así la suspensión temporal de los transgénicos. Y en paralelo a dichos procesos judiciales se han ido avivando la recuperación de memorias bioculturales, aquellas que ligan manejos sostenibles y territorios. Es decir, se ha trascendido el plano del sistema agroalimentario, como estructura de producción y consumo, para ir más allá. En palabras del compañero Miguel Ángel Escalona (profesor de agroecología en la Universidad Veracruzana), estamos promoviendo una “cocina sana y culturalmente significativa que vaya más allá de los circuitos cortos”. Miguel Ángel Escalona impulsa iniciativas como el Consejo Gastronómico Veracruzano o la red de Tianguis (mercados sociales) en su localidad. Y, al mismo tiempo, esta reconciliación de cultura alimentaria, territorios y manejos sostenibles ha facilitado la rápida politización del derecho a la alimentación. Bajo el paraguas de la campaña Sin Maíz no hay País, iniciada en el 2007 por 300 colectivos sociales y campesinos, se lograba que el Derecho a la Alimentación alcanzara rango constitucional en México el 13 de Octubre de 2011.
Territorios. Territorios de saberes, de sabores y de formas de sentir. Comunalidades que se tejen entre personas rompiendo así los fragmentos en los que nos convierten las sociedades líquidas, donde los lazos no tienen memoria, ni lugares donde asentarse, ni por supuesto salen anunciados por televisión. La maquinaria política transgénica sabe bien que tiene que ahondar en la tecnofilia y en la antropofobia. Sustituir el mundo bio y demodiverso por tecnología esclavizante y por el dictado individualizador de un puñado de transnacionales.
¿Y qué estamos haciendo en esta parte del mundo inserta en una avergonzante Unión Europea? Mucho, ésa es la verdad, a pesar del acoso de las élites encantadas con la transgenia mercantil. España continúa siendo el reservorio de los transgénicos en este lado de Europa, junto con otros cuatro países, capitaneando la producción de maíz transgénico MON810 de Monsanto. Recientemente, la Unión Europea abría la puerta a la prohibición o apertura discrecional al cultivo de transgénicos. Pero la batalla cultural, territorial y de promoción agroecológica está en marcha y ha frenado la invasión que ahora avanza vía TTIP. Isabel Bermejo, una de las voces más escuchadas en los últimos tiempos frente a los transgénicos, me señalaba el valor de la cultura alimentaria en este país: “precisamente no han empezado por tomates porque, primero no es el gran negocio, y segundo, podría esperarse un mayor rechazo ciudadano”.
Este rechazo se ve favorecido y reforzado por multitud de campañas estatales e internacionales. Desde que en 1998 se lanzara el grito de “Monsanto sal de la India”, la reclamación de zonas libres de transgénicos ha servido como foco local de estas presiones. Recientemente, regiones enteras como Escocia, Irlanda del Norte, Gales o Valonia así se han declarado. Aquí los municipios han tenido más bien un papel simbólico, aunque muy efectivo. Las recientes prohibiciones del uso de glifosato en Extremadura o en municipios como Madrid o Barcelona han tenido su eco mediático, apelando a nuestra salud, frente a los adalides de la segunda revolución verde. Por su parte, el mensaje combinado del “queremos decidir” y del “somos lo que comemos” ha calado más a través de las diferentes plataformas por la soberanía alimentaria. Han nutrido la recuperación de una biodiversidad cultivada, agricultura y mercados de proximidad, y por ende, la relación de los territorios con una gastronomía propia. Justamente cuando la cacareada dieta mediterránea nos está abandonando. La cultura alimentaria no es un campo de batalla más frente a la mercantilización de la comida. La excepcionalidad francesa y su persistente rechazo a los transgénicos es prueba de ello. Producir sí, pero siempre pensando en un mundo rural vivo, como aquí también indica Plataforma Rural.
El enganche a la tecnofilia y a la noción moderna (y falseada) de progreso tiene que compensarse con el deseo de existir en otros (y tradicionales) sabores, en otros (y sostenibles) territorios. La batalla alimentaria por un mundo habitable comienza en nuestras mesas. Y por reivindicar colectiva, cultural y localmente el derecho a una deliciosa y humanizante biodiversidad.
Fuente original: http://www.eldiario.es/ultima-llamada/Transgenicos-Monsanto-Mexico_6_502259794.htmlHace unas semanas, uno de los impulsores de dicho proceso colectivo, Narciso Barrera Bassols, me reafirmaba esa disputa que ha unido territorios, manejos sostenibles de recursos y tradiciones actualizadas: “ganamos, porque venimos ganando la batalla cultural”. Y me citaba la presentación de exposiciones nacionales como Milpa: ritual imprescindible, la campaña Sin Maíz no hay País o el trabajo local en pos de asentar derechos y sabores propios de los distintos territorios que componen México. La milpa (esa asociación de maíz, frijo y calabaza) tan mexicana se ha impuesto culturalmente.
¿Qué podemos aprender de este proceso para continuar nuestra batalla por un mundo habitable, libre de transgénicos? El capitalismo precisa introducir rupturas en nuestros vínculos con los territorios, y en particular con la alimentación, para nutrir su sociedad de consumo, aquella que no entiende de contextos sociales ni de proximidades, si no de laboratorios y de mercados globalizados. El TTIP es una clara muestra. Y aquí nos jugamos mucho en la batalla frente a los transgénicos en la Unión Europea. La resistencia mexicana se ha fundamentado en ir bastante más allá de la denuncia del control de la alimentación. No se han limitado a enfrentar manejos o formas de producir alimentos. En México se ha planteado que el maíz representa otra forma de estar en el mundo y de sentirlo. Todo cambio social implica una adaptación o una incorporación de nuevas visiones del mundo. En esta Transición inaplazable (política y vitalmente) esperamos no caer en un “aprendizaje por shock” como nos apunta Ernest García, si no en innovar en prácticas y en deseos hacia otras sociedades.
El plano jurídico, me continuaba relatando Narciso Barrera, nos ha permitido trabajar desde las comunidades indígenas y campesinas, en connivencia con el ecologismo político, para hacer pedagogía de por qué rechazar estos transgénicos, de por qué la alimentación forma parte de nuestro ser como país. A lo largo de los dos últimos años, se han superado más de 90 impugnaciones y 22 amparos judiciales, manteniendo así la suspensión temporal de los transgénicos. Y en paralelo a dichos procesos judiciales se han ido avivando la recuperación de memorias bioculturales, aquellas que ligan manejos sostenibles y territorios. Es decir, se ha trascendido el plano del sistema agroalimentario, como estructura de producción y consumo, para ir más allá. En palabras del compañero Miguel Ángel Escalona (profesor de agroecología en la Universidad Veracruzana), estamos promoviendo una “cocina sana y culturalmente significativa que vaya más allá de los circuitos cortos”. Miguel Ángel Escalona impulsa iniciativas como el Consejo Gastronómico Veracruzano o la red de Tianguis (mercados sociales) en su localidad. Y, al mismo tiempo, esta reconciliación de cultura alimentaria, territorios y manejos sostenibles ha facilitado la rápida politización del derecho a la alimentación. Bajo el paraguas de la campaña Sin Maíz no hay País, iniciada en el 2007 por 300 colectivos sociales y campesinos, se lograba que el Derecho a la Alimentación alcanzara rango constitucional en México el 13 de Octubre de 2011.
Territorios. Territorios de saberes, de sabores y de formas de sentir. Comunalidades que se tejen entre personas rompiendo así los fragmentos en los que nos convierten las sociedades líquidas, donde los lazos no tienen memoria, ni lugares donde asentarse, ni por supuesto salen anunciados por televisión. La maquinaria política transgénica sabe bien que tiene que ahondar en la tecnofilia y en la antropofobia. Sustituir el mundo bio y demodiverso por tecnología esclavizante y por el dictado individualizador de un puñado de transnacionales.
¿Y qué estamos haciendo en esta parte del mundo inserta en una avergonzante Unión Europea? Mucho, ésa es la verdad, a pesar del acoso de las élites encantadas con la transgenia mercantil. España continúa siendo el reservorio de los transgénicos en este lado de Europa, junto con otros cuatro países, capitaneando la producción de maíz transgénico MON810 de Monsanto. Recientemente, la Unión Europea abría la puerta a la prohibición o apertura discrecional al cultivo de transgénicos. Pero la batalla cultural, territorial y de promoción agroecológica está en marcha y ha frenado la invasión que ahora avanza vía TTIP. Isabel Bermejo, una de las voces más escuchadas en los últimos tiempos frente a los transgénicos, me señalaba el valor de la cultura alimentaria en este país: “precisamente no han empezado por tomates porque, primero no es el gran negocio, y segundo, podría esperarse un mayor rechazo ciudadano”.
Este rechazo se ve favorecido y reforzado por multitud de campañas estatales e internacionales. Desde que en 1998 se lanzara el grito de “Monsanto sal de la India”, la reclamación de zonas libres de transgénicos ha servido como foco local de estas presiones. Recientemente, regiones enteras como Escocia, Irlanda del Norte, Gales o Valonia así se han declarado. Aquí los municipios han tenido más bien un papel simbólico, aunque muy efectivo. Las recientes prohibiciones del uso de glifosato en Extremadura o en municipios como Madrid o Barcelona han tenido su eco mediático, apelando a nuestra salud, frente a los adalides de la segunda revolución verde. Por su parte, el mensaje combinado del “queremos decidir” y del “somos lo que comemos” ha calado más a través de las diferentes plataformas por la soberanía alimentaria. Han nutrido la recuperación de una biodiversidad cultivada, agricultura y mercados de proximidad, y por ende, la relación de los territorios con una gastronomía propia. Justamente cuando la cacareada dieta mediterránea nos está abandonando. La cultura alimentaria no es un campo de batalla más frente a la mercantilización de la comida. La excepcionalidad francesa y su persistente rechazo a los transgénicos es prueba de ello. Producir sí, pero siempre pensando en un mundo rural vivo, como aquí también indica Plataforma Rural.
El enganche a la tecnofilia y a la noción moderna (y falseada) de progreso tiene que compensarse con el deseo de existir en otros (y tradicionales) sabores, en otros (y sostenibles) territorios. La batalla alimentaria por un mundo habitable comienza en nuestras mesas. Y por reivindicar colectiva, cultural y localmente el derecho a una deliciosa y humanizante biodiversidad.
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