Revista Iberoamérica Social
“No hay en la biosfera bienes ambientales ni espacio ecológico suficiente para satisfacer las necesidades creadas por la cultura capitalista, excepto si restringimos semejante bienestar a una pequeña fracción de la humanidad”.Jorge Riechmann
Como ha puesto de manifiesto recientemente el economista Thomas Piketty a través de su best-seller internacional El capital en el siglo XXI, los engranajes del libre mercado han tendido a concentrar durante el último siglo la riqueza mundial en torno a una reducida fracción de la humanidad, impulsando con ello un incremento de la desigualdad global como nunca antes se había visto (Piketty, 2014). Este proceso ha provocado que, a día de hoy, según datos del ranking mundial de millonarios de la revista Forbes, las 58 personas más ricas del mundo posean una fortuna equivalente a la riqueza acumulada del 50% más pobre de toda la población mundial (unos 3.600 millones de personas). Según ha calculado la ONG Oxfam Intermón, aplicando una tasa de tan sólo el 1,5% a este pequeño grupo de milmillonarios se podría recaudar una suma de dinero que, debidamente invertida en atención sanitaria, equivaldría a salvar 22,8 millones de vidas humanas en los 49 países más pobres del mundo.
Estas escalofriantes cifras nos dan una idea del perverso modelo civilizatorio bajo el cual vivimos; un modelo codicioso que, promovido fundamentalmente por los lobbys capitalistas de los países ricos, ha ejercido una violencia estructural -encubierta y premeditada- contra buena parte de la humanidad, así como contra los ecosistemas de cuyo funcionamiento depende, en última instancia, nuestra supervivencia y bienestar. No sorprende en este sentido que estos dos aspectos (la degradación antropogénica de los ecosistemas del planeta y el aumento global de las desigualdades entre ricos y pobres) hayan sido identificados por diversos trabajos científicos como las dos causas más probables a través de las cuales podríamos alcanzar el colapso de la civilización humana (Motesharrei et al., 2014) (lo cual, dicho sea de paso, equivale a señalar directamente al capitalismo como la principal amenaza para la supervivencia de nuestra especie).
El relato político de la injusticia desde la noción de la violencia estructural
Popularizado por el sociólogo y matemático noruego Johan Galtung, el término de violencia estructural (o violencia institucional) se refiere a aquel tipo de violencia que, siendo infringida de forma difusa e indirecta por las estructuras dominantes de poder, tiene efectos negativos sobre las oportunidades de supervivencia, bienestar y libertad de otras personas o grupos sociales (Galtung, 1969). Por lo tanto, este tipo de violencia, directamente relacionada con la privación de las necesidades humanas más básicas, no involucra la producción de daños físicos mediante el empleo directo de la fuerza sino que, más bien, es equivalente a las nociones de injusticia, desigualdad, inequidad, pobreza y exclusión social (La Parra y Tortosa, 2003).
El concepto de violencia estructural introduce de este modo una carga valorativa clave que empuja el debate sobre la (in)justicia a la arena semántica del poder, dificultando con ello que las estructuras vencedoras, responsables de impulsar situaciones de penuria y dolor, puedan articular mecanismos que permitan su legitimación (La Parra y Tortosa, 2003). Abordar la insatisfacción de las necesidades humanas a escala mundial desde el prisma de la violencia estructural tiene así una clara utilidad política que puede ayudar a construir relatos contra-hegemónicos orientados a disputar el sentido del poder en una sociedad capitalista cada día más globalizada y voraz.
Las raíces ecológicas de la desigualdad global
Para poder salir del peligroso callejón en el que el sistema económico capitalista nos ha metido será fundamental comprender que los problemas de pobreza y desigualdad existentes hoy en el mundo reposan, al fin y al cabo, sobre una realidad biofísica relacionada con un desigual reparto de los recursos proporcionados por los ecosistemas del planeta. Esta injusta situación, a partir de la cual se explican innumerables conflictos ecológico-distributivos a lo largo y ancho del mundo (Martínez-Alier, 2005), es fomentada intencionadamente por aquellos núcleos de poder que se benefician del actual status quo: básicamente las clases capitalistas de las naciones occidentales cuyas opulentas ganancias se basan en la explotación de ecosistemas y seres humanos. Así, a través de lo que David Harvey llamó acumulación por desposesión (Harvey, 2003), estos selectos grupos sociales empujan a millones de personas a malvivir dentro de trampas socio-ecológicas de pobreza y degradación ambiental para poder seguir disfrutando, en sus bunkerizados países de origen, de unos estilos de vida despilfarradores y desenfrenados que encuentran en el paradigma del crecimiento continuo su justificación y respaldo (González et al., 2007).
Si aceptamos que los recursos de los que dispone nuestro planeta son finitos y limitados, resulta obvio entender que la redistribución de la riqueza es la única manera real de avanzar hacia la justicia; lo cual significa, a su vez, admitir que jamás será posible acabar con la pobreza en el mundo si paralelamente no se lucha de forma contundente contra la riqueza excesiva (Herrero, 2014). Reconocer este hecho, convenientemente ignorado por los países ricos (incluidas sus agencias de cooperación internacional), convierte el noble propósito de la justicia global en una cuestión socio-ecológica intrínsecamente ligada al ejercicio de la política (Aguado y González, 2014).
Como decía Antonio Gramsci, vivir significa tomar partido. Y tomar partido en pleno siglo XXI significa romper con los silencios y las indiferencias existentes en el mundo para adoptar compromisos políticos y estrategias pedagógicas convincentes que nos ayuden a recorrer una auténtica transición global hacia horizontes civilizatorios de mayor justicia social y sostenibilidad ecológica; horizontes que, en definitiva, pongan fin a las diversas formas de abuso y violencia estructural hoy existentes permitiéndonos a todos vivir una vida buena y digna dentro de los límites biofísicos del planeta.
Referencias
Aguado, M., & González, J. A. (2014). Raíces socio-ecológicas del fracaso de la cooperación Norte-Sur. En Los inciertos pasos desde aquí hasta allá: alternativas socioecológicas y transiciones postcapitalistas (pp. 201-222). Universidad de Granada.
Galtung, J. (1969). Violence, peace, and peace research. Journal of peace research, 6(3), 167-191.
González, J. A., Montes, C., & Santos, I. (2007). Capital natural y desarrollo: por una base ecológica en el análisis de las relaciones Norte-Sur. Papeles de relaciones ecosociales y cambio global,100, 63-77.
Harvey, D. (2003). The new imperialism. Oxford University Press.
Herrero, Y. (2014). Vivir y trabajar en un mundo justo y sostenible. El Ecologista, (80), 21-23.
La Parra, D. & Tortosa, J. M. (2003). Violencia estructural: una ilustración del concepto. Documentación social, 131, 57-72.
Martínez-Alier, J. (2005). El ecologismo de los pobres. Conflictos ambientales y lenguajes de valoración. Barcelona: Icaria.
Motesharrei, S., Rivas, J., & Kalnay, E. (2014). Human and nature dynamics (HANDY): modeling inequality and use of resources in the collapse or sustainability of societies. Ecological Economics,101, 90-102.
Piketty, T. (2014). El capital en el siglo XXI. Fondo de Cultura Económica.
Para citar este artículo: Aguado, M. (2015). El rostro socio-ambiental de la violencia estructural del capitalismo. Iberoamérica Social: revista-red de estudios sociales (V), pp. 18-20. Recuperado de http://iberoamericasocial.com/el-rostro-socio-ambiental-de-la-violencia-estructural-del-capitalismo/
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