La industria del armamento nuclear se adueña del dinero del contribuyente
TomDispatch
El complejo corporativo nuclearIntroducción de Tom Engelhardt
Han dirigido las empresas más rentables de la historia y, para decirlo sin rodeos, están destruyendo el planeta. En el pasado, dada la obsesión estadounidense con los terroristas, yo los llamaba “terraristas”. Me refiero, por supuesto, a los CEO de las empresas de la Gran Energía (Big Oil), quienes en estos años han hecho lo indecible para encontrar nuevas formas de explotar todas las reservas imaginables de combustibles fósiles de la Tierra y colocarlas en la atmósfera en la forma de dióxido de carbono. Hay una cosa que es cierta: tal como una vez lo hicieron los más altos ejecutivos de la industria tabacalera, la del plomo y la de los productos a base de asbestos, ellos saben qué significa esa fuente de enormes ingresos para el resto de nosotros –eche el lector una mirada a la estación de los incendios de este año en el oeste de la América del Norte– y nuestros hijos y nietos. Si usted piensa que ahora mismo el mundo está viviendo los mayores desplazamientos de refugiados, sólo espere hasta que las sequías sean aún más extremas y que aumente la inundación de las zonas costeras.
Lo escribí en 2013: “Convenientemente, con estas tres industrias, los resultados negativos llegan después de años o incluso décadas de la exposición; de ese modo resulta difícil establecer la conexión entre causa y efecto. Cada una de las industrias sabía que esa conexión existía. Cada una de ellas utilizaba esa desconexión temporal para protegerse. Una diferencia: si usted fuera un ejecutivo de la industria del tabaco, o del plomo, o del amianto, tendría la posibilidad de evitar que sus hijos y nietos estuvieran expuestos a su producto. En el largo plazo, esa posibilidad no existe cuando hablamos de los combustibles fósiles y el dióxido de carbono, ya que todos vivimos en el mismo planeta (a pesar de que también es cierto que quienes gozan de una buena situación económica en las zonas templadas de la Tierra tienen menos probabilidades de ser los primeros en sufrir las consecuencias)”.
Increíblemente, como Richard Krushnic y Jonathan Alan King lo dejan en claro hoy, los beneficios económicos buscados por una segunda tanda de altos ejecutivos están igualmente estrechamente vinculados con la posibilidad de destruir el planeta (al menos en su carácter de entorno habitable para el ser humano y muchas otras especies) y la eventual muerte de decenas de millones de personas. Esos ejecutivos son los que dirigen las empresas que desarrollan, mantienen y modernizan nuestro arsenal nuclear; al igual que con las empresas del sector de la energía, ellos utilizan sus grupos de presión y su dinero para conseguir más de los mismo en Washington. Algún día, mirando hacia atrás, los historiadores (si todavía existen) sin duda pensarán que las actividades de ambos grupos son ejemplos de la suprema criminalidad.
Imagine usted un momento un auténtico absurdo: en alguna parte de Estados Unidos las muy rentables operaciones de un conjunto de grandes empresas se basarían en la posibilidad de que más pronto que tarde sus vecinos sean destruidos, y usted y todos sus vecinos fueran aniquilados. Y no solo usted y sus vecinos, sino también otras personas y sus vecinos en todo el planeta. ¿Qué pensaría usted de semejantes empresas, de semejante proyecto, de los enormes beneficios económicos que obtendrían de esa manera?
De hecho, esas empresas realmente existen. Son las de la industria del armamento nuclear y se ocupan del vasto arsenal de armamento –capaz de destruir el mundo– en manos del Pentágono. Con esa actividad consiguen extraordinarios beneficios económicos, viven una vida confortable en nuestro propio barrio y desempeñan un activo papel en la política de Washington. La mayor parte de los estadounidenses saben muy poco o nada de ellos ni de sus ingresos a pesar de que el trabajo que realizan es al servicio de un futuro apocalíptico casi imposible de imaginar.
A algo tan extraño agregue usted otra cosa improbable. Las armas nucleares han estado en los titulares durante años; aun así, durante este período toda la atención ha estado centrada en un país que no posee ni una bomba nuclear y, al menos por lo que puede decirnos la inteligencia de Estados Unidos, en realidad no ha dado señales de estar construyendo una. Por supuesto, estamos hablando de Irán. Por otra parte, prácticamente nunca aparecen en las noticias los absolutamente reales arsenales nucleares que podrían hacer estragos en la Tierra, sobre todo nuestro enorme arsenal y el de nuestro antiguo enemigo, Rusia.
En el reciente debate sobre si el acuerdo nuclear con Irán del presidente Obama evitará que ese país desarrolle alguna vez armas atómicas, usted puede buscar y rebuscar para encontrar alguna auténtica discusión sobre el arsenal nuclear de Estados Unidos, a pesar de que el Bulletin of the Atomic Scientists estima que consta de 4.700 ojivas nucleares activas. Esto incluye una variedad de artefactos como bombas aéreas, misiles basados en tierra y misiles embarcados en submarinos. Si, por ejemplo, un solo submarino del tipo Ohio –la Armada de EEUU dispone de 14 de ellos, equipados con misiles nucleares– lanzara sus 24 misiles Trident, cada uno de ellos portador de 12 cabezas nucleares de un megatón a las que se puede asignar blancos independientes, las principales ciudades del país alcanzado –en cualquier lugar del mundo– podrían ser arrasadas y morirían millones de personas.
Ciertamente, las explosiones y los incendios que se producirían enviarían a la atmósfera tanto humo y tantas partículas en suspensión que el resultado sería un “invierno nuclear”, lo que ocasionaría una hambruna de alcance mundial y la muerte posible de cientos de millones de personas, entre ellas estadounidenses (independientemente del sitio dónde se hayan disparado los misiles). Aun así, como lo cuenta el clásico libro del doctor Seuss, habría que agregar: “eso no es todo; oh no, eso no es todo”. En este momento, la administración Obama tiene planes para gastar hasta un billón de dólares [ha leído bien: un 10 seguido de 11 ceros, o 1011, en la jerga de los matemáticos] en los próximos 30 años para modernizar y mejorar las fuerzas nucleares de Estados Unidos.
Dado que el actual arsenal de EEUU representa –en el ‘lenguaje’ de los militares– una “sobrecapacidad de exterminación”, es decir, podría destruir muchos planetas del tamaño de la Tierra– ningunos de los dólares adicionales del contribuyente aumentará perceptiblemente la capacidad de “disuadir” ni la seguridad. Para aumentar la seguridad nacional en las próximas décadas –si es que acaso eso importa algo–, la precisión para dar en el blanco de unos misiles que matan a toda criatura viviente en un radio de unos cuantos kilómetros se ha reducido de 500 a 300 metros. Si semejante “modernización” no tiene ninguna importancia militar, ¿para qué aumentar el gasto en las armas nucleares?
Hay un aspecto importante de las apuestas por un Estados Unidos nuclear que por lo general no se menciona en este país: la corporación que constituye la industria de las armas nucleares. Aun así, la presión que esta corporación es capaz de ejercer en favor del gasto cada vez mayor está completamente subestimada en lo que se supone debería ser el “debate” de la cuestión.
La privatización del desarrollo de las armas nucleares
Empieza con este hecho tan sencillo: la producción, el mantenimiento y la modernización de las armas nucleares son fuente de siderales beneficios económicos para lo que, en esencia, es un cártel. Por supuesto, como tal no se enfrenta con competencia alguna de la industria de otros países, ya que el arsenal nuclear de Estados Unidos del que estamos hablando y los contratos ofrecidos por el gobierno están exentos de cualquier auditoría con la excusa de la seguridad nacional. Más aún, el modelo de negocio utilizado es el de “coste más margen”, que significa que aunque el coste final exceda al precio original ofertado, el contratista tiene garantizado un porcentaje por encima del coste de fabricación. Los altos beneficios están efectivamente garantizados y no importan la ineficiencia ni los márgenes por encima de lo presupuestado en que el proyecto pueda incurrir. En otras palabras, no hay la menor posibilidad de que el contratista pierda dinero, con todo lo ineficiente que pueda ser (lo más lejano que pueda imaginarse del modelo de producción de libre mercado defendido por las corporaciones).
Esos beneficios tan bien protegidos y las empresas que se los embolsan se han convertido en el factor principal de la promoción del desarrollo del armamento nuclear, deteriorando así cualquier esfuerzo realizado en pro del desarme nuclear. Ciertamente, parte de este proceso debería ser conocido ya que es un extensión de la clásica fórmula del Pentágono descrita tan sorprendentemente por el economista industrial Seimour Melman, de la Universidad de Columbia, en sus libros y artículos; una perversa fórmula que producía martillos de 436 dólares y cafeteras de 6.322 dólares.
Dados el proceso y los beneficios obtenidos, los contratistas del sector armamento tienen un gran interés en que la opinión pública estadounidense viva una intensa sensación de peligro e inseguridad (aunque sean ellos mismos la principal fuente de ese peligro e inseguridad). Recientemente, la Campaña Internacional de Abolición de las Armas Nucleares (ICAN, por sus siglas en inglés) publicó un sorprendente informe, Don’t Bank on the Bomb [No financie la Bomba], en el que se dio la lista de los principales contratistas corporativos y sus inversores, es decir, quienes recogerán esos inmensos beneficios procedentes de la próxima modernización del arsenal nuclear.
Sin embargo, gracias a la opacidad de la seguridad nacional con que se cubren los programas de armas nucleares de Estados Unidos, el público no dispone de una auténtica auditoría de los contratos de esas empresas. No obstante, los beneficios obtenidos gracias a las armas nucleares de al menos las más importante corporaciones ahora pueden ser rastreadas. En el sector de vectores de artefactos nucleares –aviones de bombardeo, misiles y submarinos– hay una cantidad de nombres conocidos: Boeing, Northrop, Grumman, General Dynamics, GenCorp Aerojet, Huntington Ingalls y Lockheed Martin. En otros sectores, como el de diseño y producción de las armas nucleares, los nombres que están en lo más alto de la lista son algo menos conocidos: Babcock & Wilcox, Bechtel, Honeywell International y URS Corporation. Cuando pasamos al reglón de los ensayos y el mantenimiento de armas nucleares, entre los contratistas están Aecom, Flour, Jacobs Engineering y SAIC; y entre las firmas de los sistemas de selección de blancos y de guía están Alliant Techsystems y Rockwell Collins.
Algunos pequeños ejemplos de contratos: en 2014, a Babcock & Wilcox se le asignaron 76,8 millones de dólares para trabajar en la mejora de los submarinos de la clase Ohio. En enero de 2013, a General Dynamics Boat Division se le adjudicó un contrato de 4,6 millones de dólares para diseñar y desarrollar un submarino disuasorio estratégico de nueva generación. Es posible encontrar más información de contratos corporativos relacionados con armas nucleares en el informe ICAN, que también da los nombres de bancos y otras instituciones de inversión y financiación vinculadas con las corporaciones del armamento nuclear.
Muchos estadounidenses ignoran que buena parte de la responsabilidad del desarrollo, producción y mantenimiento de las armas nucleares no está confiada al Pentágono sino al Departamente de Energía (DOE, por sus siglas en inglés), que gasta más en armas nucleares que en el desarrollo de fuentes sostenibles de energía. Para el proyecto nuclear del DOE son claves los laboratorios federales donde se diseñan, construyen y prueban los artefactos nucleares. Entre ellos están el Sandia National Laboratory de Albuquerque, New Mexico; el Los Alamos National Laboratory (LANL) de Los Alamos, New Mexico; y los Livermore National Laboratories de Livermore, California. Estos, a su vez, reflejan una constante en los asuntos de la seguridad nacional: los llamados sitios GOCO (propiedad del gobierno pero operados por contratistas privados). En los laboratorios, este sistema representa una delegación en las corporaciones de las políticas de disuasión nuclear y otras estrategias vinculadas a estas armas. Mediante contratos con URS, Babcock & Wilcox, la Universidad de California y Bechtel, los laboratorios de armas nucleares están en gran medida privatizados. Solo el contrato del LANL llega a los 14.000 millones de dólares. Del mismo modo, la instalación nuclear de Savannah River, de Aiken, South California, donde se fabrican cabezas nucleares, está dirigida conjuntamente por Flour, Honeywell International y Huntington Ingalls. Su contrato con el DOE, que funcionará durante todo 2016 llega a los 8.000 millones de dólares. En otras palabras, en estos años en los que hemos visto el crecimiento de la corporación bélica y una significativa privatización de las fuerzas armadas y la comunidad de la inteligencia de Estados Unidos, en el mundo del armamento nuclear se ha ido dando un proceso similar.
Además de los contratistas nucleares de primera línea hay cientos de subcontratistas, algunos de los cuales dependen de la subcontratación para la mayor parte de sus negocios. Cualquiera de ellos puede tener entre 100 y varios centenares de empleados trabajando en componentes especiales o en sistemas; con su peso en las comunidades locales, estos subcontratistas ayudan a empujar los programas de modernización nuclear mediante sus representantes en el Congreso.
Una de las razones de que la rentabilidad del armamento nuclear sea tan extremadamente alta es que la Administración Nacional de la Seguridad Nuclear (NNSA, por sus siglas en inglés) del Departamento de Energía, responsable del desarrollo y la operación de las instalaciones de armas nucleares del DOE, no supervisa a los subcontratistas, lo que a su vez dificulta el control de los contratistas de primera línea. Por ejemplo, cuando el Proyecto de Supervisión Gubernamental presentó una solicitud de información sobre Babcock & Wilcox, el subcontratista encargado de la seguridad en el complejo nuclear Y-12 de Oak Ridge, Tennessee, la NNSA respondió que no tenía información acerca de ese contratista. En ese entonces, B&W estaba a cargo de la construcción de una instalación de procesamiento de uranio en Y-12. A su vez, B&W subcontrataba las labores de diseño a otras cuatro firmas y no se ocupó de fusionarlas ni de supervisarlas. Esto dio lugar a un diseño impracticable, que solo fue desechado después de que los subcontratistas recibieran 600 millones de dólares algo inservible. El caso de Oak Ridge, en el pasado mayo, a su vez, puso en marcha un informe de la Oficina de Responsabilidad Gubernamental para el Congreso que señalaba que esos problemas eran algo endémico en las instalaciones de armas nucleares del DOE.
Los lobbyistas nucleares
Los dólares provenientes de los impuestos federales gastados en el mantenimiento y desarrollo de armamento nuclear son un componente importante del presupuesto de Estados Unidos. A pesar de que es difícil precisarlo, las sumas gastadas rondan los cientos de miles de millones de dólares. En 2005, la Oficina de Responsabilidad Gubernamental informó de que cuando se trata del costo del sector nuclear ni siquiera el Pentágono tiene cifras exactas; tampoco existe algún tipo de presupuesto separado que responda al renglón de las armas nucleares. El análisis de los presupuestos del Pentágono y del Departamento de la Energía, de la Administración Nacional de la Seguridad Nacional (NNSA), como el de la información extraída de la documentación del Congreso acerca de esta cuestión sugieren que, entre 2015 y 2018, Estados Unidos gastará por lo menos 179.000 millones de dólares para mantener la tríada nuclear actual –misiles, bombarderos y submarinos– y las armas nucleares asociadas a ella, en tanto comienza el proceso de desarrollo de sus reemplazos de próxima generación. La Oficina del Presupuesto del Congreso proyecta que el costo de las fuerzas nucleares en el período 2015-2024 será de 348.000 millones de dólares –es decir 35.000 millones por año–, de los cuales el Pentágono gastará 227.000 millones de dólares y el departamento de Energía 121.000 millones.
De hecho, en realidad el precio del mantenimiento y desarrollo del arsenal nuclear es mucho mayor que cualquiera de esas estimaciones. Si bien esos guarismos incluyen la mayor parte del costo directo de las armas nucleares y los sistemas estratégicos de lanzamiento como los misiles y submarinos, así como la mayoría de los costos del personal militar responsable de mantener, operar y ejecutar las misiones, no incluyen muchos otros gastos, entre ellos los derivados de la retirada del servicio de las armas caducadas y del de deshacerse del material declarado inservible. Tampoco incluyen las pensiones ni el costo de los cuidados médicos asociados con el retiro de sus operadores.
En 2012, un informe de una comisión de alto nivel dirigida por el ex visepresidente del Estado Mayor Conjunto, general James Cartwright concluyó que “no se ha presentado ninguna razón sensata en favor del uso de las armas nucleares para solucionar ninguno de los principales problemas que enfrentamos en el siglo XXI [entre ellos] amenazas de países fuera de la ley, estados fallidos, proliferación [sic], conflictos regionales, terrorismo, ciberguerra, crimen organizado, trafico de drogas, desplazamientos de refugiados por conflictos armados, epidemias o cambio climático. De hecho, en última instancia podría decirse que antes bien se han convertido en parte del problema que en alguna solución”.
Lógicamente, para el conjunto de las corporaciones implicadas en los programas nucleares de Estados Unidos, esto carece de importancia. De hecho, mantienen en activo elaboradas operaciones de lobbying para apoyar la continuación de contratos de fabricación de armas nucleares, En un estudio de 2012 realizado para el Centro de Política Internacional, Bombs vs. Budgets: Inside the Nuclear Weapons Lobby, William Hartung y Christine Anderson informaron de que, en relación con las elecciones de ese año, los 14 principales contratistas donaron cerca de tres millones de dólares directamente a los legisladores del Congreso. No debe sorprender que la mitad de esta suma fuera a parar a los miembros de las cuatro comisiones o subcomisiones claves que controlan el gasto destinado a las armas nucleares.
En 2015, la industria de la defensa movilizó un pequeño ejército de por lo menos 718 lobbyistas y repartió más de 67 millones de dólares para presionar en el Congreso para conseguir incrementos en el gasto relacionado con las armas. Entre los principales contribuyentes estaban las corporaciones con importantes contratos para armas nucleares, entre ellos Lockheed Martin, Boeing y General Dynamics. Estas presiones pro-nucleares se vieron ayudadas por contribuciones y presión por parte de las empresas relacionadas con los misiles y los aviones que, en principio, no son del ramo nuclear. Sin embargo, algunos de los sistemas que producen estas empresas son de uso dual (convencional y nuclear), es decir, un vigoroso programa de armamento nuclear amplía su mercado potencial.
La presión continua de los legisladores republicanos para recortar los programas sociales en Estados Unidos es un mecanismo decisivo para asegurar la disponibilidad de fondos federales provenientes de los impuestos para que sean destinados a los lucrativos contratos militares. Para los 35.000 millones de dólares anuales o más que el contribuyente estadounidense pondrá en ese armamento satisfaciendo así los mezquinos intereses de un reducido número de empresas, el beneficio es el miedo a un futuro apocalíptico. Después de todo, a diferencia de los grupos de presión del resto de corporaciones, el de las armas nucleares (y del mismo modo los dólares del contribuyente de EEUU) pone en riesgo de rápida extinción la vida en la Tierra, ya sea por la destrucción directa producida por un holocausto atómico o por la drástica reducción de la luz solar que llega a la superficie terrestre como consecuencia de una especie de invierno nuclear que seguiría a un enfrentamiento nuclear. De momento, el complejo de las corporaciones nucleares está escondido entre nosotros, sus asignaciones presupuestarias y fondos blindados contra el escrutinio público y sus proyectos apenas percibidos. Esta es la fórmula para el desastre.
Jonathan Alan King es profesor de biología molecular en MIT y presidente de la Comisión por la Abolición Nuclear de la organización Peace Action de Massachusetts.
Richard Krushnic fue gerente de préstamos inmobiliarios y analista de contratos de vivienda y negocios del Departamento de Desarrollo Barrial de Boston. Hoy día está trabajando en desarrollo comunitario en América latina.
Fuente: http://www.tomdispatch.com/blog/176047/
Han dirigido las empresas más rentables de la historia y, para decirlo sin rodeos, están destruyendo el planeta. En el pasado, dada la obsesión estadounidense con los terroristas, yo los llamaba “terraristas”. Me refiero, por supuesto, a los CEO de las empresas de la Gran Energía (Big Oil), quienes en estos años han hecho lo indecible para encontrar nuevas formas de explotar todas las reservas imaginables de combustibles fósiles de la Tierra y colocarlas en la atmósfera en la forma de dióxido de carbono. Hay una cosa que es cierta: tal como una vez lo hicieron los más altos ejecutivos de la industria tabacalera, la del plomo y la de los productos a base de asbestos, ellos saben qué significa esa fuente de enormes ingresos para el resto de nosotros –eche el lector una mirada a la estación de los incendios de este año en el oeste de la América del Norte– y nuestros hijos y nietos. Si usted piensa que ahora mismo el mundo está viviendo los mayores desplazamientos de refugiados, sólo espere hasta que las sequías sean aún más extremas y que aumente la inundación de las zonas costeras.
Lo escribí en 2013: “Convenientemente, con estas tres industrias, los resultados negativos llegan después de años o incluso décadas de la exposición; de ese modo resulta difícil establecer la conexión entre causa y efecto. Cada una de las industrias sabía que esa conexión existía. Cada una de ellas utilizaba esa desconexión temporal para protegerse. Una diferencia: si usted fuera un ejecutivo de la industria del tabaco, o del plomo, o del amianto, tendría la posibilidad de evitar que sus hijos y nietos estuvieran expuestos a su producto. En el largo plazo, esa posibilidad no existe cuando hablamos de los combustibles fósiles y el dióxido de carbono, ya que todos vivimos en el mismo planeta (a pesar de que también es cierto que quienes gozan de una buena situación económica en las zonas templadas de la Tierra tienen menos probabilidades de ser los primeros en sufrir las consecuencias)”.
Increíblemente, como Richard Krushnic y Jonathan Alan King lo dejan en claro hoy, los beneficios económicos buscados por una segunda tanda de altos ejecutivos están igualmente estrechamente vinculados con la posibilidad de destruir el planeta (al menos en su carácter de entorno habitable para el ser humano y muchas otras especies) y la eventual muerte de decenas de millones de personas. Esos ejecutivos son los que dirigen las empresas que desarrollan, mantienen y modernizan nuestro arsenal nuclear; al igual que con las empresas del sector de la energía, ellos utilizan sus grupos de presión y su dinero para conseguir más de los mismo en Washington. Algún día, mirando hacia atrás, los historiadores (si todavía existen) sin duda pensarán que las actividades de ambos grupos son ejemplos de la suprema criminalidad.
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Cómo es que la industria del armamento nuclear se queda con los dólares de los impuestosImagine usted un momento un auténtico absurdo: en alguna parte de Estados Unidos las muy rentables operaciones de un conjunto de grandes empresas se basarían en la posibilidad de que más pronto que tarde sus vecinos sean destruidos, y usted y todos sus vecinos fueran aniquilados. Y no solo usted y sus vecinos, sino también otras personas y sus vecinos en todo el planeta. ¿Qué pensaría usted de semejantes empresas, de semejante proyecto, de los enormes beneficios económicos que obtendrían de esa manera?
De hecho, esas empresas realmente existen. Son las de la industria del armamento nuclear y se ocupan del vasto arsenal de armamento –capaz de destruir el mundo– en manos del Pentágono. Con esa actividad consiguen extraordinarios beneficios económicos, viven una vida confortable en nuestro propio barrio y desempeñan un activo papel en la política de Washington. La mayor parte de los estadounidenses saben muy poco o nada de ellos ni de sus ingresos a pesar de que el trabajo que realizan es al servicio de un futuro apocalíptico casi imposible de imaginar.
A algo tan extraño agregue usted otra cosa improbable. Las armas nucleares han estado en los titulares durante años; aun así, durante este período toda la atención ha estado centrada en un país que no posee ni una bomba nuclear y, al menos por lo que puede decirnos la inteligencia de Estados Unidos, en realidad no ha dado señales de estar construyendo una. Por supuesto, estamos hablando de Irán. Por otra parte, prácticamente nunca aparecen en las noticias los absolutamente reales arsenales nucleares que podrían hacer estragos en la Tierra, sobre todo nuestro enorme arsenal y el de nuestro antiguo enemigo, Rusia.
En el reciente debate sobre si el acuerdo nuclear con Irán del presidente Obama evitará que ese país desarrolle alguna vez armas atómicas, usted puede buscar y rebuscar para encontrar alguna auténtica discusión sobre el arsenal nuclear de Estados Unidos, a pesar de que el Bulletin of the Atomic Scientists estima que consta de 4.700 ojivas nucleares activas. Esto incluye una variedad de artefactos como bombas aéreas, misiles basados en tierra y misiles embarcados en submarinos. Si, por ejemplo, un solo submarino del tipo Ohio –la Armada de EEUU dispone de 14 de ellos, equipados con misiles nucleares– lanzara sus 24 misiles Trident, cada uno de ellos portador de 12 cabezas nucleares de un megatón a las que se puede asignar blancos independientes, las principales ciudades del país alcanzado –en cualquier lugar del mundo– podrían ser arrasadas y morirían millones de personas.
Ciertamente, las explosiones y los incendios que se producirían enviarían a la atmósfera tanto humo y tantas partículas en suspensión que el resultado sería un “invierno nuclear”, lo que ocasionaría una hambruna de alcance mundial y la muerte posible de cientos de millones de personas, entre ellas estadounidenses (independientemente del sitio dónde se hayan disparado los misiles). Aun así, como lo cuenta el clásico libro del doctor Seuss, habría que agregar: “eso no es todo; oh no, eso no es todo”. En este momento, la administración Obama tiene planes para gastar hasta un billón de dólares [ha leído bien: un 10 seguido de 11 ceros, o 1011, en la jerga de los matemáticos] en los próximos 30 años para modernizar y mejorar las fuerzas nucleares de Estados Unidos.
Dado que el actual arsenal de EEUU representa –en el ‘lenguaje’ de los militares– una “sobrecapacidad de exterminación”, es decir, podría destruir muchos planetas del tamaño de la Tierra– ningunos de los dólares adicionales del contribuyente aumentará perceptiblemente la capacidad de “disuadir” ni la seguridad. Para aumentar la seguridad nacional en las próximas décadas –si es que acaso eso importa algo–, la precisión para dar en el blanco de unos misiles que matan a toda criatura viviente en un radio de unos cuantos kilómetros se ha reducido de 500 a 300 metros. Si semejante “modernización” no tiene ninguna importancia militar, ¿para qué aumentar el gasto en las armas nucleares?
Hay un aspecto importante de las apuestas por un Estados Unidos nuclear que por lo general no se menciona en este país: la corporación que constituye la industria de las armas nucleares. Aun así, la presión que esta corporación es capaz de ejercer en favor del gasto cada vez mayor está completamente subestimada en lo que se supone debería ser el “debate” de la cuestión.
La privatización del desarrollo de las armas nucleares
Empieza con este hecho tan sencillo: la producción, el mantenimiento y la modernización de las armas nucleares son fuente de siderales beneficios económicos para lo que, en esencia, es un cártel. Por supuesto, como tal no se enfrenta con competencia alguna de la industria de otros países, ya que el arsenal nuclear de Estados Unidos del que estamos hablando y los contratos ofrecidos por el gobierno están exentos de cualquier auditoría con la excusa de la seguridad nacional. Más aún, el modelo de negocio utilizado es el de “coste más margen”, que significa que aunque el coste final exceda al precio original ofertado, el contratista tiene garantizado un porcentaje por encima del coste de fabricación. Los altos beneficios están efectivamente garantizados y no importan la ineficiencia ni los márgenes por encima de lo presupuestado en que el proyecto pueda incurrir. En otras palabras, no hay la menor posibilidad de que el contratista pierda dinero, con todo lo ineficiente que pueda ser (lo más lejano que pueda imaginarse del modelo de producción de libre mercado defendido por las corporaciones).
Esos beneficios tan bien protegidos y las empresas que se los embolsan se han convertido en el factor principal de la promoción del desarrollo del armamento nuclear, deteriorando así cualquier esfuerzo realizado en pro del desarme nuclear. Ciertamente, parte de este proceso debería ser conocido ya que es un extensión de la clásica fórmula del Pentágono descrita tan sorprendentemente por el economista industrial Seimour Melman, de la Universidad de Columbia, en sus libros y artículos; una perversa fórmula que producía martillos de 436 dólares y cafeteras de 6.322 dólares.
Dados el proceso y los beneficios obtenidos, los contratistas del sector armamento tienen un gran interés en que la opinión pública estadounidense viva una intensa sensación de peligro e inseguridad (aunque sean ellos mismos la principal fuente de ese peligro e inseguridad). Recientemente, la Campaña Internacional de Abolición de las Armas Nucleares (ICAN, por sus siglas en inglés) publicó un sorprendente informe, Don’t Bank on the Bomb [No financie la Bomba], en el que se dio la lista de los principales contratistas corporativos y sus inversores, es decir, quienes recogerán esos inmensos beneficios procedentes de la próxima modernización del arsenal nuclear.
Sin embargo, gracias a la opacidad de la seguridad nacional con que se cubren los programas de armas nucleares de Estados Unidos, el público no dispone de una auténtica auditoría de los contratos de esas empresas. No obstante, los beneficios obtenidos gracias a las armas nucleares de al menos las más importante corporaciones ahora pueden ser rastreadas. En el sector de vectores de artefactos nucleares –aviones de bombardeo, misiles y submarinos– hay una cantidad de nombres conocidos: Boeing, Northrop, Grumman, General Dynamics, GenCorp Aerojet, Huntington Ingalls y Lockheed Martin. En otros sectores, como el de diseño y producción de las armas nucleares, los nombres que están en lo más alto de la lista son algo menos conocidos: Babcock & Wilcox, Bechtel, Honeywell International y URS Corporation. Cuando pasamos al reglón de los ensayos y el mantenimiento de armas nucleares, entre los contratistas están Aecom, Flour, Jacobs Engineering y SAIC; y entre las firmas de los sistemas de selección de blancos y de guía están Alliant Techsystems y Rockwell Collins.
Algunos pequeños ejemplos de contratos: en 2014, a Babcock & Wilcox se le asignaron 76,8 millones de dólares para trabajar en la mejora de los submarinos de la clase Ohio. En enero de 2013, a General Dynamics Boat Division se le adjudicó un contrato de 4,6 millones de dólares para diseñar y desarrollar un submarino disuasorio estratégico de nueva generación. Es posible encontrar más información de contratos corporativos relacionados con armas nucleares en el informe ICAN, que también da los nombres de bancos y otras instituciones de inversión y financiación vinculadas con las corporaciones del armamento nuclear.
Muchos estadounidenses ignoran que buena parte de la responsabilidad del desarrollo, producción y mantenimiento de las armas nucleares no está confiada al Pentágono sino al Departamente de Energía (DOE, por sus siglas en inglés), que gasta más en armas nucleares que en el desarrollo de fuentes sostenibles de energía. Para el proyecto nuclear del DOE son claves los laboratorios federales donde se diseñan, construyen y prueban los artefactos nucleares. Entre ellos están el Sandia National Laboratory de Albuquerque, New Mexico; el Los Alamos National Laboratory (LANL) de Los Alamos, New Mexico; y los Livermore National Laboratories de Livermore, California. Estos, a su vez, reflejan una constante en los asuntos de la seguridad nacional: los llamados sitios GOCO (propiedad del gobierno pero operados por contratistas privados). En los laboratorios, este sistema representa una delegación en las corporaciones de las políticas de disuasión nuclear y otras estrategias vinculadas a estas armas. Mediante contratos con URS, Babcock & Wilcox, la Universidad de California y Bechtel, los laboratorios de armas nucleares están en gran medida privatizados. Solo el contrato del LANL llega a los 14.000 millones de dólares. Del mismo modo, la instalación nuclear de Savannah River, de Aiken, South California, donde se fabrican cabezas nucleares, está dirigida conjuntamente por Flour, Honeywell International y Huntington Ingalls. Su contrato con el DOE, que funcionará durante todo 2016 llega a los 8.000 millones de dólares. En otras palabras, en estos años en los que hemos visto el crecimiento de la corporación bélica y una significativa privatización de las fuerzas armadas y la comunidad de la inteligencia de Estados Unidos, en el mundo del armamento nuclear se ha ido dando un proceso similar.
Además de los contratistas nucleares de primera línea hay cientos de subcontratistas, algunos de los cuales dependen de la subcontratación para la mayor parte de sus negocios. Cualquiera de ellos puede tener entre 100 y varios centenares de empleados trabajando en componentes especiales o en sistemas; con su peso en las comunidades locales, estos subcontratistas ayudan a empujar los programas de modernización nuclear mediante sus representantes en el Congreso.
Una de las razones de que la rentabilidad del armamento nuclear sea tan extremadamente alta es que la Administración Nacional de la Seguridad Nuclear (NNSA, por sus siglas en inglés) del Departamento de Energía, responsable del desarrollo y la operación de las instalaciones de armas nucleares del DOE, no supervisa a los subcontratistas, lo que a su vez dificulta el control de los contratistas de primera línea. Por ejemplo, cuando el Proyecto de Supervisión Gubernamental presentó una solicitud de información sobre Babcock & Wilcox, el subcontratista encargado de la seguridad en el complejo nuclear Y-12 de Oak Ridge, Tennessee, la NNSA respondió que no tenía información acerca de ese contratista. En ese entonces, B&W estaba a cargo de la construcción de una instalación de procesamiento de uranio en Y-12. A su vez, B&W subcontrataba las labores de diseño a otras cuatro firmas y no se ocupó de fusionarlas ni de supervisarlas. Esto dio lugar a un diseño impracticable, que solo fue desechado después de que los subcontratistas recibieran 600 millones de dólares algo inservible. El caso de Oak Ridge, en el pasado mayo, a su vez, puso en marcha un informe de la Oficina de Responsabilidad Gubernamental para el Congreso que señalaba que esos problemas eran algo endémico en las instalaciones de armas nucleares del DOE.
Los lobbyistas nucleares
Los dólares provenientes de los impuestos federales gastados en el mantenimiento y desarrollo de armamento nuclear son un componente importante del presupuesto de Estados Unidos. A pesar de que es difícil precisarlo, las sumas gastadas rondan los cientos de miles de millones de dólares. En 2005, la Oficina de Responsabilidad Gubernamental informó de que cuando se trata del costo del sector nuclear ni siquiera el Pentágono tiene cifras exactas; tampoco existe algún tipo de presupuesto separado que responda al renglón de las armas nucleares. El análisis de los presupuestos del Pentágono y del Departamento de la Energía, de la Administración Nacional de la Seguridad Nacional (NNSA), como el de la información extraída de la documentación del Congreso acerca de esta cuestión sugieren que, entre 2015 y 2018, Estados Unidos gastará por lo menos 179.000 millones de dólares para mantener la tríada nuclear actual –misiles, bombarderos y submarinos– y las armas nucleares asociadas a ella, en tanto comienza el proceso de desarrollo de sus reemplazos de próxima generación. La Oficina del Presupuesto del Congreso proyecta que el costo de las fuerzas nucleares en el período 2015-2024 será de 348.000 millones de dólares –es decir 35.000 millones por año–, de los cuales el Pentágono gastará 227.000 millones de dólares y el departamento de Energía 121.000 millones.
De hecho, en realidad el precio del mantenimiento y desarrollo del arsenal nuclear es mucho mayor que cualquiera de esas estimaciones. Si bien esos guarismos incluyen la mayor parte del costo directo de las armas nucleares y los sistemas estratégicos de lanzamiento como los misiles y submarinos, así como la mayoría de los costos del personal militar responsable de mantener, operar y ejecutar las misiones, no incluyen muchos otros gastos, entre ellos los derivados de la retirada del servicio de las armas caducadas y del de deshacerse del material declarado inservible. Tampoco incluyen las pensiones ni el costo de los cuidados médicos asociados con el retiro de sus operadores.
En 2012, un informe de una comisión de alto nivel dirigida por el ex visepresidente del Estado Mayor Conjunto, general James Cartwright concluyó que “no se ha presentado ninguna razón sensata en favor del uso de las armas nucleares para solucionar ninguno de los principales problemas que enfrentamos en el siglo XXI [entre ellos] amenazas de países fuera de la ley, estados fallidos, proliferación [sic], conflictos regionales, terrorismo, ciberguerra, crimen organizado, trafico de drogas, desplazamientos de refugiados por conflictos armados, epidemias o cambio climático. De hecho, en última instancia podría decirse que antes bien se han convertido en parte del problema que en alguna solución”.
Lógicamente, para el conjunto de las corporaciones implicadas en los programas nucleares de Estados Unidos, esto carece de importancia. De hecho, mantienen en activo elaboradas operaciones de lobbying para apoyar la continuación de contratos de fabricación de armas nucleares, En un estudio de 2012 realizado para el Centro de Política Internacional, Bombs vs. Budgets: Inside the Nuclear Weapons Lobby, William Hartung y Christine Anderson informaron de que, en relación con las elecciones de ese año, los 14 principales contratistas donaron cerca de tres millones de dólares directamente a los legisladores del Congreso. No debe sorprender que la mitad de esta suma fuera a parar a los miembros de las cuatro comisiones o subcomisiones claves que controlan el gasto destinado a las armas nucleares.
En 2015, la industria de la defensa movilizó un pequeño ejército de por lo menos 718 lobbyistas y repartió más de 67 millones de dólares para presionar en el Congreso para conseguir incrementos en el gasto relacionado con las armas. Entre los principales contribuyentes estaban las corporaciones con importantes contratos para armas nucleares, entre ellos Lockheed Martin, Boeing y General Dynamics. Estas presiones pro-nucleares se vieron ayudadas por contribuciones y presión por parte de las empresas relacionadas con los misiles y los aviones que, en principio, no son del ramo nuclear. Sin embargo, algunos de los sistemas que producen estas empresas son de uso dual (convencional y nuclear), es decir, un vigoroso programa de armamento nuclear amplía su mercado potencial.
La presión continua de los legisladores republicanos para recortar los programas sociales en Estados Unidos es un mecanismo decisivo para asegurar la disponibilidad de fondos federales provenientes de los impuestos para que sean destinados a los lucrativos contratos militares. Para los 35.000 millones de dólares anuales o más que el contribuyente estadounidense pondrá en ese armamento satisfaciendo así los mezquinos intereses de un reducido número de empresas, el beneficio es el miedo a un futuro apocalíptico. Después de todo, a diferencia de los grupos de presión del resto de corporaciones, el de las armas nucleares (y del mismo modo los dólares del contribuyente de EEUU) pone en riesgo de rápida extinción la vida en la Tierra, ya sea por la destrucción directa producida por un holocausto atómico o por la drástica reducción de la luz solar que llega a la superficie terrestre como consecuencia de una especie de invierno nuclear que seguiría a un enfrentamiento nuclear. De momento, el complejo de las corporaciones nucleares está escondido entre nosotros, sus asignaciones presupuestarias y fondos blindados contra el escrutinio público y sus proyectos apenas percibidos. Esta es la fórmula para el desastre.
Jonathan Alan King es profesor de biología molecular en MIT y presidente de la Comisión por la Abolición Nuclear de la organización Peace Action de Massachusetts.
Richard Krushnic fue gerente de préstamos inmobiliarios y analista de contratos de vivienda y negocios del Departamento de Desarrollo Barrial de Boston. Hoy día está trabajando en desarrollo comunitario en América latina.
Fuente: http://www.tomdispatch.com/blog/176047/
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