jueves, 6 de agosto de 2015

La indigestión que viene



Le Monde diplomatique

Traducido del francés  por Caty R.

Una carcasa artificial cae sobre la cadena de producción de una fábrica aséptica. Recubierta de una espesa pasta blanca que sale de un brazo metálico, a continuación pasa por una máquina que le da aspecto de un pollo bien cebado al que habrían cortado la cabeza y las patas. Tras unas pulverizaciones de colorante, el «ave» está empaquetada lista para la venta. Estas imágenes, extraídas de la película L’Aile ou la Cuisseuna comedia popular en la que Louis de Funès interpreta a un crítico gastronómico en guerra contra un gigante de la restauración colectiva, presentaban en 1976 un carácter estrafalario propio para suscitar hilaridad.
Cuarenta años después la realidad supera a la ficción y la risa se congela. La comida anodina expedida rápidamente ha sustituido los platos sabrosos en las mesas de los hogares y restaurantes. Productos que no tienen nada de naturales invaden las estanterías de los supermercados: tomates y fresas insípidos, productos de invierno y de verano de invernaderos recalentados a golpe de abonos y fungicidas, platos preparados con «minerai de bœuf», una mezcla de carne, piel, grasa y vísceras en la que se esconden a veces pedazos de caballo, pizzas cubiertas de sucedáneo de queso que tiene la apariencia de queso auténtico pero no contiene una gota de leche. Y lo mismo las pequeñas croquetas de pollo bautizadas «nuggets», cuyo método de fabricación parece salido directamente de la película de Claude Zidi: se trata en realidad de una pasta de ave recompuesta, endurecida con pan rallado y después pasada a la freidora.
Todos esos productos han llegado a las estanterías sin encontrar resistencia. No porque a los consumidores les apetezcan particularmente los productos químicos, sino porque tienen ventajas económicas, hay mucha oferta y no hay alternativas. Según una idea que mantienen ampliamente las multinacionales agroalimentarias –y negada por numerosos estudios (1)- sería imposible alimentar a todo el mundo con productos frescos y sanos a un precio razonable. Por lo tanto hay que adaptarse a la ganadería y la agricultura extensivas, a la utilización de pesticidas y piensos, a la estandarización de los productos y a no ver más que inconvenientes para la democratización de la alimentación. Por otra parte está el enriquecimiento de los promotores de comida basura, ese ingenioso medio de producción que ha hecho bajar la parte del presupuesto que un hogar francés dedica a la alimentación del 40,8 % en 1958 al 20,4 % en 2013 (2).
Sin embargo la alimentación barata tiene un coste –social, sanitario, medioambiental- cada vez más visible a medida que los hábitos de consumo de los países occidentales se extienden por todo el mundo. Para ofrecer productos a bajo precio, el complejo agroindustrial rompe los salarios y precariza a millones de trabajadores: las frutas y verduras vendidas por los grandes distribuidores (de donde sale el 70 % de las rentas alimentarias en Francia) son cosechadas por trabajadores temporeros o emigrantes clandestinos infrapagados, transportadas por conductores que no cuentan las horas y vendidas por dependientes con sueldos mínimos. Además los productos industriales, ricos en grasas saturadas, azúcar y sal, son particularmente calóricos. Consumidos en cantidades importantes –como nos invita la publicidad- favorecen el sobrepeso y la obesidad y por lo tanto la difusión de enfermedades como el colesterol, la diabetes y la hipertensión. 200.000 estadounidenses mueren anualmente de enfermedades vinculadas al índice de grasa corporal. A escala mundial, el número de personas con sobrepeso (alrededor de 1.500 millones de personas), supera al de personas desnutridas (alrededor de 800 millones). Así un segundo problema de la nutrición viene a añadirse al problema del hambre.
Deforestación, contaminación de las capas freáticas, empobrecimiento de los suelos y destrucción de la biodiversidad: el productivismo alimentario tiene finalmente consecuencias funestas sobre el medio ambiente. Solo la industria de la carne acapara el 78 % de las tierras agrícolas del planeta, es responsable del 80 % de la deforestación de la Amazonia y del 14,5 % de las emisiones de gas invernadero causadas por el hombre. Sabiendo que hacen falta 15.000 litros de agua y siete kilos de cereales para producir un kilo de carne de vacuno y que por ejemplo en Francia se consumen 3.000 kilos al minuto, es fácil hacer el cálculo…
Para detener el choque ecológico en cadena, algunos plantean acelerar la huida hacia adelante científica. Biólogos y genetistas han conseguido carne sintética, totalmente fabricada en laboratorio, y huevos artificiales concebidos sin gallinas. Pero otros, siempre más numerosos, proponen el regreso a una agricultura local, respetuosa con el medio ambiente y emancipada de las grandes cadenas de distribución. Sin embargo esta solución está reservada a una minoría de la población que puede permitirse el lujo de alimentarse correctamente sin tener que recortar otros gastos esenciales. Las clases populares en su mayoría se hallan cautivas de los productos del agronegocio. Así, la lucha por la alimentación es tanto política como social: permitir que todas las personas dispongan de los medios para acceder a una alimentación de calidad.
(1) Véase por ejemplo « Le droit à l’alimentation, facteur de changement » (PDF), informe final, Organización de las Naciones Unidas, Nueva York, enero de 2014.
(2) Bajo la dirección de Olivier Wieviorka, La France en chiffres de 1870 à nos jours, Perrin, Paris, 2015 ; « Les comptes de la nation en 2013 » (PDF), Instituto Nacional de Estadística y de Estudios Económicos. París, mayo de 2014.
Fuente: http://www.monde-diplomatique.fr/mav/142/BREVILLE/53396


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