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Poco a poco está quedando en evidencia que los actuales extractivismos avanzan en un contexto de creciente violencia. Esto no es una exageración: se apela a distintas formas de violencia para imponerlos y protegerlos, y es cada vez más frecuente que la movilización ciudadana quede también atrapada en ella.Esta deriva no puede resultar sorpresiva. Tengamos presente que el avance de los extractivismos por medio de emprendimientos tales como la megaminería a cielo abierto, la explotación petrolera en la Amazonia, o los monocultivos, tienen enormes impactos sociales, económicos, territoriales y ambientales.
Esos efectos son de tal envergadura, que muchas comunidades locales se oponen a ese tipo de explotación de los recursos naturales. Eso obliga a que los promotores de esos emprendimientos, sean empresas o gobiernos, deben presionar cada vez más para poder imponerlos. En unos casos eso resulta en una violencia de baja intensidad, pero persistente, como puede ser acallar a los líderes ciudadanos, lanzar campañas de descrédito contra grupos sociales, o criminalizar sus movilizaciones.
En otros casos, los niveles de violencia escalan hacia una mayor intensidad. Eso ocurre cuando los promotores de los extractivismos apelan a la policía o a militares para aplastar la movilización ciudadana, dejando detrás un saldo de heridos o muertos. Entre los ejemplos más conspicuos está Perú, donde bajo el gobierno de Ollanta Humala, ya han muerto 60 personas en conflictos sociales (los tres más recientes debido a las protestas contra el proyecto minero Tía María, lo que llevó a declarar el estado de sitio en esa zona en mayo de 2015). En otros casos, son sicarios los que asesinan a líderes locales, como ha ocurrido en Colombia o Brasil.
Este tipo de casos son muy conocidos en casi todos los países latinoamericanos. Pero se están sumando otras situaciones, más complejas y en buena medida paradojales. Como muchos actores, desde analistas a empresarios, pero sobre todo los gobiernos, han insistido tanto pero tanto en difundir los mitos de extractivismos como fuente de enormes riquezas económicas y bienestar, hay amplios sectores que se lo han creído. Entre los convencidos están los que abandonaron sus prácticas rurales para lanzarse a la minería, comunidades que hicieron tratos con petroleras o agricultores familiares que se endeudaron para comprar la nueva tecnología de la soja. Algunos de ellos consiguieron aumentar sus ingresos económicos en tiempos de altos precios de las materias primas.
Pero eso también contribuyó a fomentar otro tipo de violencias, donde unos grupos se enfrentaban a otros por acceder, por ejemplo a un yacimiento minero. Se generaron así situaciones muy complejas, donde comunarios se enfrentan unos contra otros, los que quieren más minería contra los que la rechazan, o mineros que invaden predios de otros mineros, y a todo esto se le agrega el accionar de la policía o fuerzas de seguridad privadas vinculadas a las empresas. Casos emblemáticos fueron los duros enfrentamientos entre grupos locales alrededor de la mina Mallku Khota, o las peleas por controlar el yacimiento de oro de Arcopongo, ambos en Bolivia.
Por si esto fuera poco, se siguen agregando procesos. La caída de los precios de las materias primas hace que muchos despierten de sus sueños económicos, y como la sombra de la pobreza regresa, algunos salen a protestar a las calles, se movilizan y exigen que los gobiernos les compensen de alguna manera ante la caída de los mercados globales. Están reclamando por aquellas promesas de riqueza y bienestar que les hicieron, y a veces recurren a la violencia. Los gobiernos, a su vez, reaccionan como casi siempre lo han hecho, también respondiendo con su propia violencia. Esto está ocurriendo en estos días en Bolivia, con la movilización de grupos ciudadanos y cooperativistas mineros desde Potosí hacia la ciudad de La Paz, que ha terminado en varias refriegas con la policía. Ocurrió en el pasado reciente en Perú, con las movilizaciones de mineros informales o ilegales de oro amazónico. En una y otra situación estamos frente a algo así como un extractivismo popular que le reclama al gobierno más extractivismo o en su lugar compensaciones económicas directas.
Todas estas situaciones muestran que, por distintas vías, los extractivismos generan y potencian la violencia. Desde el Estado se ha apelado repetidamente a ese recurso para imponer emprendimientos que, si se hubieran cumplido seriamente las evaluaciones ambientales, las consultas ciudadanas, o la contabilización de sus reales costes económicos, nunca hubieran sido aprobados. Hay comunidades que han resistido como han podido a ese empuje, sufriendo esa violencia, viviendo la cotidianidad de una “política” violentista. Por ello hay veces que recurren también a la violencia, o bien porque han sido acorraladas, o bien porque ese es el tipo de política que han visto por décadas. A medida que ahora se suman los que quieren todavía más extractivismos, las caídas hacia la violencia se potencian.
La primera responsabilidad ante estas situaciones no está en los movimientos sociales, sino en el Estado. Este ha insistido en presentar a los extractivismos como una segura forma de crecimiento económico y reducción de la pobreza, como actividades de escasos impactos y seguros beneficios, despreciando a quienes alzan sus voces de alerta. El Estado ha sembrado extractivismos, y lo ha hecho intensamente y durante años, apelando repetidamente a la violencia. Por ello ahora está cosechando violencias, tanto las suyas propias, debido a sus limitaciones en cuestiones que van desde la cobertura a los derechos humanos al censurable desempeño de sus fuerzas de seguridad, como las de otros, sea por oponerse a los extractivismos como por querer todavía más.
Todo esto deja en claro que los actuales extractivismos no pueden ser separables de esas dinámicas de la violencia. No existe algo así como un extractivismo neutro o inofensivo. Son emprendimientos que están inmersos a veces es una violencia disimulada o muy focalizada, como por ejemplo hostigar a las ONGs, pero que en otros momentos deben ser impuestos con toda la fuerza que les otorgan los despliegues policiales o militares. De una u otra forma la violencia siempre está allí, y termina afectando sobre todo a los más débiles, las comunidades locales, y entre ellos en especial a grupos campesinos o indígenas. De nada sirve ocultar estos vínculos, y por el contrario, reconocer esta estrecha relación es una condición indispensable para pensar cualquier alternativa. Desmontar esa espiral de la violencia sólo es posible si se inicia un serio proceso de transición de salida a la dependencia extractivista.
Eduardo Gudynas es investigador en el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES).
Fuente: http://www.alainet.org/es/articulo/171271
Esos efectos son de tal envergadura, que muchas comunidades locales se oponen a ese tipo de explotación de los recursos naturales. Eso obliga a que los promotores de esos emprendimientos, sean empresas o gobiernos, deben presionar cada vez más para poder imponerlos. En unos casos eso resulta en una violencia de baja intensidad, pero persistente, como puede ser acallar a los líderes ciudadanos, lanzar campañas de descrédito contra grupos sociales, o criminalizar sus movilizaciones.
En otros casos, los niveles de violencia escalan hacia una mayor intensidad. Eso ocurre cuando los promotores de los extractivismos apelan a la policía o a militares para aplastar la movilización ciudadana, dejando detrás un saldo de heridos o muertos. Entre los ejemplos más conspicuos está Perú, donde bajo el gobierno de Ollanta Humala, ya han muerto 60 personas en conflictos sociales (los tres más recientes debido a las protestas contra el proyecto minero Tía María, lo que llevó a declarar el estado de sitio en esa zona en mayo de 2015). En otros casos, son sicarios los que asesinan a líderes locales, como ha ocurrido en Colombia o Brasil.
Este tipo de casos son muy conocidos en casi todos los países latinoamericanos. Pero se están sumando otras situaciones, más complejas y en buena medida paradojales. Como muchos actores, desde analistas a empresarios, pero sobre todo los gobiernos, han insistido tanto pero tanto en difundir los mitos de extractivismos como fuente de enormes riquezas económicas y bienestar, hay amplios sectores que se lo han creído. Entre los convencidos están los que abandonaron sus prácticas rurales para lanzarse a la minería, comunidades que hicieron tratos con petroleras o agricultores familiares que se endeudaron para comprar la nueva tecnología de la soja. Algunos de ellos consiguieron aumentar sus ingresos económicos en tiempos de altos precios de las materias primas.
Pero eso también contribuyó a fomentar otro tipo de violencias, donde unos grupos se enfrentaban a otros por acceder, por ejemplo a un yacimiento minero. Se generaron así situaciones muy complejas, donde comunarios se enfrentan unos contra otros, los que quieren más minería contra los que la rechazan, o mineros que invaden predios de otros mineros, y a todo esto se le agrega el accionar de la policía o fuerzas de seguridad privadas vinculadas a las empresas. Casos emblemáticos fueron los duros enfrentamientos entre grupos locales alrededor de la mina Mallku Khota, o las peleas por controlar el yacimiento de oro de Arcopongo, ambos en Bolivia.
Todas estas situaciones muestran que, por distintas vías, los extractivismos generan y potencian la violencia. Desde el Estado se ha apelado repetidamente a ese recurso para imponer emprendimientos que, si se hubieran cumplido seriamente las evaluaciones ambientales, las consultas ciudadanas, o la contabilización de sus reales costes económicos, nunca hubieran sido aprobados. Hay comunidades que han resistido como han podido a ese empuje, sufriendo esa violencia, viviendo la cotidianidad de una “política” violentista. Por ello hay veces que recurren también a la violencia, o bien porque han sido acorraladas, o bien porque ese es el tipo de política que han visto por décadas. A medida que ahora se suman los que quieren todavía más extractivismos, las caídas hacia la violencia se potencian.
La primera responsabilidad ante estas situaciones no está en los movimientos sociales, sino en el Estado. Este ha insistido en presentar a los extractivismos como una segura forma de crecimiento económico y reducción de la pobreza, como actividades de escasos impactos y seguros beneficios, despreciando a quienes alzan sus voces de alerta. El Estado ha sembrado extractivismos, y lo ha hecho intensamente y durante años, apelando repetidamente a la violencia. Por ello ahora está cosechando violencias, tanto las suyas propias, debido a sus limitaciones en cuestiones que van desde la cobertura a los derechos humanos al censurable desempeño de sus fuerzas de seguridad, como las de otros, sea por oponerse a los extractivismos como por querer todavía más.
Todo esto deja en claro que los actuales extractivismos no pueden ser separables de esas dinámicas de la violencia. No existe algo así como un extractivismo neutro o inofensivo. Son emprendimientos que están inmersos a veces es una violencia disimulada o muy focalizada, como por ejemplo hostigar a las ONGs, pero que en otros momentos deben ser impuestos con toda la fuerza que les otorgan los despliegues policiales o militares. De una u otra forma la violencia siempre está allí, y termina afectando sobre todo a los más débiles, las comunidades locales, y entre ellos en especial a grupos campesinos o indígenas. De nada sirve ocultar estos vínculos, y por el contrario, reconocer esta estrecha relación es una condición indispensable para pensar cualquier alternativa. Desmontar esa espiral de la violencia sólo es posible si se inicia un serio proceso de transición de salida a la dependencia extractivista.
Eduardo Gudynas es investigador en el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES).
Fuente: http://www.alainet.org/es/articulo/171271
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