miércoles, 17 de junio de 2015

Cómo arruinó la humanidad la lucha contra el cambio climático


Por Bill McKibben
Si los historiadores tienen algún día que explicar de qué modo consiguió la humanidad arruinar la lucha contra el cambio climático, no tendrán más que fijarse en la junta de accionistas celebrada en el cuartel general de Exxon Mobil en Dallas. La junta tuvo lugar dos días después de que Tejas hiciera trizas todos los registros […]
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Si los historiadores tienen algún día que explicar de qué modo consiguió la humanidad arruinar la lucha contra el cambio climático, no tendrán más que fijarse en la junta de accionistas celebrada en el cuartel general de Exxon Mobil en Dallas.
La junta tuvo lugar dos días después de que Tejas hiciera trizas todos los registros conocidos de precipitaciones de lluvia  — y casi los doblara en algunos casos — y mientras las autoridades seguían buscando a las familias que se había llevado por delante después de que los ríos rebasaran con mucho sus anteriores marcas. Mientras Rex Tillerson, de Exxon Mobil — el alto ejecutivo mejor pagado de la empresa de combustibles fósiles más rica del planeta— realizaba su intervención, aumentaba el total de víctimas de la ola de calor en la India y circulaban por Internet las fotos de las aceras de Delhi derritiéndose literalmente. Entretanto, las imágenes por satélite mostraban las imágenes de la capa de hielo de la barrera Larsen B [plataforma que se extiende a lo largo de la costa oriental de la península antártica] al borde de la desintegración.
¿Y cómo reaccionó Tillerson? Quitándole importancia al cambio climático y mofándose de las energías renovables. Para ser concretos, afirmó que “el tiempo inclemente” y el aumento del nivel del mar, “pueden haber sido algo inducido por el cambio climático o no”, pero que, en cualquier caso, podría desarrollarse la tecnología para enfrentarse a cualquier problema. “La humanidad dispone de esta enorme capacidad de habérselas con la adversidad y esas soluciones se irán presentando a medida que esos desafíos vayan quedando claros”, declaró.
Pero aparentemente esas soluciones no incluyen, digamos, el viento y el sol. Exxon Mobil no invertiría en energías renovables, afirmó Tillerson, porque las tecnologías limpias no son lo bastante rentables y dependen de mandatos del gobierno que (notable elección la de los términos) “no son sostenibles”. Olvidó mencionar el informe de la semana anterior del no muy radical Fondo Monetario Internacional que detallaba los 5,3 billones [sic] anuales de dólares en subsidios para el sector de combustibles fósiles.
En definitiva, una presentación triste y despreciativa por parte de un hombre al que le pagan casi 100.000 dólares al día y cuya empresa gasta 100 millones diarios buscando más petróleo y gas aunque los científicos afirmen sencillamente que no podemos quemar la mayoría de los combustibles fósiles que ya hemos localizado sin que ello tenga devastadoras consecuencias.
Si algo bueno puede salir de la actuación de Tillerson, es que rompa para siempre la idea de que con el “compromiso del accionista” con empresas como Exxon Mobil puede conseguirse algo. En los últimos años, a medida que el movimiento de desinversión ha ido ganando ímpetu, algunas universidades, gobiernos y organizaciones religiosas han ido en contra de esta tendencia de deshacerse de sus inversiones en estas empresas anunciando en cambio que persuadirían a estas para que hicieran ellas lo correcto. Muchos de quienes esperan “comprometerse” de este modo son funcionarios locales y de los estados.
Así por ejemplo, la tesorera del estado de Vermont, Beth Pearce ha desoído repetidas llamadas a la desinversión, aunque las acciones de combustibles fósiles hayan tenido mal rendimiento en el mercado general. “Prefiero un compromiso constructivo allí donde tenemos un asiento a la mesa”, afirmó recientemente. “Estamos logrando que se oiga nuestra voz”. El gobernador de Vermont, Peter Shumlin (demócrata), sigue la misma cantinela: la desinversión no es la “herramienta más afinada del instrumental”, declaró, después incluso de que inversores más sofisticados, de la Universidad de Oxford a la obra filantrópíca de los Rockefeller, anunciaran que habían abandonado esa clase de compromisos y estaban recurriendo a la desinversión (respecto a los Rockefeller, recuérdese, Exxon Mobil fue antaño el negocio de la familia; si no podían ellos “comprometerse” con éxito, es que nadie puede).
Pero Pearce decidió de todos modos hacer algo respecto a Exxon Mobil. Afirmó adelantándose a la reunión de accionistas que la diversificación de la empresa más allá del petróleo y el carbón era “completamente inadecuada”. ¡Ayayay, una declaración de guerra! Sus esfuerzos para hacer que la empresa se impusiera metas sobre las emisiones de gases de invernadero apenas sí le han conseguido el 10 % de los votos.
Este tipo de esfuerzos no está destinado a ejercer presión sobre Exxon Mobil. Todos los años surgen las mismas resoluciones y se vota en contra de ellas. Están destinadas en cambio a quitarles la presión de encima a funcionarios como Pearce y Shumlin, que no quieren ofender a Wall Street con la desinversión.
El compromiso puede ser una estrategia sensata para presionar a las grandes empresas a fin de que encaren la forma en que gestionan su negocio. Krispy Kreme, por ejemplo, anunció recientemente que mejoraría su labor a fin de asegurarse de que su aceite de palma  procede de una fuente sostenible, debido a que los consumidores organizaron una buena a causa de la tala de los bosques tropicales. Pero eso sucede porque Krispy Kreme elabora donuts, no aceite de palma; cuando se trata de cuestiones referidas a  negocios centrales, dice Bevis Longstreth, antiguo miembro de la Comisión de Bolsa y Valores, ese compromiso supone lo mismo que “tratar de convencer a Philip Morris para que deje de fabricar cigarillos o a Johnnie Walker de que abandone sus destilerías”. Será, dijo “con toda seguridad, un empeño descabellado”. Rex Tillerson ha demostrado tener razón.
Afortunadamente, cada vez hay más inversores que abandonan esta farsa. Esta semana la junta de la Universidad de Georgetown votó a favor de vender todas sus inversiones en carbón, y el fondo soberano de inversión de Noruega, el mayor grupo de fondos de inversión del mundo, anunció que haría otro tanto. Y esto se produjo justo después de que la Universidad de Edimburgo hiciera público que retiraría sus inversiones en carbón y petróleo de arenas bituminosas. La Universidad de Washington hizo lo propio y la Universidad de Hawaii fue aún más allá y anunció que vendía todas sus participaciones en combustibles fósiles. Dos días después, la mayor aseguradora de Francia, AXA, declaró que se desharía de su cartera de carbón.
Esas medidas importan. La desinversión no hará directamente que Exxon Mobil se mueva, eso es imposible; la empresa está atrincherada y algún otro habrá que compre simplemente sus acciones cuando se vendan. Pero la desinversión minará el poder político del sector, tal como sucedió hace una generación cuando la cuestión era África del Sur y emprendieron acciones cientos de universidades, de iglesias y gobiernos locales y de los estados. En palabras de Desmond Tutu, Premio Nobel de la Paz, que contribuyó a hacer de punta de lanza del impulso anti-apartheid, “no sólo podíamos aplicar presión económica sobre una situación injusta sino también presión moral”. La desinversión es una herramienta para cambiar el espíritu de los tiempos, de modo que llegue antes el día en que los más ricos y poderosos ya no puedan mofarse de las energías renovables y quitarle importancia al cambio climático.

Bill McKibben es un conocido medioambientalista estadounidense, especialmente respetado por sus escritos sobre el cambio climático y fundador de la organización 350.org. Actualmente es «Schumann Distinguished Scholar» en el Middlebury College, en Vermont.
Traducción para www.sinpermiso.info: Lucas Antón
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