La sociedad moderna se torna cada vez más compleja al tomar recursos de la naturaleza de modo creciente y desechar a la misma una gran cantidad de residuos. El proceso está alterando los ecosistemas y el propio funcionamiento de los ciclos biogeoquímicos, pero a diferencia de civilizaciones pasadas, el sistema actual de producción depreda los recursos y produce entropía (energía y materia disipada) a una velocidad nunca antes registrada en la historia del ser humano.
Los efectos de tal dinámica son múltiples, desde el inequívoco cambio climático y la destrucción de la capa de ozono, a la trasgresión de los límites del ciclo del nitrógeno y del fósforo, la acidificación de los océanos, la ruptura del ciclo del agua con miles de represas, el intenso cambio de uso del suelo, la pérdida de biodiversidad, entre otros.
Los cambios que nos colocan en la actual coyuntura son producto de relaciones sociales, productivas y de poder específicas. Se puede argumentar que en general hay una mayor responsabilidad histórica de parte de los países metropolitanos puesto que en la periferia, en promedio, poco menos de la mitad de la población, no tiene hoy día acceso ni siquiera a las más básicas innovaciones producto de la modernidad (e.g. energía suficiente, agua de calidad, servicios de saneamiento o médicos, ya no se diga de telecomunicaciones, entre otros).
La responsabilidad es pues diferenciada, entre naciones como entre sus propios habitantes. El fenómeno es en gran medida resultado del metabolismo social capitalista en tanto que la naturaleza es funcionalizada o supeditada a las dinámicas de acumulación de capital más allá de cualquier otra consideración de tipo social, ambiental o cultural, de ahí que no en pocas ocasiones promueva esquemas que desde la perspectiva de la vida son irracionales, despilfarradores y destructivos. Y es que el desarrollo en el actual sistema de producción es prácticamente entendido como crecimiento económico, mismo que requiere de una constante y creciente transformación de la naturaleza y de la explotación del trabajo, esto es, de ciclos ampliados de producción-circulación-consumo.
En tal sentido, a la par de una mayor acumulación de capital, atestiguamos un acelerado aumento del metabolismo social. Los datos sugieren que entre 1900 y el 2000, cuando la población creció cuatro veces, el consumo de materiales y energía aumentó en promedio hasta diez veces; el incremento del consumo de biomasa en 3.5 veces, el de energía en 12 veces, el de metales en 19 veces y el de materiales de construcción, sobre todo cemento, unas 34 veces (Krausmann et al, 2009).
Para el 2010 las estimaciones rondaban las 60 mil toneladas de materiales al año y unos 500 mil petajoules de energía primaria (Weisz y Steinberger, 2010). El 10% de la población mundial más rica acaparaba entonces el 40% de la energía y el 27% de los materiales (Ibid).
Mientras el grueso de tal población se ha concentrado en las últimas décadas en EUA, Europa Occidental y Japón, en contraparte, las regiones que principalmente han abastecido el mercado mundial de recursos naturales han sido América Latina, África, Medio Oriente, Canadá y Australia. China, Corea del Sur, Malasia e India se colocan como importadores netos de recursos en los últimos años.
Lo anterior advierte un futuro próximo socioambientalmente inquietante pues las proyecciones para las próximas décadas precisan un consumo creciente y marcadamente desigual. De seguir sin cambio alguno, el aumento en la extracción de recursos naturales podría triplicarse para el 2050, mientras que si se opta por un escenario moderado, el aumento sería en el orden del 40% para ese mismo año (esto es unas 70 mil toneladas en total) (UNEP, 2011: 30). Mantener los patrones de consumo del año 2000, implicaría por el contrario, que los países metropolitanos disminuyan su consumo entre 3 a 5 veces, mientras que algunos “en desarrollo” lo tendrían que hacer en el orden del 10% – 20% (Ibid).
El extractivismo visto desde la región
La dinámica extractivista en curso no sólo responde al rol asignado a la periferia en la división internacional del trabajo, sino a un aumento mundial en la demanda de materiales y de energía debido al crecimiento poblacional y sobre todo a causa del aumento en los patrones de consumo de una clase media y alta mundial cada vez más despilfarradora. También es producto de la actual coyuntura económica que ha estimulado que buena parte de los ahorros y la especulación -incluyendo los fondos de pensiones, dígase canadienses- se dirijan a las industrias de la energía, los metales y minerales. A lo anterior se suma la visualización del agotamiento de las reservas de algunos materiales, en particular de aquellas de más fácil acceso y por tanto cuya extracción es más rentable.
Es un esquema en el que, sin embargo, las exportaciones de recursos naturales de América Latina son cada vez más baratas, tanto socioambiental como económicamente (muestran una tendencia histórica de su valor a la baja) [2]
Situaciones de despojo de tierra y agua, de violación al derecho de consulta y otros derechos humanos básicos, y hasta el asesinato de líderes han sido constantes en los movimientos de afectados ambientales de la región, pero también de la periferia en general.
El debate sobre la securitización de los recursos naturales, con toda la amplitud de aspectos que vincula, se coloca, por tanto, como un asunto de trascendencia que se mantendrá en la agenda latinoamericana, tanto de parte de las elites de poder extranjeras y sus socios regionales, como de los proyectos alternativos de nación, pero también de los pueblos. Más cuando se considera que la crisis económica retroalimenta la crisis ambiental.
Desde el punto de vista de los movimientos sociales, el debate puede ser reducido por algunos actores a un asunto sobre el derecho universal a un medio ambiente sano que es vital para la vida, pero de fondo, lo que está en juego no es sólo eso, sino sobre todo la definición de cómo los pueblos han de relacionarse con la naturaleza y cómo han de gestionar su autonomía.
Con las características socioeconómicas de América Latina, los límites sociales de tolerancia ante esquemas de creciente saqueo son cada vez menores. Ello ha tornado la lucha ambiental en una lucha de clase, de diversas tipologías de actores, lenguajes y expresiones, operando a distintas escalas espaciales y cada vez más bajo esquemas de redes de redes. Algunos son antisistémicos, otros se visualizan como ecologistas, otros sólo no están de acuerdo con un proceso o esquema expoliador particular. En cualquier caso, el rechazo es patente. Estamos pues ante un momento complejo, de crisis e intensa disputa, pero al mismo tiempo de oportunidad para idear, debatir y construir nuevos paradigmas, “otros desarrollos”, con profunda mirada histórica y crítica aguda, que en términos básicos sean socio-ambientalmente más armónicos y justos, que se piensen desde el decrecimiento biofísico (del menor uso posible de materiales y de energía), que se alejen del extractivismo como fundamento e incluyan otras dimensiones humanas más allá de la exclusivamente material, y que desde luego operen bajo genuinas cuotas de poder social.
Gian Carlo Delgado Ramos
Investigador del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades de la UNAM.
Publicado en la revista Alai: Extractivismo: contradicciones y conflictividad, nº 473, marzo de 2012.
Bibliografía Básica
NOTAS:
[1] Considerando 1876 como año base, la caída en 1913 fue del 15%. Al cierre del siglo XX, se duplicaba la pérdida de valor en tanto que era alrededor del 70% con respecto al año base.
[2] Consúltese la página del Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales.
madalbo@gmail.com
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