Puede asfixiar en lugar de inspirar, devorar en lugar de alimentar. La diferencia es solo una cuestión de prioridades, límites, escalas y poder
Llamamos fuego a la oxidación rápida y violenta de un material. Libera luz y calor. Para que haya fuego es preciso que haya combustible, calor y oxígeno.
El sol es la fuente de luz y calor natural, pero ya hablaremos del sol en otro momento. El fuego también da luz y calor. En la naturaleza surge de forma esporádica. Su origen está en los rayos, la lava, las cenizas de los volcanes o la acción directa del Sol.
El fuego natural es una de las fuerzas motoras para la evolución de las plantas y el desarrollo de la vegetación en algunos ecosistemas. Hay semillas que duermen en el suelo hasta que el fuego las hace germinar y comunidades arbustivas que se desprenden de sus residuos cada cierto tiempo a través del fuego.
Los homínidos utilizaron conscientemente el fuego desde hace 400.000 años. Al principio recolectaban brasas que recogían de los incendios provocados por rayos. Conservaban el fuego añadiendo palitos constantemente. El fuego calentaba, ahuyentaba a los depredadores, hacía comestibles alimentos difícilmente digeribles en crudo y endurecía herramientas y armas.
Hace 10.000 años, los seres humanos se emanciparon de los rayos y aprendieron a encender y controlar el fuego. Un poco más tarde aprendieron a hacerle más vivo insuflándole oxígeno con fuelles. Cada vez más deprisa, fueron apareciendo los hornos, las forjas, las fundiciones, las centrales térmicas y nucleares… Creo que se puede decir de una forma rigurosa que las revoluciones científica y tecnológica tienen su origen en la capacidad de obtener fuego a voluntad y controlar la combustión.
La relación entre humanos y fuego es también la historia de la energía, la de los bosques y la tierra. Annie Proulx narra magistralmente en El bosque infinito cómo sería el relato de los últimos trescientos años si la contaran los árboles. Cuando los árboles no fueron bastante, les tocó el turno a los bosques enterrados cientos de millones de años antes. El trabajo acumulado, en este caso de la naturaleza, en forma de petróleo o carbón, fue el motor que posibilitó la acumulación del capital y la irrupción humana –de algunas sociedades humanas– a escala masiva y planetaria en el paisaje y en los equilibrios y ciclos naturales.
El manejo del fuego constituye un tema central de numerosas mitologías. En todas ellas se resalta su papel vital y a la vez letal, transformador y también destructor.
Hestia es la diosa griega vinculada al fuego en los hogares. Proporciona luz, calor, cocina y protección. No solo era responsable del fuego del hogar –la palabra ‘fuego’ procede del latín focus, que derivó en fogón, fogata y hogar–, sino también del fuego público, símbolo de la protección, cuidado, calor, abrigo, alimento y luz en la ciudad.
Es hija de Cronos y Rea y hermana de Zeus. A pesar de ser una de las principales diosas de la religión griega pocas veces aparece en los relatos mitológicos. Se cuenta que no toma posición en combates y guerras. Formaba parte del consejo de los doce dioses pero cedió su lugar a Dionisio para que no la liase parda dándose codazos con los otros dioses y diosas para conseguir el sillón. Nunca se metía en las disputas entre los dioses y los hombres. Parece que Homero nunca habló de ella. Era una diosa pacífica e invisible.
Teodora, que ya murió, se crió en un pueblo al que no llegó la electricidad hasta los 70. Contaba que lo primero que hacía su madre al levantarse era atizar los rescoldos del día anterior y reavivar el fuego. Después, iba sacando brasas y las colocaba al lado, en la horna, un hoyo de la chimenea. Allí ponía el cocido –la comida de todos los días– que se iba haciendo lentamente mientras trabajaba como una mula en el resto de las tareas, en la casa y en el campo. La madre le enseñaba a Teodora cómo había que hacer para criar brasas. También era una mujer invisible. No conozco ni su nombre.
Criar las brasas. Una buena manera de llamar a esa tarea cíclica, cotidiana, inacabable que sostiene la civilización y la política de las vidas concretas. Una tarea invisible que no se puede dejar de hacer.
El fuego puede asfixiar en lugar de inspirar, devorar en lugar de alimentar. La diferencia es solo una cuestión de prioridades, límites, escalas y poder. Y estos los marcan quienes se adueñan y del trabajo de las invisibles.
Prometeo robó el fuego a Hefesto, el dios herrero que fabricaba las armas de los dioses, y se lo regaló a los humanos. Vio que todos los animales estaban equipados con plumas, pelo, garras o picos, y los seres humanos eran frágiles, vulnerables y estaban desnudos. Les enseñó a controlarlo y a manejarlo y les preparó para enfrentarse a los animales y la naturaleza hostil. Les capacitó para declarar la guerra a los dioses y los límites que imponían.
No lo supieron usar bien. A pesar de que Zeus estaba enfadadísimo con Prometeo, se compadeció al ver el caos destructivo en el que se habían metido los humanos manejando el fuego sin sabiduría, y envió a Hermes, el dios mensajero, con dos virtudes políticas, aidos y diké, para que se pudiesen organizar sin matarse entre ellos. Zeus le indicó a su mensajero que les diese de su parte una ley: “Que a quien no sea capaz de participar de aidos y diké, lo expulsen como una enfermedad de la ciudad”.
Aidos es la humildad, el pudor, la consciencia de vulnerabilidad y dependencia, el respeto. Díke es el sentido recto de la justicia. Consciencia de vulnerabilidad, inmanencia, de necesitarse unos a otros, y justicia fue lo que Zeus dio a los seres humanos para que no se autodestruyeran.
A la distancia que separa a Hestia y a quienes crían las brasas de los guerreros y mercaderes del fuego podemos llamarla patriarcado.
Al abismo que separa el fuego que protege, cuida, alimenta, abriga, calienta e ilumina, del fuego que extrae, reseca, agota, contamina y mata, podemos llamarlo capitalismo, colonialismo, explotación y ecocidio. Aunque algunos lo llaman progreso.
Llamamos incendio a un fuego no controlado que puede abrasar algo que no estaba destinado a quemarse. La economía mundializada, desigual y sin límites es un incendio. Por donde pasa –mina, macrogranja porcina, megaurbanización o macrocompejo turístico– no vuelve a crecer la hierba. No tiene como prioridad cuidar, proteger y honrar la vida. Destruye lo pequeño, lo local y aliena toda forma de existencia. Según va extendiéndose, expulsa más trozos de vida.
Una parte pequeña de la población usa el fuego contra el resto de la vida. La guerra ya no es una continuación de la política por otros medios. La forma de producir, de consumir, informar y de vivir es, de facto, una guerra violenta.
Incendios
En los últimos cincuenta años, la temporada de incendios de Estados Unidos se ha hecho dos meses y medio más larga. Los diez años con más fuegos registrados han transcurrido a partir de 2000.
En 2017, ardió en Groenlandia una superficie diez veces mayor que en 2014; en Suecia en 2018 ardieron los bosques del círculo ártico y hubo un enorme incendio en la frontera entre Rusia y Finlandia.
En Australia, en 2019 murieron veintiséis personas y mil millones de animales, sin contar insectos, ranas, peces, murciélagos o invertebrados. Miles de personas tuvieron que abandonar sus casas y ser evacuadas. Son expulsadas y migrantes climáticas del mundo rico.
En 2018 noventa y nueve personas murieron en los incendios de Grecia de 2018. Veintiséis de ellas murieron abrazadas en Mati. Tan solo les faltaban treinta metros para llegar al mar pero no les dio tiempo. Alcanzadas por las llamas solo pudieron poner a las criaturas en el centro y abrazarse alrededor de ellas.
O que arde nos llevó al corazón de esa tierra de roble sólido y de eucaliptos pirófilos, una tierra verde y, a la vez, abrasada. Galicia. Dicen que Galicia no arde, que la queman. Benedicta era la madre que mantenía el fuego del hogar, el huerto, las vacas, el bosque y al hijo que volvía de la cárcel. Benedicta echaba palitos para mantener toda una forma de vida que desaparece, que está amenazada. Hay más cosas que arden sin que tengan arder.
El fuego ha borrado la memoria de lugares y paisajes. Los libros, el arte y los registros de muchas culturas han sido arrojadas –y lo son aún– a las llamas. Miles de mujeres –ni siquiera las han contado– fueron quemadas en tribunales civiles y religiosos acusadas de brujas, un feminicidio masivo que tuvo el visto bueno de algunos de los pensadores modernos. Los crematorios nazis, el Ku-Klux Klan, los incendios en los asentamientos de inmigrantes en Lepe, los barrios gitanos de Nápoles, los templos e iglesias de diferentes confesiones… La casa de la anciana de Reus sin nombre, a la que habían cortado la electricidad, que ardió, con ella dentro, al incendiarse su colchón con la vela que le daba luz.
Incendios. Fuegos que aniquilan vidas que no tenían que arder.
La guerra más terrible es un incendio lanzado desde el cielo.
Santiago Alba Rico en Ser o no ser (un cuerpo) recoge la descripción que hace Bob Caron, artillero de cola del Enola Gay –el B-29 que lanzó la bomba atómica sobre Hiroshima: “Una columna de humo asciende rápidamente. Su centro muestra un terrible color rojo. Todo es pura turbulencia. Los incendios se extienden por todas partes como llamas que surgiesen de un enorme lecho de brasas. Comienzo a contar los incendios: uno, dos, tres cuatro, cinco seis, catorce, quince,… es imposible. Son demasiados para poder contarlos. Aquí llega la forma de hongo de la que nos había hablado el capital Parsons. Es como una masa de melaza burbujeante. El hongo se extiende. Crece más y más. Está casi a nuestro nivel y sigue ascendiendo. Es muy negro pero muestra cierto tinte violáceo muy extraño. La base del hongo se parece a una densa niebla atravesada por un lanzallamas. La ciudad debe estar debajo de todo eso”.
Sí. La ciudad estaba debajo.
En el momento de la explosión, dice Rafael Poch: “Se creó una bola de fuego de centenares de miles de grados centígrados. Entre tres y diez segundos después de la explosión, esa enorme emisión de calor quemó y destrozó los órganos internos de quienes estuvieron expuestos a ella en el radio de un kilómetro. La onda expansiva de la explosión fue devastadora. Generó un huracán de 120 kilómetros por segundo que llegó hasta once kilómetros de distancia. La onda desnudó a la gente, arrancó las tiras de su piel quemada, fracturó los órganos internos de algunas víctimas y clavó en sus cuerpos fragmentos de vidrios y otros escombros. En un radio de tres kilómetros, el 90% de los edificios fueron completamente destruidos o se desmoronaron”.
Bien entendida, la política es el cuidado de la gente y de lo común que inevitablemente les une. Pero hay quien encuentra humana y bella la guerra.
Marinetti, el poeta que inspiró a Mussolini escribió en 1909 el Manifiesto Futurista: “Queremos cantar el amor al peligro y a la temeridad; afirmamos que la magnificencia del mundo se ha enriquecido con una nueva belleza, la belleza de la velocidad. Un coche de carreras con su capó adornado con gruesos tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo… un automóvil rugiente, es más bello que la Victoria de Samotracia; queremos ensalzar al hombre que lleva el volante, cuya lanza ideal atraviesa la tierra; queremos glorificar la guerra –única higiene del mundo– el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los libertarios, las bellas ideas por las cuales se muere y el desprecio de la mujer; queremos destruir los museos, las bibliotecas, las academias de todo tipo, y combatir contra el moralismo, el feminismo y contra toda vileza oportunista y utilitarias; cantaremos al vibrante fervor nocturno de las minas y de las canteras, incendiados por violentas lunas eléctricas; a las estaciones ávidas, devoradoras de serpientes que humean; a las fábricas suspendidas de las nubes por los retorcidos hilos de sus humos; a los puentes semejantes a gimnastas gigantes que husmean el horizonte, y a las locomotoras de pecho amplio, que patalean sobre los rieles, como enormes caballos de acero embridados con tubos, y al vuelo resbaloso de los aeroplanos, cuya hélice flamea al viento como una bandera y parece aplaudir sobre una masa entusiasta. Es desde Italia que lanzamos al mundo este nuestro manifiesto de violencia arrolladora e incendiaria”.
A comienzos de 1991, el comandante de un ala de cazabombarderos norteamericanos a su regreso del ataque contra la capital iraquí declaraba: “Era tremendo, Bagdad estaba iluminada como un árbol de Navidad. No se me acababa la adrenalina. Eran muchísimas las bombas que explotaban. Ha sido un despliegue inmenso”. El capitán Stephen Tate, piloto de un F-15, describía así el momento de derribar un avión enemigo a cuarenta kilómetros: “Se convirtió en una gran bola de fuego. Fue muy excitante. Me sentí muy bien. Nunca había tenido esta experiencia”.
Guernica es la gran obra que representa el horror ante la muerte industrial.
Manuel Borja Villel y Rosario Peiró abordan la cuestión del fuego caído desde el aire de una forma, a mi juicio, excepcional, en la introducción del libro que acompañó la exposición Piedad y terror en Picasso en el Museo Reina Sofía: “Guernica es el Calvario moderno, agonía de la ruinas de la ternura y la fe humanas. Es un gran espejo donde la historia moderna se descubre a sí misma en la máxima expresión de su derrota. Pero no es la derrota del Ejército Rojo o del bando republicano. Es la derrota del proyecto ilustrado. Guernica como testimonio de las pretensiones emancipadoras truncadas”.
Explican que en Guernica, Picasso muestra cómo la reproducción de la vida humana queda expuesta a una amenaza mortal. La escena del cuadro es un cuarto que se derrumba. Las víctimas civiles como protagonistas, las que están en tierra cuando llega el fuego lanzado desde arriba. Guernica es un cuadro de mujeres y animales. Las mujeres y los animales son víctimas por igual. Chillan, lloran y estallan en llamas.
El fuego de la acumulación y la guerra contra el fuego del hogar. En el cuadro de Picasso muere la vida, asesinada por esa máquina de fuego que no es producto de la razón y la ética hermanadas, sino de la barbarie.
Más de un millón de años para que los homínidos perdieran el miedo al fuego, medio millón más para aprender a encenderlo, miles de años para aprender a aplicarlo y controlarlo, unos decenios para que quienes creen tenerlo dominado lo quemen todo.
Denunciamos una racionalidad instrumental y contable, pirómana e incendiaria, que planifica, contabiliza y decide sin pisar la tierra, que desatiende y se despreocupa de lo que se quema por el camino.
Queremos, como dice Nathaniel Rich “llamar a las amenazas del futuro por su nombre; villanos a los villanos; héroes a los héroes, víctimas a las víctimas y cómplices a nosotras mismas”.
Queremos llamar política a la voluntad de alimentar hogueras que calientan, nutren, iluminan y protegen.
Queremos que salgan de la invisibilidad quienes las mantienen, que disputen el fuego a los parásitos que aprietan botones sin tener ni idea de las consecuencias que tiene su leve movimiento de dedo y también a los asesinos que los aprietan conociéndolas muy bien.
Queremos una ciencia y un conocimiento volcadas en aprender a usar el fuego con prudencia, cuidado y justicia.
Queremos compartir con otros y otras la primera línea, no de fuego, sino de vida.
Jorge Riechmann, uno que lleva decenios echando palitos a la hoguera, lo dice mucho mejor:
“Me atravesó la línea de fuego.
Se buscan desertores cotidianos
de las viejas normas, de las costumbres viejas.
Se buscan desertores de la violencia, del patriarcado, del cinismo.
De la resignación. Del juicio empedernido. Del aparejo de humillar
y del tibio hábito de ser humillado.
Del pesebre multivitamínico para animales mansos.
Se buscan profesionales de la fuga.
Así canto en voz baja
la perseverancia admirable del desertor
al criar a un niño, preparar la comida,
desplazarse en ciudad o buscar trabajo.
Canto contra mí mismo, tan cobarde
que no deserto prácticamente nunca.
Se buscan submarinistas menos duchos
en nadar guardando la ropa.
Se buscan profesionales de la fuga.
Me atravesó la línea de fuego.
Alumbradme, desertores de la muerte”
O hacer como los bebés que se tapan los ojos y se creen que nadie les ve, o desarrollar estrategias e iniciativas que derriben los muros de lo que, ahora mismo, se considera políticamente factible. Cualquier escala –la casa, el barrio, el pueblo, el sindicato, el museo, la escuela…– es buena.
Podemos esperar a que el sufrimiento sea insoportable o anticipar, prevenir, autolimitarnos, defendernos y construir. Nadie espera a que el bebé que gatea meta los dedos en el enchufe y le dice luego que eso no se hace. Cuidar es velar para que lo que no tiene que arder, no arda.
Cuenta Galeano que “un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo. A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida. Y dijo que somos un mar de fueguitos. El mundo es eso – reveló–. Un montón de gente, un mar de fueguitos”.
Y es que la pasión política, el amor por la vida y por la gente, es también fuego.
Yayo Herrero es activista y ecofeminista. Antropóloga, ingeniera técnica agrícola y diplomada en Educación Social.
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