Joaquim Sempere
Releído treinta años después el Manifiesto ecosocialista [1] de 1989 aparece como un documento importante no sólo porque es un aviso —un enésimo aviso— de los daños globales de la sociedad industrial, sino también porque liga muy convincentemente el diagnóstico y las propuestas ecologistas con un diagnóstico y unas propuestas socialistas muy bien razonadas a la vista del fracaso del socialismo del siglo XX.
En él encontramos todos los grandes temas de la crisis ecológica, apuntalados por una selección acertada de datos. Y, a diferencia de las declaraciones meramente “ecologistas”, estos temas se entrelazan eficazmente con los grandes temas de la crítica de la civilización industrial capitalista y patriarcal: crítica socialista de la injusticia social y la alienación; crítica feminista del patriarcado y sus formas modernas; crítica del autoritarismo desde una defensa del “libre desarrollo de la personalidad”; crítica de un sistema económico que pone las necesidades y aspiraciones humanas al servicio de la acumulación de riqueza monetaria privada; crítica de las desigualdades en general y de la opresión y el saqueo del Sur del planeta; crítica de la impotencia para controlar una deriva que lleva a la humanidad al desastre.
También encontramos vías de salida, en la segunda parte (“Cómo actuar”). Pero esta parte no entra en detalles, sino que expone grandes tendencias y propuestas. Se pueden retener las siguientes. 1) No hay que contar con un improbable vuelco global del productivismo, las catástrofes no son previsibles a corto plazo ni deseables: hay que pensar más bien en reformas “fuertes” y en actuar sin esperar. 2) La complejidad social es difícil de gestionar. 3) Hace falta optar por la no violencia y contra las guerras. 4) Es preciso apelar a la democracia y a la responsabilidad de la ciudadanía. 5) Si hay voluntad política, son posibles cambios importantes en pocos años. 6) Conviene refundar un sistema de protección social de nuevo tipo, “comunitario y autoadministrado” (una sociedad ecosocialista debería revisar los mecanismos de protección social del actual estado del bienestar para conservar sus inestimables ventajas adaptándolos a un contexto económico probablemente más desmercantilizado y comunitario). 7) Otro imperativo es recurrir a reconversiones industriales; reglamentar y prohibir cuando sea preciso; y resistir frente al ahondamiento de la destrucción y frente al mal uso de las técnicas. 8) El Manifiesto alerta oportunamente contra las ilusiones de una automatización alienante, generadora de paro y destructora de la cohesión social. 9) Es obligado reflexionar incesantemente pero rehuyendo toda teoría general que pretenda —como en épocas anteriores— dar respuesta a todo: es de celebrar que el Manifiesto exhiba un razonable eclecticismo como protección frente a doctrinarismos peligrosos.
El Manifiesto merece hoy, por todo ello, un aplauso y una relectura. Para desarrollar y actualizar su mensaje hace falta, ante todo, examinar qué es lo que ha cambiado en estos treinta años y hasta qué punto afecta a las conclusiones.
El Manifiesto se redactó en plena era gorbachoviana, cuando aún parecía posible una evolución del régimen soviético hacia una democracia socialista. Pero la historia ha desmentido sus esperanzas. Los regímenes comunistas o bien, como en Rusia, han dado paso a un capitalismo declarado y autoritario, o, como en China y Vietnam, se han transmutado en sistemas también capitalistas (con libertad de mercado y propiedad privada) manteniendo un régimen político autoritario de partido único que sigue llamándose “comunista”. Estos últimos países —que podemos denominar de “capitalismo rojo”— han emprendido una dinámica que ha aportado mejoras materiales en la vida de cientos de millones de personas, pero que acentúa la depredación del medio natural y puede acelerar el agravamiento de la situación ecológica del planeta. Las evoluciones de Rusia y los países de su órbita, por un lado, y de China y Vietnam, por otro, han eliminado —o han debilitado fuertemente— las expectativas de preservar y transformar al menos algunas instituciones socialistas como instrumentos susceptibles, en esos países, de promover un abandono controlado del productivismo hacia la sostenibilidad ecológica.
Otra realidad nueva es la visibilidad manifiesta de los límites del planeta, con la aparición de conceptos como la “huella ecológica” y la “apropiación humana de la producción primaria neta” que permiten cuantificar los impactos humanos sobre la biosfera y la corteza terrestre, contribuyendo a mejorar las previsiones de los daños y sus posibles remedios. La huella ecológica —cuyo registro mundial y por países se viene efectuando desde hace un par de decenios mediante la Global Footprint Network, una red de científicos de más de un centenar de países— permite evaluar con una relativa precisión la distancia de la humanidad respecto a los límites de sostenibilidad (límites que, según esos cálculos, se superaron a finales del decenio de 1960). También se conocen mejor las circunstancias y ritmos del agotamiento de los recursos naturales, que se pueden clasificar en tres grandes categorías: 1) combustibles fósiles, 2) metales y otros recursos del subsuelo, como los fertilizantes minerales, y 3) tierras fértiles para la producción agroalimentaria, víctimas de contaminación, erosión y acaparamiento para usos no alimentarios o para una cabaña ganadera sobredimensionada. Con la hipótesis de Hubbert sobre el “pico del petróleo” (ampliamente aceptada como teoría por su eficacia predictiva, y no sólo para el petróleo sino para otros recursos, no solo energéticos) el agotamiento de los combustibles fósiles se perfila en un horizonte cuantificable de pocos decenios. Cálculos solventes basados en las mejores fuentes disponibles sitúan hacia 2060 el agotamiento conjunto de carbón, gas y petróleo. En lo que respecta a los minerales metálicos, el primer inventario mundial se hizo en 1952 en el informe Paley, encargado por el presidente Truman de los Estados Unidos. Desde entonces los inventarios se han hecho más exhaustivos y fiables, y dibujan también un horizonte de agotamiento que se cuenta en pocos decenios para muchos de los metales hoy necesarios para las sofisticadas técnicas utilizadas en la industria.
Hace treinta años se sabía que todo esto suponía una amenaza, pero no aparecía en primer término. Hoy la percepción de los límites en estos tres ámbitos se agudiza con las manifestaciones ya indiscutibles del cambio climático. Como es sabido, el cambio climático se debe sobre todo a la quema de combustibles fósiles. Y la substitución —ineluctable— de los combustibles fósiles por fuentes renovables de energía topará con la escasez de metales en la corteza terrestre en el supuesto de que se quiera seguir utilizando las cantidades desmesuradas de energía que requiere el sistema productivo actual. La reducción del transporte, que gasta la mitad de la energía usada por la especie humana, tendrá efectos enormes, dado el actual volumen del comercio mundial y del turismo, poniendo en crisis la compleja organización social del espacio y la división del trabajo a escala mundial, obligando a reestructurar las actividades humanas sobre la base de la proximidad (relocalización, al menos parcial, frente a globalización). Los efectos de este hecho —que el Manifiesto no previó— van a ser considerables. El propio modelo agroalimentario actual, dependiente del petróleo y de los minerales que contienen nutrientes (fósforo, nitrógeno, calcio y potasio, sobre todo), y por tanto también del transporte, puede resultar colapsado —si no al cien por cien, sí al menos en proporciones que afecten a miles de millones de personas en el mundo—. Dicho con otras palabras: hoy estamos más cerca del colapso socioecológico, y mucha gente lo percibe. El agotamiento de los combustibles fósiles va a ser un detonante.
El avance en precisión y fiabilidad de las previsiones ha dado vigor a una propuesta, la del decrecimiento. Si los recursos de la Tierra son finitos y si estamos cerca de sus límites o los hemos superado ya, es obligado detener el crecimiento e incluso revertirlo hasta un nivel de sostenibilidad. Esta idea no es nueva. Ya Georgescu-Roegen había advertido de los límites en los años sesenta; en 1972 el informe Meadows Límites al crecimiento le había dado una fundamentación matemática a escala mundial; Herman Daly había preconizado un estado estacionario como imperativo ineludible. A finales del siglo XX la idea de decrecer aparece como un movimiento que propone asumir voluntariamente una austeridad “convivial” antes de tener que afrontar crisis catastróficas debidas a una dinámica imparable que conduce a la imposible reproducción social del actual modelo técnico-económico por falta o escasez de recursos naturales.
Esto marca una diferencia notable entre nuestra situación y la de hace treinta años. La transición ecológica se ha convertido en una necesidad colectiva más imperiosa y una tarea urgente. De esta importante mutación histórica, la transición energética a un modelo 100% renovable se anuncia como la medida más inmediata y urgente por una razón de peso: los combustibles fósiles y el uranio se agotarán en la segunda mitad del siglo XXI, y no habrá más remedio que emprender esa transición. De hecho, ya está en marcha en muchos países. En el Manifiesto se observaba que el capitalismo del momento vacilaba entre dos opciones: la neoliberal y la ecokeynesiana, ambas incapaces de rectificar la dinámica ecosocial. Se apuntaba, como alternativa, una salida postcapitalista radical que quedaba formulada en términos teóricos e imprecisos. El problema es que hoy se nos acaba el tiempo y ya no se puede esperar. Hace falta actuar. La opción ecokeynesiana gana credibilidad, como revela el movimiento del Green New Deal —inspirado en el programa keynesiano de Roosevelt de los años treinta— que emerge en Estados Unidos y la Unión Europea, lo cual avala la capacidad de previsión del Manifiesto. Pero la dificultad para imponer un Nuevo Trato Verde a un capitalismo agresivo y seguro de sí mismo es evidente.
De paso, se advierte que está cobrando hoy una verosimilitud inquietante otra salida, el ecofascismo, que el mismo texto mencionaba pero descartaba en su momento (“el capitalismo, incapaz actualmente de imponer una dictadura ‘ecofascista’, vacila entre dos opciones [la neoliberal y la ecokeynesiana]”). Hoy algunos dirigentes coquetean con una salida autoritaria de este tipo, que no se puede descartar en absoluto. De hecho, las opciones hoy disponibles han dejado de ser las mismas. La salida neoliberal se confunde cada vez más con la ecofascista. De modo que la alternativa es más bien: o neoliberalismo ecofascista o ecokeynesianismo como vía hacia un ecosocialismo. La agudización de las tensiones empuja hacia una ruptura (o serie de rupturas) como vía para librarse del productivismo oligárquico y abrir las puertas a una sociedad ecológicamente sostenible y socialmente equitativa.
El acortamiento del tiempo disponible tras treinta años perdidos obliga, además, a algunas correcciones de las propuestas prácticas enunciadas en el Manifiesto. La principal, a mi entender, es la consideración del papel de las catástrofes: “Los ecosocialistas rechazamos la idea de que las catástrofes espontáneas o provocadas engendran las revoluciones más deseables” (114). Hoy, en cambio, se tiene la sensación de que el orden socioeconómico imperante es tan compacto e inconmovible que sólo podrá resquebrajarse gracias a fuertes sacudidas que obliguen a reaccionar, tanto a los poderes instalados como a la ciudadanía. Y se anuncia como una sacudida ineludible el agotamiento de los combustibles fósiles. Si se llega a su agotamiento sin haber culminado la transición energética a las renovables, tendrán lugar fuertes conmociones sociales hoy impensables. Algo parecido puede decirse de los restantes aspectos de la crisis ecológica general, y en particular del modelo agroalimentario. El Manifiesto tiene razón cuando dice que las catástrofes no engendran las revoluciones más deseables: el fascismo de los años treinta en Europa como resultado de la crisis de 1929 parece ilustrarlo. Pero no se vislumbran otros fenómenos distintos de shocks y catástrofes capaces de quebrar rutinas y automatismos y abrir paso a soluciones radicalmente innovadoras. La única respuesta razonable al peligro parece ser la de prepararse para salir de las catástrofes anunciadas con alternativas constructivas, ecológicas y solidarias. Al fin y al cabo si la crisis de 1929 dio el fascismo en Europa, dio también el New Deal rooseveltiano en Estados Unidos, la política más izquierdista implantada jamás en ese país.
Ahora bien, los partidarios del ecosocialismo hemos de ser conscientes de que el New Deal verde, si se impone, va a ser un compromiso interclasista bajo hegemonía del gran capital, como lo fue en su momento el New Deal de Roosevelt. Seguramente será la única vía practicable para salir del fosilismo, y habremos de apoyarlo e implicarnos en él (con nuestros propios objetivos democráticos frente a las tendencias capitalistas de crecimiento sin freno y generadoras de desigualdad). Pero la escasez creciente de recursos naturales pondrá tarde o temprano sobre la mesa la necesidad de abandonar la tendencia —también en un capitalismo verde— a acumular sin límites. Si las fuerzas ecosocialistas no son capaces de tomar el relevo, puede abrirse una época de graves conflictos sociales e internacionales en torno a unos recursos menguantes.
El propio Manifiesto, pese a rechazar las catástrofes como vía deseable, anticipa un período convulso y, de algún modo, reconoce el valor de las rupturas sociales, resultando perfectamente actual: “Consideramos que la ruptura tendrá que ser una transformación compleja y prolongada de un modo de producción y de vida para acceder a otros. Esta transformación es en gran medida imprevisible. No tendrá sin duda un ritmo uniforme, sino que pasará por fases de estancamiento —vale decir, compromisos relativamente estables entre las fuerzas contendientes—, aceleraciones y, quizás, regresiones. Conflictiva por necesidad, podrá entrañar al mismo tiempo desapariciones, continuidades e innovaciones. En algunos momentos tal vez coexistan varios modos de producción” (114).
Otra corrección aconsejable del texto es revisar su crítica del estatalismo y su adhesión a la perspectiva de una “extinción del estado” (96). Aunque es del todo suscribible la perspectiva de desarrollar una ciudadanía activa, responsable, integral, solidaria y creativa (117 y ss.) que incline la balanza más hacia la sociedad civil que hacia el estado, la magnitud y urgencia de las tareas que acometer y el poderío del adversario aconsejan contar con un instrumento tan potente de intervención como es el estado, que se legitima, en las democracias, como instrumento de la ciudadanía en tanto que poder público frente a los poderes privados.
El Manifiesto contiene multitud de ideas sumamente interesantes de cara a la transformación sociometabólica y política que requiere la situación actual del mundo. Por eso es tan recomendable su lectura atenta. Algunas voces aducen que ya es tarde para evitar el hundimiento de la vida civilizada. Pero ¿qué proponen quienes sostienen augurios de este tipo? ¿La simple espera pasiva? Incluso ante los peores augurios, nunca faltará la gente que, contra todo pronóstico, apueste por salidas positivas y luche por una alternativa constructiva y solidaria con la hipótesis de que otro mundo es posible; un mundo donde valga la pena vivir. Es a esta gente a quien debemos apoyar. El Manifiesto Ecosocialista ofrece una base sólida para esa salida.
Nota:
[1] Los números entre paréntesis remiten a las páginas de la edición de la revista mientras tanto, n.º 41 (verano de 1990).
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