jueves, 30 de mayo de 2019

Escapar de la extinción a través de un cambio de paradigma




Nafeez Ahmed
Insurge Intelligence

Traducido por Eva Calleja





Tiendas de familias desplazadas en un asentamiento en Badghis, Afganistán, debido a la sequía continua y el cambio climático. Hay miles de viviendas improvisadas entre las colinas montañosas de las afueras de la ciudad de Qala-i-naw (NRC/Enayatullah Azad)
El mes pasado, como periodista y académico, he experimentado una extraña sensación de parálisis.
No me siento así normalmente. Normalmente me encuentro empujado por la presión de querer cubrir con la justicia debida un espectro completo de crisis que se cruzan y de soluciones potenciales.
Pero este mes, viendo el espectáculo de locura política desarrollándose en Washington, Londres y Bruselas, mientras el caos y el sufrimiento continúan en Venezuela, Yemen, Israel-Palestina, Siria, Nigeria y en otras partes del mundo, he experimentado algo que no había sentido en mucho tiempo. Una sensación de agotamiento total. De futilidad. De cansancio.
Ver las noticias se ha convertido en algo parecido a entrar en un ring psicológico donde te golpean repetidamente hasta que caes al suelo, roto, ensangrentado, inerte: sin esperanza.
No me puedo imaginar que esta sea una sensación especialmente única. Pero quería compartirla contigo porque esto es común a todos. Común a lo largo y ancho de las divisiones cada vez más profundas que están desgarrando nuestras sociedades. No importa a qué lado de esa división nos encontramos, la sensación de parálisis y de impotencia se está desarrollando de una manera tangible en los procesos políticos de los que estamos siendo testigos.
La sensación de parálisis no es, por tanto, solo un artificio psicológico. Es una experiencia interna de la disfunción sistemática que se está desarrollando en el mundo. Es un reflejo del estado del colapso que están sufriendo nuestras instituciones democráticas actuales mientras demuestran que son completamente incapaces de responder y de resolver la complejidad de las crisis mundiales convergentes que están intrínsecamente interconectadas.
Como ocuparse del “otro” se ha convertido ahora en el escollo que define la política occidental contemporánea. Está claramente reflejado en la parálisis del gobierno británico y su parlamento frente al proceso del Brexit; la parálisis del gobierno estadounidense en relación al “muro” de la administración Trump; el inexorable sentimiento popular anti-“Otros” que se extiende por toda Europa; hasta el punto de que el fracaso del orden actual para resolver crisis internas ha llevado al resurgimiento de nuevas formas de política extrema, inspirada por el nativismo y los rechazos nacionalistas a grupos de personas considerados “extranjeros” y parasitarios.
Dentro de este paradigma, la expulsión del “Otro” es la solución final. Este es el modelo de existencia en el que para que unos ganen otros tienen que perder. No hay suficiente para compartir, así que necesitamos acumular para nuestros todo lo que sea posible. Más crecimiento, pero solo para “nosotros”, porque “Ellos” nos están quitando el trabajo.
Pero rugiendo bajo la superficie de esta obsesión por el “Otro” hay un problema más profundo que encontramos más difícil de abordar: el hecho de que el sistema de vida que nos hemos construido y del que muchos de nosotros piensa que está siendo socavado por demasiados de “Ellos”, está ya colapsando por sí mismo.
Los medios han informado sobre el último y alarmante informe de la Plataforma Intergubernamental de Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos (IPBES). El informe concluye que la civilización humana está destruyendo sistemáticamente sus propios sistemas que sustentan la vida, resultando en la extinción en masa potencial de al menos un millón de especies animales y vegetales.
El motor de esta destrucción es el paradigma del “crecimiento infinito” de nuestra economía mundial, un paradigma que ha visto poblaciones humanas y ciudades crecer exponencialmente por todo el mundo, lo que lleva a un crecimiento exponencial del consumo de recursos, materias primas, alimentos y energía.
La expansión acelerada de la civilización industrial, tal y como la conocemos, ha devastado los ecosistemas naturales, llevando al declive de numerosas especies que son cruciales para un funcionamiento saludable y continuado de los servicios naturales que proporcionan alimentos, polinización y agua limpia, esenciales para sostener nuestra propia civilización.
Si continuamos por este camino, la actual destrucción de la naturaleza, los bosques y los humedales, se dañará fatalmente la capacidad de la Tierra para renovar el aire respirable, producir tierra fértil y agua potable.
El informe es con diferencia el más completo que tenemos sobre cómo el colapso de la biodiversidad conlleva en última instancia al colapso de la civilización humana. Pero no es en absoluto el único estudio que confirma nuestra trayectoria actual.
En febrero, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) emitió su propia evaluación completa de 91 países, alertando de que las técnicas agrícolas actuales estaban destruyendo la biodiversidad necesaria para sustentar la producción mundial de alimentos.
Según el informe, de las 7.745 variedades locales de ganado en el mundo, el 26 por ciento está en riesgo de extinción; casi una tercera parte de las poblaciones de peces está sobreexplotada, y más de la mitad ha alcanzado su límite de sostenibilidad; y un 24 por ciento de las casi 4.000 especies de alimentos silvestres –principalmente plantas, peces y mamíferos– está disminuyendo en abundancia (un número que posiblemente sea mucho mayor debido a la falta de datos).
Otro informe que vio la luz este mes del Fondo Mundial de la Naturaleza y de la Red Global de la Huella Ecológica destaca como esta destrucción masiva y sistemática del medioambiente tiene su origen en la forma de vida basada en el consumo exagerado de recursos naturales: estamos creciendo por encima de nuestras posibilidades. Estamos tomando sin devolver nada a cambio.
El nuevo informe muestra cómo, si todas las personas del mundo consumieran al mismo nivel que los residentes de la UE en el lapso que va solo desde el 1 de enero al 10 de mayo, la humanidad habría usado lo que los ecosistemas del planeta habrían podido renovar en un año entero: esto significa que hubiéramos necesitado 2,8 planetas Tierra para permitir este nivel de consumo.
Así que hay algo que está fundamentalmente equivocado. Sin embargo, en su mayoría, nuestros líderes políticos están preocupados por los síntomas superficiales de esta crisis de la civilización, en lugar de estarlo por la crisis misma.
El informe global de la IPBES de NU, por ejemplo, confirma que en la actualidad el planeta está experimentando 2.500 conflictos por los combustibles fósiles, el agua, los alimentos y las tierras; conflictos que por lo tanto están directamente relacionados con el colapso actual de la biodiversidad.
Estos conflictos están ocasionando desplazamientos y migraciones masivas de personas en todo el mundo, que como consecuencia radicaliza las burocracias políticas y desencadena respuestas nacionalistas extremas.
Este mes, un nuevo estudio del Centro de Monitorización del Desplazamiento Interno (IDMC) del Consejo Noruego para los Refugiados (NRC) –presentado en la sede de la ONU en Ginebra– encontró que la cifra record de 41,3 millones de personas en el mundo están desplazadas dentro de sus propios países debido a conflictos y violencia. Esta cifra es la más alta que hemos tenido jamás, un aumento de más de un millón desde finales de 2017 y dos tercios más que el número global de refugiados.
El informe alerta de crisis específicas: los conflictos actuales en la República Democrática del Congo y Siria, la escalada de tensiones intercomunales en Etiopía, Camerún y en el Cinturón Medio de Nigeria, que en conjunto contribuyen a la mayoría de los nuevos 10,8 millones de desplazamientos.
Muchas de estos disturbios están directamente relacionadas con los efectos del cambio climático. En 2018, fenómenos climáticos extremos fueron responsables de la mayoría de los nuevos 17,2 millones de desplazados. Los ciclones tropicales y las inundaciones monzónicas produjeron desplazamientos masivos en Filipinas, China e India, la mayoría en forma de evacuaciones. California sufrió los incendios forestales más destructivos de su historia, que causaron el desplazamiento de cientos de miles de personas. La sequía en Afganistán desencadenó más desplazamientos que el conflicto armado, y la crisis del noroeste de Nigeria se agravó por las inundaciones que afectaron al 80 por ciento del país.
La conexión con el clima quedó subrayada en un importante informe publicado a principios de este año en Cambio Ambiental Global, que concluyó que el cambio climático jugaba un papel significativo en la migración y en las solicitudes de asilo desde 2011 a 2015, al producir graves sequías que originaron y agravaron conflictos.
Los conflictos existentes en Oriente Medio, en el oeste de Asia y en el África sub-sahariana se agravaron por las “condiciones climáticas”, que dieron lugar a que hasta un millón de refugiados desesperados se dirigieran a las costas europeas. Esta migración en masa, por supuesto, tuvo un papel crucial en la campaña por el Brexit en Gran Bretaña y en el resurgimiento del nacionalismo en toda Europa, Estados Unidos y otros países.
Para finales de este siglo, no será la migración lo que nos preocupe; será, si continuamos actuando como hasta ahora, un planeta inhóspito: una situación en la que nosotros, también, terminaremos siendo los Otros.
Y es aquí donde la pura futilidad de las respuestas de la política convencional –y del discurso político predominante– asoma su fea cabeza. Porque, por supuesto, que dejemos o no la Unión Europea no tendrá en sí mismo ningún efecto significativo en las principales causas sistémicas de las migraciones en masa. Tampoco lo tendrá si construimos o no un muro en la frontera de Estados Unidos con México.
Sin embargo, mientras el planeta arde bajo nuestros pies, nos preocupamos por cuestiones que esencialmente no ofrecen ninguna respuesta sustancial para abordar la crisis real, ante la cual, a todos los efectos, estamos ciegos.
No es sorprendente que siguiendo a la inspiradora Greta Thunberg, algunos no han visto más opción que tomar la calle organizándose en movimientos de protesta como Extinction Rebellion (ER). La esperanza es que una resistencia sostenible no violenta pueda forzar a los gobiernos a tomar las acciones urgentes necesarias para una rápida transición hacia unas sociedades libres de tiene de una grave carencia de pensamiento coordinado. No está fundado en una comprensión de la crisis climática como una crisis de sistemas, y por ello fracasa en unir explícitamente la acción climática con otros aspectos clave como son la austeridad, los alimentos, el agua, la política, la cultura y la ideología. Debido a esto, ER no supo atraer a la clase obrera y en gran medida bloqueó a las personas de color y a grupos de creencias diversas.
El otro fallo es que el objetivo de su acción –el gobierno nacional– puede que no haya entendido el asunto. Los gobiernos son simplemente nodos en un sistema de poder más amplio que está fuera de su control.
Es precisamente a través de los gobiernos que el sistema dominante, en las últimas décadas, ha construido cuidadosamente una resistencia especial contra el poder de las protestas en la calle. Es por esto que las grandes manifestaciones fracasaron en detener la guerra de Irak. Las doctrinas de contrainsurgencia perfeccionadas en escenarios de guerra han sido aplicadas cada vez más en el ámbito local para contrarrestar, interrumpir y neutralizar cualquier forma de protesta. El miedo al que una vez Samuel Huntington denominó la “crisis de la democracia” ha significado que los gobiernos se han dedicado a asegurar que las acciones de protesta directa tengan el menor efecto posible. Salir a la calle y esperar que aquellos en el poder hagan lo que nosotros queremos es, por tanto, una estrategia inviable.
Esto no quiere decir que ER no deba formar parte de una estrategia más amplia.
Pero ahora mismo no hay una estrategia más amplia, no hay una coordinación cruzada entre grupos y sectores para crear un entendimiento de la crisis en un nivel de sistemas, y por tanto permitir crear soluciones en ese mismo nivel. Y hay una razón principal. La respuesta que ve la “rebelión abierta” como la única forma de reacción factible es el resultado directo de un efecto de degradación de un sistema cuyo diseño completo es provocar impotencia y apatía en los ciudadanos.
Hemos sido entrenados para creer que votar de vez en cuando en sistemas parlamentarios es un acto democrático suficiente que sirve a nuestros intereses legítimos. Ahora sabemos que esto no es suficiente. Nuestras democracias no solo están rotas, sujetas a los intereses especiales de una red interconectada de energía, defensa, industria agraria, biotecnología, comunicaciones y otros conglomerados industriales dominados por una pequeña minoría.
Nuestras democracias están en un estado de colapso: son incapaces de enfrentarse a la complejidad sistémica de la crisis de la civilización. Mientras caen, están girando hacia el rechazo de sus propios valores democráticos y hacía un autoritarismo cada vez mayor –apuntalando nuestros estados de poder centralizados para mantener alejados a los “Otros” peligrosos y a los ciudadanos rebeldes. Y es normal que sintamos que la respuesta inmediata debe ser reaccionar ante este miserable fracaso. Sin embargo esta respuesta es una función del mismo sentimiento de impotencia y parálisis inducido por el sistema.
El problema es que las democracias liberales en su forma actual están en estado de colapso por una razón: son, en efecto, incapaces de enfrentarse a la complejidad sistémica de la crisis de la civilización. Ninguna resistencia no violenta dará a nuestras instituciones políticas la capacidad de enfrentarse a la crisis. Porque el problema es muchísimo más profundo.
Hasta que no abordemos la cuestión de transformar las fuerzas y las estructuras que sustentan el capitalismo neoliberal contemporáneo tal y como lo conocemos, el paradigma que define nuestra civilización global, estaremos hablando el lenguaje equivocado.
Pero incluso aquí, esta transformación no es simplemente una cuestión económica. Es una cuestión de todo nuestro paradigma de existencia. Y es aquí –en reconocer que la actual crisis que nos está reclamado no es simplemente una transformación fundamental de nuestras relaciones externas, sino que es simultáneamente coextensivo a nuestro ser interno– donde surge el camino de acción a seguir.
Durante los últimos 500 años más o menos, la humanidad ha erigido una civilización de “crecimiento infinito” sobre una tela de retales de visiones del mundo ideológicas, valores éticos, estructuras políticas y económicas, y comportamientos personales. Este es un paradigma que eleva la visión de los seres humanos a unidades materiales desconectadas, atomizadas y que compiten, que buscan maximizar su propio consumo material como el principal mecanismo de autogratificación. Este es el paradigma que define cómo vivimos nuestra vida cotidiana, y que constantemente interfiere en cómo terminamos gestionando las relaciones con nuestra familia y amigos, en nuestro lugar de trabajo, etc. Es el paradigma que ha consolidado nuestra trayectoria actual hacia la extinción en masa.
No se trata solo de sistemas externos. Se trata también de los sistemas internos de pensamiento con los que coexisten los externos, y a través de los cuales nos hemos encarcelado. Nuestro modelo mecánico y reduccionista de lo que creemos que significa ser humano necesita reescribirse totalmente.
Romper este paradigma requiere algo más que hacer demandas a instituciones rotas. Porque, pongamos nuestras cartas sobre la mesa y seamos enteramente honestos, para la gran mayoría de la gente blanca de clase media que participó en las protestas de ER, esto no es tan difícil de hacer. La mayor fisura aquí es que no requiere necesariamente de un acto de cambio transformador por parte de los mismos manifestantes.
Esto es lo que falta en nuestra respuesta ante la crisis de la civilización. Nuestras respuestas están basadas en pedir que cambie el “Otro”. Ya sea gobiernos, o filantropía o negocios; se trata de exigir cuentas a cualquiera menos a nosotros mismos. El problema está ahí fuera, y debemos gritar y pegarnos al suelo para conseguir que Ellos nos escuchen.
¿Cuándo nos vamos a dar cuenta de que Ellos somos Nosotros?
No es que no debamos protestar y exigir que cambien las instituciones. Pero más allá de eso, si somos realmente serios sobre este asunto, el mayor reto para cada uno de nosotros es trabajar en nuestras redes de influencia y explorar cómo podemos comenzar el cambio de las organizaciones e instituciones en las que estamos integrados.
Y eso significa basar nuestro esfuerzo en un marco de orientación completamente nuevo, uno en el que los seres humanos están inherentemente interconectados e integrados con la Tierra; en la que no estemos separados atomísticamente de la realidad en la que nos encontramos como jefes supremos tecnocráticos, sino que somos coautores de esa realidad, como partes individualizadas de una continuidad de ser.
Sea lo que sea que pase en el mundo, la crisis ahí afuera está demandando de cada uno de nosotros que nos convirtamos en lo que necesitamos ser, lo que realmente somos, y lo que siempre fuimos. Y sobre la base de esa renovación interna, llevar a cabo acciones radicales en nuestro propio contexto espacial para crear las semillas de un nuevo paradigma, aquí mismo y ahora mismo.
¿Cómo podemos cambiar algunos de los sistemas en nuestras escuelas, lugares de trabajo, lugares de recreo?¿Cómo podemos aprovechar los aprendizajes de nuestras prácticas personales y transformaciones como personas y unidades familiares, y trasladarlas a un trabajo con nuestras comunidades locales, para galvanizar un cambio desde la base en nuestro propio contexto local?¿Cómo podemos plantar las semillas de nuevas organizaciones, instituciones, negocios, estrategias políticas, a través de nuestros propios actos, incluso mientras exigimos a los ya existentes que actúen de urgencia y, sin embargo, esperando sin hacer nada hasta que ellos lo hagan, y negándonos a empezar por nosotros mismos?¿Cómo podemos, a través de todo esto, sembrar el reconocimiento de que la gran tarea está en construir un nuevo paradigma post-crecimiento, post-carbono, post-material?
No nos quedemos simplemente en la protesta. Construyamos nuestra propia capacidad como individuos y miembros de distintas instituciones para pensar y actuar de manera diferente dentro de nuestra propia consciencia y comportamiento, además de a través de la energía, los alimentos, el agua, la economía, los negocios, las finanzas. Haciendo eso, estamos plantando las semillas para el surgimiento de un nuevo paradigma de vida y de realidad que redefina la esencia misma de lo que significa estar vivo.
Esta es la conversación que necesitamos empezar a tener, desde nuestros consejos de dirección, nuestros ayuntamientos; para aquellos de nosotros que hemos despertado a lo que está en juego, la verdadera cuestión es, ¿cómo puedo movilizarme para construir un nuevo paradigma?

El doctor Nafeez Ahmed es editor fundador de INSURGE intelligence, un proyecto de periodismo de investigación financiado 100% por los lectores. Su último libro Failing States, Collapsing Systems: BioPhysical Triggers of Political Violence. Lleva 18 años ejerciendo el periodismo de investigación, primero para el Guardian ,  donde informó sobre la geopolítica de crisis sociales, económicas y medioambientales. Ahora informa sobre “cambio de sistemas globales” para Motherboard de VICE. Firma notas en The Times, Sunday Times, The Independent on Sunday, The Independent, The Scotsman, Sydney Morning Herald, The Age, Foreign Policy, The Atlantic, Quartz, New York Observer, The New Statesman, Prospect, Le Monde diplomatique, entre otros. Ha recibido el Premio Project Censored en dos ocasiones por sus artículos de investigación; en dos ocasiones ha aparecido en la lista del Evening Standard de los 1.000 londinenses más influyentes; ganó el Premio Nápoles, el premio literario italiano más prestigioso creado por el Presidente de la República. Nafeez es un académico interdisciplinar ampliamente publicado y citado que aplica el análisis de sistemas complejos al estudio de la violencia política y ecológica. Es Investigador Adjunto en el Instituto Schumacher


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