Por Francisco Aguayo
Como un gigantesco buque-tanque que enfrenta un mar plagado de icebergs, el sistema energético global parece haber comenzado a cambiar el rumbo. Pero la inercia en contra es enorme y en el cuarto de máquinas se resisten a reducir la velocidad. ¿Conseguirá el sistema transformarse, girar a tiempo y evitar la catástrofe? Mientras la burocracia […]
Como un gigantesco buque-tanque que enfrenta un mar plagado de icebergs, el sistema energético global parece haber comenzado a cambiar el rumbo. Pero la inercia en contra es enorme y en el cuarto de máquinas se resisten a reducir la velocidad. ¿Conseguirá el sistema transformarse, girar a tiempo y evitar la catástrofe?
Mientras la burocracia internacional del clima se prepara para iniciar a finales de abril las sesiones preparatorias de la Conferencia de Cambio Climático de Bonn en el marco del Acuerdo de Paris firmado en 2016, el consumo de combustibles fósiles en el mundo continúa su imparable tendencia ascendente. Para evitar un daño irreversible al clima del planeta la economía global debe transitar a una matriz energética distinta, reduciendo drásticamente las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI). A pesar del notable avance de las energías renovables y la eficiencia energética en algunos países, esa transformación enfrenta enormes resistencias. Lo más importante es que la industria petrolera mantiene su posición hegemónica en el sector energético desde la inexpugnable trinchera tecnológica, política y financiera que ha cavado en el cuarto de máquinas del sistema capitalista desde hace más un siglo.
Aunque existe gran incertidumbre sobre el volumen real de emisiones de GEI y de la capacidad de absorción de los mismos en bosques y océanos, hay certeza sobre ciertos umbrales de acción. Algunas estimaciones indican que la cantidad de GEI que puede emitirse sin producir cambios irreversibles en el sistema climático ronda los 1.000 giga toneladas de carbono. Las reservas conocidas de combustibles fósiles exceden varias veces ese “presupuesto de carbono” que podría inyectarse todavía a la atmósfera. Esto significa que entre 40 y 60% de las reservas conocidas de combustibles fósiles deben quedarse en el subsuelo. Los “mecanismos de mercado” consagrados desde el Protocolo de Kioto (1998) y conservados con diferentes modalidades en cada uno de los sucesivos acuerdos climáticos incluido el de Paris, así como el sistema voluntario de cuotas han sido totalmente ineficaces para acercarnos a este objetivo y avanzar hacia una transición energética profunda que reduzca efectivamente el riesgo climático.
Las transiciones energéticas son procesos de largo plazo (de 80 a 100 años) en los que cambia no sólo la combinación de fuentes de energía, sino los tipos de combustible y todo el abanico de tecnologías de conversión, transporte y aplicación final de la energía. Las transiciones energéticas expresan también cambios en la base socio-técnica y económica de las sociedades, desde la base de conocimiento científico y los estándares técnicos hasta las prácticas de uso y los sistemas de regulación. El sistema capitalista impulsó una larga transición de casi 200 años hacia el actual sistema basado en energías fósiles, primero dominado por el carbón y luego por el petróleo. Esta transición combinada es el sustrato que sostiene lo que conocemos como Revolución Industrial, que aumentó de forma exponencial el consumo energético y la explotación de recursos y materiales de todo tipo. La aplicación progresiva, creciente y diversificada de combustibles fósiles a los sistemas de producción, transporte y comunicaciones permitió al sistema capitalista erguirse como mecanismo industrial sobre el entramado comercial y político del sistema-mundo, ampliando la capacidad productiva y acelerando los procesos de circulación de forma funcional a la acumulación de capital. La energía fósil cumple así una función básica para un sistema que sólo puede vivir en continua expansión. Actualmente, el sistema energético mundial parece estar transitando a una nueva estructura al aumentar la importancia relativa del gas natural (mediante su uso en la generación de electricidad en crecimiento desde los años 1990) y las nuevas energías renovables. Pero lo más grave es que el consumo de petróleo, no sólo no se ha reducido en forma significativa en lo que va del siglo sino que sigue creciendo, y lo seguirá haciendo si el marco regulatorio no se transforma radicalmente.
La narrativa hegemónica de la diplomacia del clima no se cansa de celebrar el avance de las tecnologías “limpias”. Es cierto que la inversión en generación de electricidad con tecnologías solar y eólica está en franca expansión, con tasas de crecimiento anual de 12 y 14% en la última década y que existen importantes avances en la innovación y difusión de vehículos eléctricos, sistemas de calefacción y enfriamiento, ahorro de energía, etc. Pero es necesario hacer un balance realista. El desarrollo de estas tecnologías no ha sido un producto de los “mecanismos de mercado” contra el cambio climático, sino de estrategias de desarrollo tecnológico e industrial específicamente dirigidas a ganar posiciones en industrias estratégicas emergentes y a aumentar la seguridad energética. Estas estrategias han permitido reducir los costos de estas tecnologías a niveles competitivos con las fuentes de energía fósil (principalmente, el gas y el carbón en la generación eléctrica). Más aún, a pesar del crecimiento reciente la contribución de estas nuevas energías renovables en el consumo global alcanza apenas el 3,2% de la energía primaria total consumida en 2016. En todo caso, la transición energética se encontraría en una primera e incipiente fase de expansión. En el otro lado de la ecuación, la industria de energías fósiles y del petróleo en particular se resiste a abandonar su posición de mando.
El petróleo es un recurso clave para el sistema militar y político hegemónico, actualmente en proceso de desintegración. Siendo el producto de mayor volumen en el mercado mundial de mercancías, es también un puntal del sistema monetario global basado en el dólar estadounidense. Alrededor del petróleo se concentra además un conjunto de fuerzas que igual contienen y perturban la operación del sistema financiero global y que involucran enormes volúmenes de capital financiero, incluyendo fondos de pensión, presupuestos gubernamentales y fondos de infraestructura. No es casual que las principales potencias petroleras, Estados Unidos, Arabia Saudita y Rusia, hayan aumentado la extracción de petróleo en lo que va del siglo XXI más aceleradamente que el resto de los países productores. Estados Unidos, de forma sobresaliente, prácticamente duplicó su producción de 300 millones de toneladas (mmtt) en 2007 a 565 millones en 2015. Entre el año 2000 y 2016, Rusia aumentó su producción de 326 a 554 mmtt y Arabia Saudita de 456 a 585 mmtt. En total, el consumo de petróleo a lo largo del siglo XXI ha continuado creciendo a un ritmo de entre 1 y 2% anual, muy cercano al ritmo de crecimiento del consumo de energía primaria total.
Esta expansión se refuerza por el hecho de que las fuentes de energía renovable en realidad no desafían al petróleo en su principal trinchera tecnológica: el transporte y los materiales. Entre 2005 y 2016, la utilización de vehículos de motor creció 4% anual (pasando de 892 a 1.282 millones de vehículos), el transporte aéreo lo hizo a tasas anuales de 3,3% (pasando de 24 a 34,5 millones de viajes al año), mientras que el consumo de plásticos derivados de los petroquímicos también creció al 3% anual en lo que va del siglo, pasando de 200 a 335 millones de toneladas métricas. Esta gigantesca masa de motores y productos se alimenta de una extendida red de abastecimiento de combustible contra la que ninguna opción técnica puede competir en el actualidad.
Desmontar la trinchera en la que se protege la industria de energía fósil requiere un proceso de cambio simultáneo en muchos puntos del actual sistema energético. Es incierto que el buque-tanque del sistema capitalista global, en su fase actual de desorganización y crisis, sea capaz de reconfigurar su base técnica al ritmo necesario, reducir la velocidad y girar a tiempo para evitar una catástrofe climática durante las siguientes dos o tres décadas. Es todavía más incierto que esa base técnica pueda ser desmontada bajo los principios dominantes de la acumulación de capital y reconstruida a partir de otros principios, basados en la protección al medio ambiente, el control social de la tecnología y la planeación democrática. Una verdadera transición energética exige nada más, pero nada menos.
Francisco Aguayo es economista mexicano
Fuente: www.sinpermiso.info, 22-4-18
Para mayor información comunicate con nosotr@s al mail: madalbo@gmail.com
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