New York Times
Pescando en la bahía de Amuay. La refinería más grande de Venezuela ha vertido contaminantes al agua, lo que pone en riesgo el sustento de las familias en el área. Credit Meridith Kohut para The New York Times
Con las sandalias enterradas en la arena y su infatigable optimismo, el pescador de edad avanzada miró hacia el agua y sopesó su larga y perdida batalla.
A sus pies estaba la bahía Amuay y la fértil fuente de pescado que sustentaba: eso era por lo que peleaba. Lejos, en la costa opuesta, más allá de las olas que levanta el viento, se sitúa su adversario: la imponente planta petrolera paraestatal y su maquinaria fallida.
“La empresa odia a este señor”, dijo el pescador, Esteban Sánchez, al tiempo que su índice calloso apuntaba hacia su pecho. “Pero no me importa. Continuaré denunciándolos”.
Por generaciones, los pescadores de Amuay han pescado pargo (también conocido como huachinango), macarela (caballa), sardinas, almejas y cangrejos de estas aguas para alimentar a sus familias y venderlos a mayoristas que llevan sus productos a los mercados y restaurantes de otros lugares.
Sin embargo, la planta, parte de un gran complejo de refinerías en Venezuela, ha arrojado ocasionalmente contaminantes a la bahía y a las aguas adyacentes del mar Caribe, por lo que amenaza el sustento de familias que viven en esta pequeña y pobre comunidad de varios miles de habitantes en la costa noroeste del país.
Con cada derrame —una veintena durante las últimas tres décadas, dicen los residentes— los pescadores se han visto obligados a poner en pausa su trabajo mientras las manchas de contaminantes convirtieron la superficie del agua en un caleidoscopio brillante tóxico que envenenó a los peces y el agua corriente, eliminó los manglares y ensució las playas del pueblo.
Es muy poco lo que los pescadores y sus familias pueden hacer; como si estuviera atrapada en el peor de los matrimonios forzados, la población está atada a la refinería por la bahía que comparten.
El suceso más reciente se dio cuando un tanque de almacenamiento se inundó por las fuertes lluvias en octubre pasado y tiró miles de galones de desperdicios de la refinería hacia la bahía. Peces sin vida llegaron a las orillas de Amuay; decenas de pelícanos murieron. Los pescadores que trabajaban en la bahía no pudieron pescar ahí durante más de un mes, lo que los dejó en una situación económica precaria en medio de la creciente inflación y una economía nacional en picada.
Los habitantes del pueblo dijeron que la empresa, Petróleos de Venezuela (PDVSA), mandó empleados para revisar los daños, pero no comenzó con la limpieza ni indemnizó a los pescadores por la pérdida de días de pesca. PDVSA no respondió a nuestra solicitud de comentarios. Algunos ahora temen que tales derrames se puedan convertir en algo más común. El complejo de la refinería, la piedra angular de la industria petrolera de Venezuela, ha caído en un abandono severo que ha ocasionado recortes en las operaciones, despidos masivos y aumento de accidentes.
“Es como una bomba en la puerta de tu casa”, dijo Francisco Sánchez, un pescador y primo de Esteban Sánchez.
El pueblo —con sus rudimentarias casas de concreto de un piso, cuatro iglesias, una escuela y un centro comunitario— se extiende a lo largo de caminos parcialmente pavimentados en una pequeña península entre la bahía y el mar. La vida siempre ha sido dura en este lugar, pero ahora lo es más en medio del declive económico de la nación.
Al igual que el resto de la población desfavorecida del país, la voluntad comunitaria para protestar parece haber aminorado debido al colapso económico de Venezuela, y la mayoría parece resignarse estos días a sufrir en silencio por las humillaciones de PDVSA.
Excepto por Esteban Sánchez, de 70 años, un nativo de Amuay que, como muchas generaciones anteriores a él, ha pescado toda su vida en las aguas que circundan la bahía. Conforme otras voces de protesta se disipan, él ha mantenido la suya a todo volumen.
Expresa una opinión matizada sobre la refinería: respeta su importancia económica para la nación, pero critica su conducta.
“Tú sabes que este es un desarrollo que beneficia al país y no somos egoístas”, dijo. “Lo que no nos gusta es que nos consideren inferiores, como si fuéramos una garrapata en un perro”.
Sánchez comenzó su cruzada ambientalista en 1996, cuando levantó su primera denuncia formal ante las autoridades venezolanas después de una serie de derrames en la bahía.
En ese momento, dijo, el grupo de presión de pescadores de Amuay estaba más unido, con dos asociaciones de pesca que representaban a varios cientos de pescadores del pueblo. Él era presidente de una, la Asociación de Pescadores Artesanales de la Bahía de Amuay; la otra asociación representaba a pescadores que trabajaban principalmente en el mar Caribe.
Sin embargo, más o menos hace una década, su asociación sufrió un cisma, pues la mayoría de los miembros la dejaron para unirse a dos nuevos grupos de pescadores, que eran parte de un plan del entonces presidente Hugo Chávez para crear un sistema de consejos comunitarios que supervisaran el desarrollo local de proyectos. El gobierno abastece de botes, motores y redes a los dos consejos de pesca.
Sánchez mantuvo su asociación a flote, incluso cuando se quedó fuera del flujo de recursos del gobierno, porque le ofrecía una plataforma independiente desde donde podía levantarse contra PDVSA.
No obstante, cada vez se vio más como un actor solitario. El gobierno, arguye, compró la sumisión de los dos consejos de pescadores con equipo a pesar de que PDVSA continuó sin atender los problemas subyacentes en la planta que causaban la contaminación.
“La gente se quedó callada”, coincidió Adrian Cosi, de 47 años, miembro de uno de los dos consejos de pescadores y antiguo miembro de la asociación de Sánchez. “El pescador nunca dice las cosas como debe decirlas”.
A pesar de todo, otros residentes dicen que respetan la visión decidida de Sánchez, pero que ellos han escogido sus batallas con más cuidado. Algunos incluso lo acusan de exagerar el impacto ambiental para hacer más ruido y llamar más la atención sobre sí mismo.
Su primo, Francisco, de 57 años, quien es el vocero de uno de los consejos de pescadores, dijo que Esteban era “la punta de lanza” de los esfuerzos del pueblo para proteger el medioambiente.
Sin embargo, también sugirió que su primo a veces lleva sus acciones demasiado lejos.
“Es un luchador social, pero a veces es momento de dejar todo atrás”, dijo, antes de expresar su apoyo a la administración del presidente Nicolás Maduro y la ayuda que le ha dado a su consejo.
Elio Coromoto Reyes Cuauro, de 67 años, un profesor universitario jubilado y propietario de un pequeño hotel en Amuay, dijo que la lucha por la justicia ha sufrido las consecuencias de la división política entre los pescadores. Si fueran más unidos, explicó, podrían acumular más beneficios para el pueblo por parte de PDVSA, incluyendo las tan necesitadas mejoras en los servicios públicos como caminos, escuelas y electricidad.
“Si la gente no lucha hombro a hombro, no tiene la suficiente fuerza y no puede alcanzar objetivos comunes”, dijo.
Los archivos de la lucha de veintiún años de Sánchez están guardados con descuido en dos portafolios en la pequeña casa color verde y amarillo de cemento donde vive con su esposa, a 90 metros de la bahía.
“Por esto PDVSA no me quiere”, declaró una mañana reciente, con una sonrisa traviesa, mientras tomaba uno de los portafolios y comenzaba a pasar con fuerza montones de documentos doblados por la punta y arrugados: demandas formales, papeles legales, recortes de periódicos, fotografías. Los esparció sobre la mesa de vidrio, que se llenó rápidamente; después tomó el otro portafolios y vació su contenido —más de lo mismo— en un sofá.
“Hay mucho material de Esteban Sánchez”, dijo, separando los montones. “Con todo este material, Esteban Sánchez será escuchado en el extranjero”. Entre sus documentos estaba un certificado que la Embajada de Canadá le otorgó en 2013 como reconocimiento a su defensa del medioambiente y los derechos humanos.
Esa mañana tenía puesto un pantalón de rayas muchas tallas más grande, amarrado con un cinturón, y una camisa muy gastada. Estaba planeando presionar con su última denuncia en la oficina del fiscal general del estado en Coro, la capital del estado de Falcón. Estos viajes no son nada frecuentes, pues normalmente le toman un día completo de viaje en transporte público y representan un enorme porcentaje de su ingreso mensual.
En Coro, un asistente del fiscal de distrito invitó a Sánchez a tomar asiento y explicar su asunto. En la computadora del abogado sonaba música pop.
Sánchez habló sobre el derrame de octubre y citó las violaciones a los estatutos, además de relatar la larga historia de negligencia de PDVSA respecto de Amuay. “Nos sentimos humillados, pero soy un hombre paciente”, dijo.
Mientras el pescador hablaba, el abogado tecleaba en su teléfono, que de vez en cuando emitía distintos tipos de pitidos, como si estuviera jugando un videojuego. Casi no despegó la vista de la pantalla.
Más tarde, Sánchez parecía satisfecho. El fiscal le había dado mucho más tiempo del normal. “Nos fue bien”, dijo animado.
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