Por Silvana Melo
Entre Río Negro y Neuquén hay pueblos pequeños rodeados de chacras. Con escuelas rurales y niños cotidianos pegados a esas chacras. La vida y el veneno se funden bajo el sol y el cultivo.
Un grupo de biólogas averiguó en la sangre de madres y niños de la zona frutícola del Alto Valle que los plaguicidas tienen impacto en los bebés nacidos de madres que, durante el tercer trimestre de su embarazo, estuvieron expuestas a las fumigaciones. Natalia Guiñazú es quien describe el valle de manzanas y venenos a APe. Es bióloga y científica y, junto a María Gabriela Rovedatti, María Martha Quintana, Berta Vera y Gladis Magnarelli (investigadoras de la UBA y Universidad del Comahue), ratificaron que el modo de producción del Alto Valle necesita de la pulverización de cientos de toneladas anuales de agrotóxicos. Que determinan huellas imprevisibles en el nacimiento y el desarrollo futuro de los niños.
El Alto Valle es un mar de manzanas que supo ser paraíso. Entre Río Negro y Neuquén hay pueblos pequeños rodeados de chacras. Con escuelas rurales y niños cotidianos pegados a esas chacras. La vida y el veneno se funden bajo el sol y el cultivo. Las madres conciben y paren, las derivas las alcanzan cuando el viento viene de allí, los niños crecen en un juego natural entre sembrados y alrededor de los agroquímicos, sus familias viven donde trabajan.
Las nubes venenosas se intensifican en los meses de verano, en coincidencia con la época de los vientos más fuertes, explicó una de las autoras del estudio que se publicó en la revista científica Environmental Science and Pollution Research.
“Hay ciudades muy pequeñitas todas rodeadas de chacras. Algunas escuelas rurales quedan pegadas a esas chacras. Los cuidadores viven allí, no es que se van y vuelven. Viven con toda la familia. Y el mismo cuidador suele ser el que aplica los venenos”, relata Guiñazú. Pero además, “la barrera urbana, con el crecimiento de las ciudades, va invadiendo las chacras. Entonces hay urbanizaciones nuevas pegadas a esas chacras”. Ella misma vive con una chacra productiva a 200 metros de su casa. “Las derivas llegan y te das cuenta. A veces soy la loca del barrio: cuando siento el olor o veo el tractor empiezo con los mensajes, que guarden a los chicos porque están fumigando”.
La bióloga reacciona por experiencia y conocimiento: “hace más de quince años que estudiamos qué pasa con las poblaciones, con los grupos vulnerables, con las mujeres y los niños”. Pero las consecuencias suelen ser minimizadas a partir de la necesidad de multiplicar la rentabilidad en un modelo de producción para cuyo desarrollo es imprescindible el uso indiscriminado de venenos. Entonces las legislaciones –si existen o no- quedan relegadas y reemplazadas por el concepto de las “buenas prácticas agrícolas”. Que dependen de la buena voluntad del productor. Y se sabe que esas buenas voluntades dependen de hasta dónde la puesta en marcha de una buena práctica perjudica la ganancia prevista.
Natalia Guiñazú es muy clara cuando habla de prácticas y voluntades: “lo que los obliga a no usar tan indiscriminadamente agroquímicos son las restricciones en el mercado externo. Cuando les llega la fruta con mucho residuo, no la pueden vender afuera. Entonces pierden plata y se autocontrolan. Esa decisión tiene que ver exclusivamente con la rentabilidad y sólo sobre lo que se exporta. Lo que comemos en el mercado interno no está tan controlado”. En el mercado central de Neuquén “cada tanto aparecen plaguicidas que no están permitidos para las hortalizas”.
La científica explicó a APe que “estudiamos la tríada madre – placenta – feto, para ver qué función de barrera cumplía la placenta y, a la vez, ver en la sangre del cordón del recién nacido qué es lo que pasa”. Lo que pudieron observar es que “las mamás están impactadas, la placenta también pero cumple cierta parte de la función de barrera. No todo el plaguicida le llega al feto. No encontramos la modificación del biomarcador que sí vimos en la placenta y en la mamá. En el feto se encuentran otras alteraciones, como cambios en la sangre. Pero el plaguicida en sí mismo dura poco”.
Guiñazú aclara que “nosotros podemos estudiar la sange del cordón, que no es invasivo. Al momento del nacimiento los niños son sanos. Son un poquito más chiquitos, con menos peso. Pero no sabemos qué consecuencias tendrán a posteriori”. En Estados Unidos se ha comprobado que “estos niños pueden tener déficit cognitivos o alteraciones en el comportamiento”. Por eso “hay que hacer un seguimiento y comparar con hijos de mamás no expuestas. Incluso en la infancia pueden tener un desarrollo normal pero las consecuencias aparecen en la vida adulta”.
Los agroquímicos que se utilizanson carbamatos, organofosforados, neonicotinoides, “que son neurotóxicos y que en el insecto alteran el sistema nervioso”. El glifosato “se utiliza pero más cerca del suelo porque controla malezas. El problema es que las mamás están expuestas a mezclas”, que es lo más peligroso. “Generalmente se estudia lo que produce el principio activo solo, una molécula con determinados efectos. Pero en el campo se aplica una mezcla, mucho más tóxica que el principio activo solo. Eso es lo que estamos estudiando”.
Guiñazú introdujo un debate que ha aparecido tímidamente a la hora de cuestionar judicialmente las consecuencias de los venenos en sus víctimas. “Es una autocrítica que hay que hacerse desde la toxicología: se les pide a las empresas el principio activo solo para analizar las secuelas. ¿Y la mezcla? Que es la que se tira al ambiente en grandes cantidades”. Otra pregunta medular es la cantidad de tóxicos que se aplica. “Argentina es un consumidor muy impactante –dice la científica a APe-. ¿Cuánto se está aplicando por hectárea?”
Las consecuencias posteriores que las lluvias químicas bajo las que juegan los niños en las chacras y en los patios infinitos de las escuelas rurales, no se conocen puntualmente. “No hemos hecho investigación sobre eso. La evidencia por ahora no es conclusiva”, aclara Guiñazú. Pero sí es indiscutible que “hay un aumento exponencial en los últimos años del síndrome autista, de la celiaquía, del déficit de atención. Hay indicios de que el problema puede tener origen ambiental, pero sin nada concluyente”.
Todo el verano pasado en esa zona de Neuquén estuvo clausurado por contaminación cloacal el balneario, “que es municipal, gratis y seguro”. ¿Dónde van entonces los chicos? “A las acequias contaminadas de plaguicidas. ¿Hay modo de evitarlo? Tenemos nuestra niñez en peligro”.
Las mamás sacan frutas de los árboles en ese disfrute natural de comer la manzana recién desprendida de su habitat. Ellas y sus hijos las comen, también, recién contaminadas. En condiciones normales, “a la manzana la lavás, la pelás y podés evitar el veneno. En el cítrico la cáscara es más porosa y el químico entra. Y en las hortalizas, hay plaguicidas que son sistémicos: la planta lo absorbe por la raíz y queda dentro”.
Natalia Guiñazú lo estudia y lo vive. Consciente de que su propia vida transcurre contra las derivas. Y sus propios niños se escapan los veranos al refresco de las acequias químicas.
En el Alto Valle, que es un paraíso de manzanas. Sin más discordia que la rentabilidad. Sin más serpiente que el mercado.
Edición: 3474
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