Criado a la sombra tibia de la floresta tropical, entre samanes gigantescos y cacaos olorosos, ficus espléndidos y flamboyanes lujuriantes, Bolívar se sentía cautivado y sobrecogido, a la vez, por la imponente naturaleza tropandina, que asienta sus raíces en la selva húmeda y eleva las cúpulas de sus montañas hasta las altas regiones del páramo y la nieve.
En este mes de Bolívar queremos destacar uno de los rasgos del Libertador que lo aproximan con nuestro tiempo y es su amor por la naturaleza. Estimulado originalmente en él por ese sabio naturalista que fue su maestro Simón Rodríguez, se acentuaría más tarde gracias a su amistad con el joven botánico francés Aimé Bompland y el sabio prusiano Alejandro de Humboldt, a quienes conoció en París luego de que regresaran de su expedición científica a los países sudamericanos.
Al fin, para cuando regresó a América e inició su lucha por la independencia, Bolívar era más que un simple amante de la naturaleza, puesto que profesaba por ella ese culto fervoroso que el naturalismo europeo de su tiempo había creado y elevado casi a la categoría de nueva religión laica.
Y no podía ser de otra manera. Criado a la sombra tibia de la floresta tropical, entre samanes gigantescos y cacaos olorosos, ficus espléndidos y flamboyanes lujuriantes, Bolívar se sentía cautivado y sobrecogido, a la vez, por la imponente naturaleza tropandina, que asienta sus raíces en la selva húmeda y eleva las cúpulas de sus montañas hasta las altas regiones del páramo y la nieve. La geografía americana estuvo siempre presente en su cerebro, mencionada en múltiples formas o circunstancias. El Libertador estimularía su estudio afirmando que “debe ser de los primeros conocimientos que debe adquirir un joven”, a la par que disponía que en las universidades nacionales se estudiasen las ciencias naturales y en particular las matemáticas, la geografía, la física general y experimental, la química y “la historia natural en sus tres reinos”.
Complementariamente, Bolívar se interesaría por evaluar y mitigar los estragos que el colonialismo había causado en el medio natural americano. Le preocuparía, en particular, la creciente erosión de los suelos, causada por una intensiva explotación agrícola y una irracional deforestación de los campos.
Es en la perspectiva de estos problemas y la búsqueda de solución a ellos como se puede entender la promulgación de los Decretos de Chuquisaca (actual Bolivia), emitidos en diciembre de 1825. El primero de ellos disponía que las autoridades correspondientes exploraran el país e informaran al Gobierno respecto de los cultivos existentes y la situación de los terrenos utilizados. El segundo decreto, a su vez, partía de la consideración de que una parte del territorio altoperuano se hallaba deforestado y desertificado por la falta de riego, lo que perjudicaba a la población, limitando su nivel de vida y su crecimiento demográfico y privándola del único recurso energético a su alcance, que era la leña. En consecuencia, disponía que se estudiasen los cursos de agua, se hiciesen obras de regadío y se reforestaran los campos con bosques nativos.
Esta preocupación del Libertador por el aprovechamiento racional y la conservación de los recursos forestales de la república quedó redondeada en su Decreto de Guayaquil, del 31 de julio de 1829. Considerando que “los bosques de Colombia ... encierran grandes riquezas, tanto en madera propia para toda especie de construcción como en tintes, quinas y otras sustancias útiles para la medicina y las artes”, y “que por todas partes (había) un gran exceso en la extracción de maderas, tintes, quinas y demás sustancias (forestales)”, el decreto buscaba evitar por varios medios dicha extracción irracional y “proteger eficazmente” los recursos forestales públicos y privados.
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