Rebelión
En la pueblerina calle Crisanto Gómez del departamento Valle Viejo, provincia de Catamarca (un fragmento territorial periférico e irrelevante para el mundo global si los hay), acontece en estos días una controversia que bien condensa, sin exageración alguna, el principal drama existencial que aflige hoy a la especie humana. Un grupo de vecinos, liderado moralmente por mujeres, ha emprendido medidas decididas a salvar la vida de árboles centenarios, extrañamente amenazados por la iniciativa ejecutiva del gobierno municipal -órgano que jurídica y presuntivamente tiene su razón de ser en la función de velar por los intereses generales y el Buen Vivir de los vecinos-, sus representados.
Un espasmódico e improvisado acto de pavimentación impulsado por el gobierno municipal ha sido el detonante: los árboles aparecieron como obstáculo al mandato oficial de ensanchar las vías de circulación de los vehículos automotores. El asfalto, la velocidad, los autos y las motos, son todos signos distintivos de modernidad y de progreso. Cuanto más nuevos, más veloces; cuanto más veloces, mejor. Las calles angostas dificultan la circulación (de los vehículos); los árboles obstruyen no sólo la posibilidad de ensanchar las calles sino que además dificultan la visual de los conductores, lo cual redunda potencialmente en un incremento de los accidentes de tránsito.
Argumentos de este estilo –que considerados con mediana atención resultan hasta atentatorios contra las presunciones más básicas de la inteligencia humana- han sido esgrimidos para justificar la necesidad del asfaltado y la inevitabilidad de la muerte de los árboles en cuestión. Tales razonamientos no serían de peso en sí, a no ser por la familiaridad que éstos guardan con el sentido común hegemónico y las sensibilidades sociales políticamente dominantes en nuestros días; y ése es, a nuestro entender, el problema de fondo.
Con picardía política –que es muy diferente a la inteligencia aguda y más aún a la sabiduría-, el poder gubernamental ha procurado asociar la sobrevivencia de los árboles a la perpetuación de las calles de tierra, instalando una falsa dicotomía (los árboles o el asfalto) como “guiño” demagógico para cosechar apoyo a su iniciativa “modernizadora”. Lógicamente, en este mundo, no cabe esperar que alguien en su “sano juicio” se oponga al asfalto. La calle de tierra es, por antonomasia, signo emblemático de “atraso” y de “carencia”. Si para salir del atraso, si para desarrollarnos, es preciso arrancar unos cuantos árboles, pues un repentino “arrebato ambientalista” de unos cuantos vecinos, no puede oponérsele. La argumentación oficialista no sólo busca contraponer la “pretensión de unos pocos” contra la “voluntad de la mayoría”, sino más radicalmente, el sentimentalismo contra la racionalidad. Desde la lógica de la racionalidad (dominante) aparece como absolutamente ilógico que la preservación de “unos cuantos árboles” impida “nuestra necesidad de progreso”. Lo más lógico y racional es –propone el municipio- “pagar el precio del progreso”, quitar los árboles del medio del asfalto y, como medida “restitutiva”, plantar otros árboles (si quieren, muchos más), en otros lugares, donde no estorbe la circulación de los vehículos…
Apelando al sentido común dominante y a las prescripciones del universo de creencias modernas, el argumento oficial pretende persuadirnos de que querer preservar los árboles es un capricho romántico, sentimental, en tanto que arrancarlos es lo racional; cuando en realidad, la decisión de talar los árboles se apoya ella misma en una determinada forma de (in)sensibilidad: una sensibilidad social que prioriza la movilidad de los autos por sobre otros eventuales valores.
Se trata de una sensibilidad muy propia de la cultura hegemónica moderna. En el último tercio del siglo pasado, el filósofo austro-francés André Gorz publicaba un artículo en el que advertía hasta qué punto “La ideología social del automóvil” (1975) se había convertido en un sentimiento masivo profundamente arraigado y que afectaba las bases más elementales de la sociabilidad. “El automovilismo de masas materializa un triunfo absoluto de la ideología burguesa en el campo de la práctica cotidiana: fundamenta y cultiva en cada cual la creencia ilusoria de que cada individuo puede prevalecer y sacar ventajas a expensas de todos los demás. El egoísmo agresivo y cruel del conductor, a cada instante, asesina simbólicamente “a los otros”, a los que sólo percibe como molestias materiales y obstáculos para su propia velocidad”.
El sociólogo norteamericano Richard Sennett, al rastrear las particularidades de la ciudad occidental, va más allá todavía; señala que la ciudad moderna nace con el triunfo de la movilidad por sobre toda otra consideración o forma de valoración social: “El individuo moderno es, por encima de todo, un ser humano móvil”. Adam Smith fue el primer pensador en percatarse de semejante cambio: “Smith, al observar el frenético comportamiento económico de sus contemporáneos percibió que, para éstos, (…) la circulación de bienes y dinero era más provechosa que la posesión fija y estable”. No obstante, afirma Sennett, los beneficios de una economía circulante se logran a expensas de un alto precio: el libre desplazamiento “disminuye la percepción sensorial, el interés por los lugares y por la gente. Toda conexión profunda con el entorno amenaza con atar al individuo… para moverse con libertad, no se pueden tener muchos sentimientos.” (“Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental”, Ed. Alianza, Madrid, 1997: 274).
Así, desde nuestro campo de investigación, la ecología política, podemos ver que la disputa por los árboles de la Crisanto Gómez consiste, en el fondo en una disputa afectiva, sentimental. La campaña “salvar árboles de Valle Viejo” emprendida por un grupo de vecinas, es una acción política-sentimental. Pues, sentir que el arrancamiento de un árbol afecta nuestras vidas, sentirlo como una pérdida y un dolor inaceptable, es una emoción y un sentimiento humano; no sentir absolutamente nada, también.
Pretender que las emociones y los sentimientos son lo contrario de la racionalidad es, cuanto menos, un anacronismo epistemológico. Las nuevas perspectivas científicas nos hacen comprender que las emociones y los sentimientos son constitutivos de la racionalidad y, más aún, hacen al sustrato motivacional de la especificidad humana. Esto quiere decir que, l o que sentimos no son “puras sensiblerías”; los sentimientos no son tampoco un dato biológico, ni meramente psicológico; son una construcción política. Aunque personales, los sentimientos se con-forman inter-subjetivamente, se construyen en y a través de las relaciones; no salen ‘prefabricados’ de nuestros cuerpos; se van moldeando por y a través de las relaciones que se entre-tejen entre unos cuerpos con otros y entre los cuerpos con la naturaleza, el propio territorio-habitado.
En consecuencia, todo lo que hagamos en y con nuestro entorno socioambiental, insoslayablemente nos afecta: moldea nuestra afectividad, nos percatemos de ello o no. Nuestras capacidades (o discapacidades) perceptivas, sensoriales y afectivas son históricamente construidas por y a través del proceso acumulativo de las experiencias y las prácticas sociales; los sentimientos y las formas predominantes de la sensibilidad social no son ajenas de las estructuras de poder y del ordenamiento social que regula y estructura a una sociedad; son más bien, un producto y un efecto de dicho “orden”.
Así, sentir que es absolutamente lógico derribar árboles centenarios para ensanchar las calles, es una expresión efectivamente política de una cierta sensibilidad social: la sensibilidad propia de lo que el jurista y filósofo portugués Boaventura de Souza Santos ha llamado “la indolencia de la razón” (Souza Santos, “Una epistemología del Sur”, Siglo XXI, Bs. As., 2009). Volviendo a Sennett, esa indolencia, o incapacidad de sentir el dolor que afecta a nuestras propias vidas, tiene una etiología muy precisa: se origina en las formas modernas de concebir las ciudades y en los efectos que sobre los cuerpos tienen el triunfo de la movilidadpor sobre el de la habitabilidad. Según el sociólogo norteamericano, hoy, a causa de que “el deseo de moverse con libertad ha triunfado sobre los estímulos sensoriales del espacio”, hoy, “el individuo móvil contemporáneo ha sufrido una especie de crisis táctil: el movimiento ha contribuido a privar al cuerpo de sensibilidad. Este principio general se ha hecho realidad en las ciudades sometidas a la necesidad del tráfico y del movimiento individual rápido” (Op. cit., 274).
En definitiva, lo que podemos ver en el conflicto por los árboles de la Crisanto Gómez, es que –aún siéndolo- no es apenas un conflicto local, ni mucho menos políticamente insignificante. Como dijimos, ese conflicto resume en toda su complejidad, la naturaleza de los desafíos ecobiopoliticos que afecta a la especie humana en este tercer milenio de la era cristiana. Pues, lo que un puñado de valerosas mujeres que salieron a defender los árboles de sus territorios habitados nos muestra, y lo que nos desafía a pensar, es hasta qué punto ha llegado a naturalizarse la destructividad intrínseca de la forma moderna de concebir el progreso. Como individuos modernos, presumidamente racionales, estamos lógicamente (mal)educados en aceptar la lógica sacrificial del “desarrollo” y entender que lo racional es siempre pagar “su costo”, sea el que fuere.
Aunque a estas alturas de la crisis climática y el calentamiento global, es evidente que los árboles son una necesidad vital para los seres humanos, que nosotros dependemos de ellos, como no así ellos de nosotros, aún así, seguimos pensando y tomando decisiones políticas basadas en esa indolencia de la razón; esa forma de racionalidad que nos impide ver y sentir hasta qué punto lo que entendemos por “progreso”, y su avance arrollador, es lo que nos está matando.
A esta altura de la historia, los humanos nos hemos convertido en una especie peligrosa para nosotros mismos, no ya sólo por los efectos de destructividad y toxicidad de nuestro “crecimiento económico”, sino principalmente porque ese mismo “crecimiento” nos hace incapaces de sentir y percibir el proceso de devastación de la vida en el que nos hallamos inmersos. A causa de esa forma de “razonar” y de sentir, nos hemos vuelto una especie que, como dice un historiador ambiental, “cuanto más conocemos, más peligrosos resultamos para nosotros mismos y para otras formas de vida” (Worster, “Transformaciones de la Tierra”, Coscoroba, Montevideo, 2008: 13).
No se trata de reclamar “medidas restitutivas”. En esta época de “economía verde”, donde el capitalismo ha colonizado las preocupaciones ecologistas y las ha fagocitado, haciendo de éstas una nueva moda del consumismo desenfrenado y un acelerador de las tasas de ganancia, la cuestión no está en “talar pero reforestar”. Se trata del valor social de la vida; del valor social del tiempo vital. Un árbol centenario talado hoy, son por lo menos dos generaciones privadas de su sombra y sus funciones ecosistémicas; por otro lado, quién sabe cómo estará en clima de aquí a cien años; quien sabe qué será de esos plantines que se plantan hoy… Y qué será de nuestros nietos. Pretender saberlo, más que con la arrogancia de la razón, tiene que ver con supina ignorancia e insensatez… Esta lucha, por pequeña que parezca, como las luchas contra el modelo minero y el modelo sojero de “desarrollo” férreamente instalado en nuestra tierra, es una lucha crucial, donde la humanidad de lo humano pugna por recuperar su sentido; su sensibilidad vital, el sentido de la vida.Un espasmódico e improvisado acto de pavimentación impulsado por el gobierno municipal ha sido el detonante: los árboles aparecieron como obstáculo al mandato oficial de ensanchar las vías de circulación de los vehículos automotores. El asfalto, la velocidad, los autos y las motos, son todos signos distintivos de modernidad y de progreso. Cuanto más nuevos, más veloces; cuanto más veloces, mejor. Las calles angostas dificultan la circulación (de los vehículos); los árboles obstruyen no sólo la posibilidad de ensanchar las calles sino que además dificultan la visual de los conductores, lo cual redunda potencialmente en un incremento de los accidentes de tránsito.
Argumentos de este estilo –que considerados con mediana atención resultan hasta atentatorios contra las presunciones más básicas de la inteligencia humana- han sido esgrimidos para justificar la necesidad del asfaltado y la inevitabilidad de la muerte de los árboles en cuestión. Tales razonamientos no serían de peso en sí, a no ser por la familiaridad que éstos guardan con el sentido común hegemónico y las sensibilidades sociales políticamente dominantes en nuestros días; y ése es, a nuestro entender, el problema de fondo.
Con picardía política –que es muy diferente a la inteligencia aguda y más aún a la sabiduría-, el poder gubernamental ha procurado asociar la sobrevivencia de los árboles a la perpetuación de las calles de tierra, instalando una falsa dicotomía (los árboles o el asfalto) como “guiño” demagógico para cosechar apoyo a su iniciativa “modernizadora”. Lógicamente, en este mundo, no cabe esperar que alguien en su “sano juicio” se oponga al asfalto. La calle de tierra es, por antonomasia, signo emblemático de “atraso” y de “carencia”. Si para salir del atraso, si para desarrollarnos, es preciso arrancar unos cuantos árboles, pues un repentino “arrebato ambientalista” de unos cuantos vecinos, no puede oponérsele. La argumentación oficialista no sólo busca contraponer la “pretensión de unos pocos” contra la “voluntad de la mayoría”, sino más radicalmente, el sentimentalismo contra la racionalidad. Desde la lógica de la racionalidad (dominante) aparece como absolutamente ilógico que la preservación de “unos cuantos árboles” impida “nuestra necesidad de progreso”. Lo más lógico y racional es –propone el municipio- “pagar el precio del progreso”, quitar los árboles del medio del asfalto y, como medida “restitutiva”, plantar otros árboles (si quieren, muchos más), en otros lugares, donde no estorbe la circulación de los vehículos…
Se trata de una sensibilidad muy propia de la cultura hegemónica moderna. En el último tercio del siglo pasado, el filósofo austro-francés André Gorz publicaba un artículo en el que advertía hasta qué punto “La ideología social del automóvil” (1975) se había convertido en un sentimiento masivo profundamente arraigado y que afectaba las bases más elementales de la sociabilidad. “El automovilismo de masas materializa un triunfo absoluto de la ideología burguesa en el campo de la práctica cotidiana: fundamenta y cultiva en cada cual la creencia ilusoria de que cada individuo puede prevalecer y sacar ventajas a expensas de todos los demás. El egoísmo agresivo y cruel del conductor, a cada instante, asesina simbólicamente “a los otros”, a los que sólo percibe como molestias materiales y obstáculos para su propia velocidad”.
El sociólogo norteamericano Richard Sennett, al rastrear las particularidades de la ciudad occidental, va más allá todavía; señala que la ciudad moderna nace con el triunfo de la movilidad por sobre toda otra consideración o forma de valoración social: “El individuo moderno es, por encima de todo, un ser humano móvil”. Adam Smith fue el primer pensador en percatarse de semejante cambio: “Smith, al observar el frenético comportamiento económico de sus contemporáneos percibió que, para éstos, (…) la circulación de bienes y dinero era más provechosa que la posesión fija y estable”. No obstante, afirma Sennett, los beneficios de una economía circulante se logran a expensas de un alto precio: el libre desplazamiento “disminuye la percepción sensorial, el interés por los lugares y por la gente. Toda conexión profunda con el entorno amenaza con atar al individuo… para moverse con libertad, no se pueden tener muchos sentimientos.” (“Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental”, Ed. Alianza, Madrid, 1997: 274).
Así, desde nuestro campo de investigación, la ecología política, podemos ver que la disputa por los árboles de la Crisanto Gómez consiste, en el fondo en una disputa afectiva, sentimental. La campaña “salvar árboles de Valle Viejo” emprendida por un grupo de vecinas, es una acción política-sentimental. Pues, sentir que el arrancamiento de un árbol afecta nuestras vidas, sentirlo como una pérdida y un dolor inaceptable, es una emoción y un sentimiento humano; no sentir absolutamente nada, también.
Pretender que las emociones y los sentimientos son lo contrario de la racionalidad es, cuanto menos, un anacronismo epistemológico. Las nuevas perspectivas científicas nos hacen comprender que las emociones y los sentimientos son constitutivos de la racionalidad y, más aún, hacen al sustrato motivacional de la especificidad humana. Esto quiere decir que, l o que sentimos no son “puras sensiblerías”; los sentimientos no son tampoco un dato biológico, ni meramente psicológico; son una construcción política. Aunque personales, los sentimientos se con-forman inter-subjetivamente, se construyen en y a través de las relaciones; no salen ‘prefabricados’ de nuestros cuerpos; se van moldeando por y a través de las relaciones que se entre-tejen entre unos cuerpos con otros y entre los cuerpos con la naturaleza, el propio territorio-habitado.
En consecuencia, todo lo que hagamos en y con nuestro entorno socioambiental, insoslayablemente nos afecta: moldea nuestra afectividad, nos percatemos de ello o no. Nuestras capacidades (o discapacidades) perceptivas, sensoriales y afectivas son históricamente construidas por y a través del proceso acumulativo de las experiencias y las prácticas sociales; los sentimientos y las formas predominantes de la sensibilidad social no son ajenas de las estructuras de poder y del ordenamiento social que regula y estructura a una sociedad; son más bien, un producto y un efecto de dicho “orden”.
Así, sentir que es absolutamente lógico derribar árboles centenarios para ensanchar las calles, es una expresión efectivamente política de una cierta sensibilidad social: la sensibilidad propia de lo que el jurista y filósofo portugués Boaventura de Souza Santos ha llamado “la indolencia de la razón” (Souza Santos, “Una epistemología del Sur”, Siglo XXI, Bs. As., 2009). Volviendo a Sennett, esa indolencia, o incapacidad de sentir el dolor que afecta a nuestras propias vidas, tiene una etiología muy precisa: se origina en las formas modernas de concebir las ciudades y en los efectos que sobre los cuerpos tienen el triunfo de la movilidadpor sobre el de la habitabilidad. Según el sociólogo norteamericano, hoy, a causa de que “el deseo de moverse con libertad ha triunfado sobre los estímulos sensoriales del espacio”, hoy, “el individuo móvil contemporáneo ha sufrido una especie de crisis táctil: el movimiento ha contribuido a privar al cuerpo de sensibilidad. Este principio general se ha hecho realidad en las ciudades sometidas a la necesidad del tráfico y del movimiento individual rápido” (Op. cit., 274).
En definitiva, lo que podemos ver en el conflicto por los árboles de la Crisanto Gómez, es que –aún siéndolo- no es apenas un conflicto local, ni mucho menos políticamente insignificante. Como dijimos, ese conflicto resume en toda su complejidad, la naturaleza de los desafíos ecobiopoliticos que afecta a la especie humana en este tercer milenio de la era cristiana. Pues, lo que un puñado de valerosas mujeres que salieron a defender los árboles de sus territorios habitados nos muestra, y lo que nos desafía a pensar, es hasta qué punto ha llegado a naturalizarse la destructividad intrínseca de la forma moderna de concebir el progreso. Como individuos modernos, presumidamente racionales, estamos lógicamente (mal)educados en aceptar la lógica sacrificial del “desarrollo” y entender que lo racional es siempre pagar “su costo”, sea el que fuere.
Aunque a estas alturas de la crisis climática y el calentamiento global, es evidente que los árboles son una necesidad vital para los seres humanos, que nosotros dependemos de ellos, como no así ellos de nosotros, aún así, seguimos pensando y tomando decisiones políticas basadas en esa indolencia de la razón; esa forma de racionalidad que nos impide ver y sentir hasta qué punto lo que entendemos por “progreso”, y su avance arrollador, es lo que nos está matando.
A esta altura de la historia, los humanos nos hemos convertido en una especie peligrosa para nosotros mismos, no ya sólo por los efectos de destructividad y toxicidad de nuestro “crecimiento económico”, sino principalmente porque ese mismo “crecimiento” nos hace incapaces de sentir y percibir el proceso de devastación de la vida en el que nos hallamos inmersos. A causa de esa forma de “razonar” y de sentir, nos hemos vuelto una especie que, como dice un historiador ambiental, “cuanto más conocemos, más peligrosos resultamos para nosotros mismos y para otras formas de vida” (Worster, “Transformaciones de la Tierra”, Coscoroba, Montevideo, 2008: 13).
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