miércoles, 15 de junio de 2016

“Jamás pensé que viviría tanto”

Los marcados por el amianto
Patxi Kortazar, afectado por el amianto y vecino de Durango, se considera afortunado por haber llegado a cumplir 62 años y mantiene la esperanza de poder ver crecer a su nieta.

Deia

Patxi se siente afortunado por disfrutar de su nieta viviendo como vive con la espada de Damocles del amianto sobre su cabeza. La misma que segó la vida a los maridos de Aurora y Asun. Todos denuncian “el interés en que no saliera a la luz”

Jamás pensé que viviría tanto”. Patxi Kortazar no es ningún anciano. Apenas tiene 62 años, pero más de uno firmaría por llegar. “He conocido a muchísima gente que ya no está”, dice. Es lo que tiene el amianto, que uno no para de tachar teléfonos de la agenda. “Uno con 41 años, otro con 52... De 2010 a 2015 tenemos registrados 126 fallecidos y en lo que va de año 11. Ves esto y dices: Si puedo estar contento y sentirme un privilegiado”, reconoce. De hecho, de los doce compañeros que empezaron en la Asociación de víctimas del amianto de Euskadi, solo quedan otro y él. “Atendemos seis nuevos casos todos los meses. Con muchos me tengo que poner cortina, porque si no, te hace daño”.
Por más que procure desconectar, siempre hay quien deja huella. Como ese amigo al que le detectaron un bultito de 2 milímetros. “Le tuvieron todo el año trabajando y en el siguiente reconocimiento tenía un mesotelioma de 12 centímetros. ¿Por qué no le hicieron antes un TAC?”, se pregunta Patxi, su última mirada aún impresa en la retina. “Estaba en fase terminal y le costó reconocerme. Aquello me hundió”. Tampoco puede quitarse de la cabeza a aquel hombre de 41 años que acudió a la asociación con un cáncer muy avanzado. “Su mujer estaba embarazada y la única preocupación que tenía era cómo iban a poder vivir. Le aguantaron para que pudiera conocer al hijo y a la mujer le adelantaron un mes el parto. Mientras le ponían el crío en el brazo, por la otra mano le estaban sedando. Fue muy duro, pero hay que vivir”.
“Nadie quiere cadáveres encima de la mesa”
Patxi Kortazar ha sufrido un calvario. Por la asbestosis que padece y por la batalla judicial que tuvo que emprender, la salud mermada, la moral por los suelos, para que la mutua le reconociera su enfermedad como profesional. Lo cuenta con tono pausado, sentado entre sol y sombra en un banco de Durango. El cansancio hace mella. Difícil adivinar si es más físico o emocional. “Ningún empresario ni nadie quiere tener cadáveres encima de la mesa. Había un interés para que el tema del amianto no saliera a la luz”, denuncia sin alzar la voz. Pese a la alerta dada por la OMS en los años 40, el amianto no se prohibió en el Estado hasta 2002. Algo imperdonable para Patxi, que urge a tomar medidas con el que todavía queda en pabellones abandonados, conejeras o gallineros. “La gente no tiene ni idea de que lo hay en esas placas de fibrocemento”, advierte. “Ahora que hemos conseguido que el Parlamento vasco pida a Madrid un fondo de compensación, tendremos que empezar a solicitar una ley que ordene retirar lo que queda”, propone, luchador.
Mecánico soldador de mantenimiento, Patxi manipuló mangueras de refrigeración revestidas de amianto. Con 49 años le detectaron placas pleurales. Dos años después, un “catarro feo” destapó un derrame de pleura complicado con una neumonía atípica. El dolor en la espalda, provocado por una calcificación, le acompaña, fiel a su cita, desde hace dos años y medio. “Cada vez estoy peor por la capacidad pulmonar, el cansancio... A mí se me acabaron el monte, las cuestas, las escaleras, pero suelo decir: Virgencita, virgencita, que me quede como estoy”. Un deseo más que entendible después del susto que le dieron en la última consulta. “Me hablaron de un posible mesotelioma. Luego resultó que no. Estoy en un control radiológico en periodos más cortos para ver el desarrollo”, explica con calma, la procesión va por dentro.
Dice Patxi que ha pasado por varias etapas antes de alcanzar este aparente estado de resignación. Primero sintió “una rabia contra el mundo”. Luego no paró de preguntarse: “¿Por qué a mí? ¿Qué he hecho yo?”. Después su mujer le tuvo que quitar el ordenador para que no se martirizara adelantando acontecimientos. Aun así, se sumió en una profunda depresión. “Vives casi la mitad del día con dolor, una puerta se te cierra, te ponen una zancadilla, empiezas con problemas de sueño y todo suma: la enfermedad, el barullo de juicios, un abogado, un perito médico... Se me hacía un poco grande”. Su pareja, Esther, le ayudó a salir del pozo. “Tiró de mí para sacarme a la calle y menearme porque yo me quedé parado, anclado”.
Cansado de batirse en duelo, le denegaron la incapacidad total y llegó a un acuerdo con la empresa para prejubilarse. Seguir peleando en sus condiciones, no le podía traer nada bueno. “Lo único que te puede llevar es a que un día hagas un disparate porque llega un momento en que pierdes las ganas de todo, hasta de vivir”. Los días de bajón, que los hay, los sobrelleva gracias a la medicación, que “amortigua el dolor físico y el mental” y le permite conciliar el sueño. Hace poco compartió charla con enfermos de silicosis y todos coincidieron en lo mismo, “en que empiezas con respiratorio y terminas con psiquiatra”.
Ahora que la angustia no le corroe por dentro, Patxi ve la vida con otros ojos. Incluso ha reparado en las “maravillosas” vistas de la crestería del Anboto. “No había tenido tiempo de fijarme antes porque estás todo el día corriendo, con estrés... He tenido momentos en los que estaba como un flan, me emocionaba cualquier detallito como la llamada de un amigo”, confiesa. De hecho, estará “eternamente agradecido” al único compañero que testificó en sus juicios. “Cuando enfermé él estaba jubilado y vino varias veces a Durango hasta que me localizó para decirme: Para lo que necesites”. Las víctimas del amianto se han sentido muy solas. La gente, da fe, “no tiene ganas de problemas”.
Con la de afectados jóvenes a los que ha despedido, no es de extrañar que Patxi no confiara en poder ver a su hija formar su propia familia. Es hablar de su nieta, de 17 meses, e iluminársele el rostro con una sonrisa. “Cuando la cogí en el hospital recién nacida sentí que me quitaba diez años de encima. La vida te da también cosas bonitas”, afirma, con la esperanza de “poder verla crecer”. Por si las moscas le tiene ya preparada la “herencia principal”, una caja de madera con las entrevistas que le han hecho sobre su enfermedad. “Para que cuando se haga mayor diga: Qué guerrero fue mi abuelo”.
“Si otros llevaban máscaras, algo se sabía”
Asun Míguez pasea a su mascota por Durango. Patxi la saluda. Es una de las muchas viudas que ha dejado el amianto, un mineral que se ha ganado a pulso su apodo de asesino silencioso. A su marido, Miguel Cárdenas, se lo llevó a los 57, en poco más de medio año. “Él nunca supo que no iba a salir. Siempre decía:Haber tenido que coger esto ahora que pronto me voy a jubilar¿Saldré? ¿Saldré? Él solo preguntaba eso”, recuerda Asun, el mazazo tatuado en el semblante. Preguntaba eso y cómo no les avisaron del peligro para haberse protegido.
Miguel era panadero y ayudó, junto a otros compañeros, a desmontar unos hornos antiguos para cambiarlos por otros eléctricos. “Metían aquello a puñados con las manos en sacos sin guantes ni nada. No sabían que era amianto ni nadie se lo dijo”, cuenta Asun con una mezcla de dolor e impotencia porque aquel trabajo ni siquiera les correspondía. Quienes sí debían hacerlo iban protegidos, dice, de pies a cabeza. “Los de la empresa de montaje de hornos venían con sus máscaras, buzos y guantes. Si otros llevaban máscaras, es que algo supuestamente ya se sabía”, se duele. Su marido apenas estuvo en contacto con el amianto unos meses, pero fue suficiente. “El médico me dijo: Este hombre era muy trabajador porque en una exposición tan puntual lo ha cogido muy fuerte. Digo: Sí, trabajador cien por cien. Echaba cantidad de horas. No lo esperábamos ni por lo más remoto y ahí contrajo la enfermedad”.
El mesotelioma que le roía la pleura a la chita callando aprovechó unas vacaciones para manifestarse a través de un dolor en el costado, que se agudizó un día al coger una garrafa. “Fuimos al hospital y el médico dijo: No hay ninguna duda, es inhalación de amianto. Los primeros meses, bueno. Luego se puso peor, con muchísimo dolor, con la morfina continuada, le pasó a los huesos y murió. Fue fulminante, de julio a febrero, así fue”, reitera. No es un final nada envidiable, pero Patxi le dijo en su día a Asun que a su marido “le había tocado la lotería por haber sido la muerte tan rápida”. Y si él, que sabe muy bien de qué habla, lo dice, por algo será.
Dos años después de enviudar, Asun sigue en tratamiento para sobrellevar el embiste y va a denunciar a la empresa. “No quería hacerlo porque mi marido era muy querido, pero visto que igual la van a cerrar y que yo tengo una hipoteca y llego por los pelos... Todos me decían: No seas tonta y al final me he decidido”.
“No querían destaparlo por el tema económico”
Martín Tejero era tubero soldador e inhaló amianto trabajando para una empresa que ya no existe. Con 47 años le concedieron “la incapacidad absoluta por enfermedad común”. Cinco años después le quitaron un pulmón. “Tenía asbestosis pleurales. Estuvo doce años con oxígeno en casa, seis permanente. El cáncer se le declaró un 14 de octubre y el 30 falleció. Se fue en 15 días”, detalla su viuda, Aurora Morán. Tenía 65 años.
En ninguna de las consultas a las que acudieron, denuncia Aurora, se pronunció la palabra amianto ni se les informó de que la enfermedad que padecía su marido era profesional. “El médico ponía asbestosis en los informes y se lavaba las manos, pero sabía que a mi marido no le estaban pagando lo que le correspondía. Es intolerable. No querían destapar que tenía amianto por el tema económico”, sospecha. De hecho, apunta, la pensión que percibía su esposo “no llegaba a los 1.000 euros cuando le habrían correspondido 2.500”. El dinero no habría frenado la enfermedad, pero habría mejorado su calidad de vida y otras cosas “que no vienen al caso”.
Ya se lo decía Aurora a su marido: “Esto te viene del trabajo, Martín”, pero él se conformaba. Con la “espina clavada”, una vez enviudó, se informó, pero le dijeron que “había prescrito y no tenía nada que hacer”. Hasta que un día, saliendo del cementerio, un matrimonio le comentó el caso de otra viuda que estaba reclamando lo que le pertenecía. “Me puse negra. Dije: Si alguien tenía amianto era él. No puede ser que nos esté pasando esto. Fui a la asociación y gracias a ellos me concedieran una compensación y me pude jubilar”, relata. Fue a contárselo al médico. “Me dijo: Da gracias a que ha muerto para que lo hayas luchado”. A Aurora se le anega la garganta. “No ha salido de mi boca hasta hoy”. Se emociona. “Me fui con las lágrimas en los ojos. No tuve fuerza para contestar”.

Fuente original: http://www.deia.com/2016/06/12/economia/jamas-pense-que-viviria-tanto

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