Además de los tamaños de los predios, una política rural en el posconflicto debe preocuparse por garantizar la participación efectiva del campesinado en el ordenamiento territorial.
Por Laura Gabriela Gutiérrez
Fuente de la imagen: www.vanguardia.com |
En enero de este año, la ONG boliviana Tierra publicó un libro titulado La segunda reforma agraria: Una historia que incomoda, que recoge los resultados de una investigación sobre el impacto de una ley agraria implementada en este país desde 1996, conocida como Ley INRA, encaminada a clarificar la propiedad del cien por ciento de las tierras rurales de Bolivia. La estrategia de esta ley consiste fundamentalmente en adelantar un proceso de saneamiento de títulos a través de la revisión de la legalidad de los mismos y de su ordenamiento y registro catastral, al cabo del cual podrá ejecutarse con mayores garantías un proceso de adjudicación de tierras a campesinos que carecen de estas.
Veinte años después de la sanción de dicha ley en Bolivia, en Colombia se está amasando una idea algo similar a través del Punto 1 del acuerdo de paz de La Habana. Aunque es muy difícil dilucidar qué tan cercana o distante es la orientación del acuerdo de paz respecto a la Ley INRA –dada la desesperante ambigüedad de lo acordado-, hay dos elementos clave a través de los cuales se puede establecer la conexión: de un lado, la creación y puesta en marcha del Fondo de Tierras para su adjudicación a campesinos, y de otro, la insistente declaración de la necesidad de implementar un catastro multipropósito que por fin determine quién es dueño de qué y a través de cuál título, para así alimentar dicho fondo.
Tanto en INRA como –al parecer- en el Punto 1, la política de tenencia de tierras rurales no implica necesariamente una redistribución de la propiedad, pues no es evidente una estrategia de expropiación para contener y reversar la acumulación de tierras en pocas manos. La clarificación de la propiedad es más un proceso de decantación para determinar cuáles tierras no tienen dueño o, a lo sumo, para recuperar las que fueron adquiridas de manera ilegal. Pero, a pesar de no ser una política de redistribución, tanto en Bolivia como en Colombia, la estrategia de clarificación de títulos es utilizada para dar alguna respuesta a los problemas que genera el latifundio en contextos de carencia de tierras para campesinos, que ha causado gran conflictividad social en ambos países.
Según el estudio, así como en Colombia, en Bolivia el modelo de tenencia de la tierra es un modelo dual, caracterizado por la coexistencia de minifundios y latifundios que se relacionan con: la producción campesina, familiar, intensiva en mano de obra y de pancoger, en el caso del minifundio; y con la agricultura empresarial y el uso intensivo de capital orientado a las lógicas del mercado, en el caso del latifundio. No obstante, la investigación pone especial énfasis en el reconocimiento de los matices que hay en medio de este modelo dual, donde la extensión de tierra de la que se es propietario, es tan solo una variable del problema que debe ser abordado. Por ejemplo, explican los investigadores, que las comunidades indígenas tienen territorios de gran tamaño, pero aún así explotan la tierra a través de la economía de subsistencia. También identifican grupos de campesinos colonizadores que se han convertido en “pequeño[s] productor[es] de mercancías (…) como hoja de coca, soya, quinua y otros cultivos comerciales” y acceden cada vez más a tecnología, capital y servicios financieros, aun cuando han adquirido los derechos sobre la tierra como minifundistas. Asimismo, describen el grupo de quienes aún son productores de alimentos y sus cultivos son diversificados, pero los utilizan para su comercio en el mercado interno.
De otro lado, el estudio muestra la amalgama de formas de explotación de la tierra de los medianos y grandes propietarios. Así, aunque permanecen algunos reductos del latifundio ocioso en el que se acapara la tierra para especular con sus precios, también existe un “latifundio moderno” que separa al propietario de su tierra al no obligarlo a gerenciar directamente su predio y su forma de producción. Este latifundio se caracteriza por el uso intensivo de tecnología, tal como sucede en los casos de Argos, Riopaila y Cargill en Colombia.
Además de las diversas formas de explotación, según el estudio, hay otro factor determinante a tener en cuenta: el hecho de que ha emergido un mercado de tierras en el que lo más determinante ya no es el título de propiedad sino el uso de la misma, porque en la actualidad se están negociando “derechos de uso parciales, condicionados y delimitados en el tiempo, bajo distintas formas de arreglos”. Esto coincide con lo que actualmente se quiere permitir para baldíos adjudicados a campesinos en Colombia a través de la Ley 1776 de 2016, más conocida como Ley de Zidres.
De acuerdo con los investigadores, la estrategia de saneamiento de títulos en nada logra capturar estas zonas intermedias de organización territorial y productiva, y permite que se creen tres grandes sectores de productores: “un sector núcleo que controla la renta de la tierra, un sector semi-periférico cuya viabilidad depende de los nexos subordinados que mantenga con los intereses del primero y un sector excluido (pero mayoritario) que no es utilitario para este nuevo régimen agrario”.
Por lo tanto, aunque la definición de la propiedad y su tamaño es un factor importante en la medida en que podría democratizar las decisiones sobre el uso del suelo, una política rural del posconflicto en Colombia debería incorporar y hacer énfasis en mecanismos efectivos que hagan material la autonomía en la decisión sobre la destinación de la tierra y sus formas de producción, y no solamente en la determinación de la propiedad para luego dejar a la deriva a los pequeños propietarios, de tal manera que se vean obligados a entrar en el sector semi-periférico como lo promueve la mencionada Ley de Zidres. La manera de lograrlo es, como lo señala el estudio para el caso boliviano, generar políticas que alteren “de fondo las relaciones desiguales de poder, [lo cual pasa por] la ruptura de la coalición entre la élite política (la clase gobernante) y las élites agrarias”.
En suma, el reto para el Punto 1 de los acuerdos de La Habana, es lograr que los trabajadores agrarios tengan garantizada no solo la titulación, sino también el uso de la tierra y la autonomía suficiente para decidir las formas de producción que pueden coexistir en el territorio. Para esto, la participación de las comunidades –ambigua en el acuerdo- debe promoverse no solo en la veeduría a la titulación de los predios del Fondo de Tierras, o en la determinación de planes de infraestructura y distritos de riego, sino también en la determinación del ordenamiento territorial de las regiones.
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