TomDispatch
Durante seis siglos o más, la Historia ha sido –sobre todo– el relato del gran juego de los imperios, Desde el tiempo en que los primeros barcos de madera armados de cañones se alejaron de las costas europeas, los imperios empezaron a competir por el poder y el control del mundo. Tres, cuatro, incluso cinco imperios, crecieron y cayeron en un planeta cada vez más colonizado y arbitrariamente dividido. El relato, el contado habitualmente, es un cuento de concentración de fuerzas y destrucción hasta que, en la estela de la segunda gran sangría del siglo XX, quedaron en pie solo dos potencias imperiales: Estados Unidos y la Unión Soviética. Un cuento en el que de los otros imperios, los europos y el japonés, poco ha quedado salvo muerte, escombros, refugiados y escenas que en este momento solo estarían asociadas con un lugar como Siria.
El resultado de esto es el último pulso imperial al que llamamos Guerra Fría. Los dos grandes imperios todavía existentes compitieron “en la sombra” para dirimir la supremacía respecto de las “periferias” del planeta. Debido a que los conflictos librados estaban ciertamente lejos, al menos de Washington, y a que (aparte de las amenazas explicitadas) ambas potencias se abstuvieron de usar armas nucleares, recibieron el nombre de “guerras limitadas”. Sin embargo, no parecieron que fueran limitadas a los coreanos o vietnamitas cuya casa o vida fueron barridas en esas guerras, con el resultado de más escombros, más refugiados y la muerte de millones de personas.
Esos dos rivales –uno de ellos una entidad gigantesca y basada en el territorio contiguo y el otro claramente un imperio no tradicional de bases militares– eran tan enormes y tan poco parecidos a las “grandes potencias” que les habían precedido –después de todo, eran capaces de hacer lo que en otros tiempos estaba reservado a los dioses, es decir, destruir literalmente cualquier punto habitable del planeta Tierra– que recibieron un novísimo apodo: se les llamó las “superpotencias”.
Y entonces, por supuesto, se acabó ese proceso que ya llevaba 600 años de rivalidades y consolidaciones y solo quedó una: la “única superpotencia”. Eso sucedió en 1991, cuando la Unión Soviética implosionó súbitamente. A los 71 años de edad, desapareció de la faz de la Tierra, y de la Historia –al menos como algunos la imaginaban entonces– se dijo sucintamente que se había acabado.
El efecto fragmentación
Había otra historia acechando detrás del relato de la concentración imperial; era el de la fragmentación imperial. Comenzó, tal vez, con la Guerra de la Independencia y el establecimiento de un nuevo país emancipado del poder del Rey de Inglaterra y la dominación colonial. En el siglo XX, el movimiento para “descolonizar” el planeta consiguió una fuerza notable. Desde las Indias Orientales holandesas hasta la Indochina francesa, desde el Imperio Británico en la India hasta las colonias europeas en África y Oriente Medio, la “independencia” se respiraba en el ambiente. Se iniciaron o reforzaron movimientos de liberación, aparecieron grupos armados de guerrilla y la insurgencia se extendió en lo que se llamaba el Tercer Mundo. El poder imperial se derrumbaba o cedía control, a menudo después de sangrientas luchas y, durante cierto tiempo, los resultados parecieron sin duda maravillosos: la liberación y la independencia nacional en un país tras otro (aunque muchos de esos pueblos recién liberados se encontraron bajo el dominio de autócratas, dictadores o represivos regímenes comunistas).
Al principio, que se trataba del relato de un mundo que se hacía añicos no fue del todo evidente. Ya debería serlo en estos momentos. Después de todo, las fuerzas insurgentes, las tácticas de la guerra de guerrillas y las ansias de “liberación” no son hoy en día propiedad exclusiva de los movimientos de liberación nacional de izquierda sino también de los grupos de terroristas islámicos. Podríamos verlos como los nietos armados de la descolonización, quienes no estarían de acuerdo que la suya es una historia de la fragmentación de regiones enteras. De hecho, da la impresión de que ellos solo pueden prosperar en lugares que en cierto modo ya han sido despedazados y son estados fracasados o a punto de serlo (todo esto, naturalmente, está claro que llega gracias a la mano que le ha echado el último gran imperio del mundo).
Que su marca global sea la fragmentación debería ser bastante evidente en estos momentos, cuando en París, Libia, Yemen y otros sitios que todavía no tienen nombre, los terroristas islámicos están exportando ese producto –la fragmentación– a lo grande. Por ejemplo, en el modo remoto, pueden estar ayudando a hacer de Europa un territorio despedazado, abortando así el último gran intento de relato épico de concentración, la conversión de la Unión Europea en un Estados Unidos de Europa.
Hablando de fragmentación, el último imperio y el primer califato del terror tienen mucho en común y, en cierto sentido, pueden incluso estar confabulados. En el siglo XXI, ambos han demostrado ser máquinas trituradoras del Gran Oriente Medio y, cada vez más, de África. No olvidemos nunca que sin el último imperio, nunca habría existido el primer califato.
Ambos han desarrollado su capacidad de sacudir a sociedades enteras haciendo uso de las tecnologías más avanzadas para conseguir lo que deseaban. Dos administraciones de Estados Unidos han utilizado aviones no tripulados manejados a distancia para eliminar a jefes terroristas y a sus seguidores en todo el Gran Oriente Medio y África, ocasionando muchos “daños colaterales” y creando una sensación constante de miedo y terror entre los habitantes de algunas zonas remotas del planeta; los operadores de estos drones dicen que estas misiones son para “aplastar bichos”. En sus robotizadas operaciones de caza del hombre, Washington continúa comprometida en una guerra contra el terror que es funcional a la promoción tanto del terror como de los grupos terroristas.
El Estado Islámico ha empleado también tecnologías de control remoto –en su caso, las redes sociales en todas sus variantes– para promocionar el terror y alimentar el miedo en territorios apartados. Y, por supuesto, tiene su propia versión de baja tecnología de avión no tripulado: sus suicidas provistos de un cinturón explosivo y sus asesinos suicidas, que pueden ser enviados –como máquinas diseñadas para causar daños colaterales– para atacar blancos individuales situados a miles de kilómetros. En otras palabras, mientras Estados Unidos se centra en la contrainsurgencia controlada a distancia, el Estado Islámico ha estado promoviendo una variante notablemente eficaz de insurgencia manejada desde muy lejos. Juntos, el impacto de ambos ha sido devastador.
El planeta del Apocalipsis Imperial
Entre ambos relatos épicos de concentración y fragmentación está la Historia tal como la hemos conocido en los últimos siglos. Pero resulta que un tercer relato –desapercibido hasta hace relativamente poco tiempo– acechaba detrás de los otros dos. Uno que todavía no está del todo escrito aunque podría ser que se tratara del final real de la Historia. Cualquier otra cosa –el auge y la caída de los imperios, el poder de suprimir y el anhelo de rebelión, las dictaduras y la democracia– sigue siendo el material normal de la Historia. Eventualmente, este tercer relato es el que acabaría con todos los arreglos.
Promete una concentración de poder perteneciente a una variedad jamás imaginada antes y una fragmentación de un tipo igualmente inconcebible. En este momento, cuando las autoridades de prácticamente todos los países de la Tierra están reunidas en París para llegar a un acuerdo que ponga freno a la emisión de gases de efecto invernadero y reduzca la velocidad de calentamiento del planeta, ¿de qué otra cosa podría estar hablando que no sea el Emperador Clima? Pensad en su futuro reino, de llegar a ser alguna vez, como el planeta del Apocalipsis Imperial.
En la última era de los imperios, las dos superpotencias hicieron que por primera vez en la Historia el ser humano tuviera en sus manos el “final de los tiempos”. Estados Unidos y la Unión Soviética se apropiaron de la potencia del átomo y construyeron un arsenal nuclear capaz de destruir varias veces el planeta, es decir, destruir varios planetas como el que habitamos (en estos días un intercambio relativamente modesto de este tipo de armas entre India y Pakistán sumergiría a la Tierra en una versión “reducida” de invierno nuclear como consecuencia del cual 1.000 millones de personas podrían morir de hambre). Mientras nos amenaza este súbito apocalipsis, una versión en “cámara lenta” del mismo cataclismo, producido también por la actividad humana, se está acercando, aunque nadie lo perciba. Este es el porqué, precisamente, de la Cumbre de París: qué ha estado haciendo a nuestro planeta la explotación de los combustibles fósiles.
Tened en cuenta que desde la revolución industrial ya hemos calentado el planeta en aproximadamente 1 ºC. En general, los científicos del clima han sugerido que si la temperatura media global se eleva por encima de los 2 ºC, podría producirse un conjunto de fenómenos potencialmente devastadores en nuestro entorno. Sin embargo, algunos de estos científicos creen que incluso un aumento de 2 ºC será tremendo para la vida humana. En cualquier caso, si se acordara y cumpliera el compromiso de 183 países de reducir la emisión de gases de invernadero solo se limitaría el aumento global de la temperatura a un guarismo que rondaría entre 2,7 y 3,7 ºC. Si no se llega a un acuerdo o en realidad se hace poco por cumplirlo, el aumento de la temperatura media del mundo podría alcanzar los 5 ºC, algo que sería catastrófico. Ciertamente, en las décadas que vienen, esto podría ser la culminación mundial del reino del Emperador Clima.
Naturalmente, su poder aéreo –sus bombarderos, cazas y drones– serían las supertormentas; sus ejércitos de invasión serían las intensas y prolongadas sequías y las inundaciones que cubrirían enormes zonas durante semanas y semanas; su fuerza naval, el derretimiento total o parcial de la capa de hielo en Groenlandia y la Antártida, lo que provocaría la subida del nivel del mar y la inundación de los litorales marítimos y muchas de las grandes ciudades costeras. Sus fuerzas de ocupación no solo se desplegarían en uno o dos países del Gran Oriente Medio o cualquier otra región sino en todo el mundo.
El territorio donde ejercería su poder el Emperador Clima sería global y en una escala imponente; los ataques de sus fuerzas fragmentarían el planeta que hoy habitamos de una forma que muy posiblemente lo convertiría en algo parecido, en términos humanos, a la Siria actual. Además, según el tiempo que tarden los gases de efecto invernadero en dejar la atmósfera, es indiscutible que sus efectos durarían un periodo inhumanamente prolongado.
El calor (pensad en la ardiente Australia de este momento, solo que mucho peor) sería la moneda corriente en el imperio. Sin duda, el ser humano sobreviviría de alguna manera, aunque cierto es que no tenemos ninguna forma de saber si la civilización humana tal como la conocemos sería capaz de sobrevivir en un planeta que ya no es tan acogedor como lo ha sido en los últimos miles de años.
No obstante, no olvidéis que al igual que la propia Historia, este es un relato que todavía estamos escribiendo, a pesar de que el Emperador Clima no podría cuidarse menos de escribir la Historia... ni de nosotros. Ciertamente, si de verdad él asume el poder, en cierto sentido la Historia se habrá acabado. En su mandato no habrá esperanza de democracia ya que a él le tendrá sin cuidado lo que pensemos, o hagamos, o digamos, ni la rebeldía –ese ingrediente básico de nuestra Historia– porque (trayendo a colación algo que señaló Bill McKibben) es imposible rebelarse contra la física.
La Historia todavía no se ha grabado en... bueno, si no en piedra, entoces en hielo que se está derritiendo. Más temprano que tarde, sin duda puede ser un cuento que se despliegue en forma de bucles ambientales que ya no puedan detenerse ni modificarse. Pero de momento, parece que la humanidad todavía tiene la posibilidad de escribir su propia historia, una historia que tendría en cuenta un mundo tal vez menos acogedor pero aún razonablemente agradable en el que vivan nuestros hijos y nietos. Y alegrarse de eso.
Sin embargo, para que eso suceda, unas negociaciones exitosas en París solo pueden ser el comienzo de algo mucho más amplio, algo que implique los tipos de energía que utilizamos y nuestro estilo de vida en este planeta. Afortunadamente, se está experimentando en el ámbito de las energías alternativas, está empezando a aparecer el financiamiento necesario para este trabajo y un movimiento medioambiental mundial se está expandiendo de manera tal que algún día podrá, en un planeta cada día menos placentero, controlar globalmente el calor antes de que el Emperador Clima pueda hacer subir el calor de la Historia.
Traducción del inglés por Carlos Riba García.
Tom Engelhardt es cofundador de American Empire Project y autor tanto de The United States of Fear como de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Dirige TomDispatch.com, del Nation Institute. Su nuevo libro es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World (Haymarket Books).
Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/176077/tomgram%3A_engelhardt%2C_apocalypse_when/#more
El resultado de esto es el último pulso imperial al que llamamos Guerra Fría. Los dos grandes imperios todavía existentes compitieron “en la sombra” para dirimir la supremacía respecto de las “periferias” del planeta. Debido a que los conflictos librados estaban ciertamente lejos, al menos de Washington, y a que (aparte de las amenazas explicitadas) ambas potencias se abstuvieron de usar armas nucleares, recibieron el nombre de “guerras limitadas”. Sin embargo, no parecieron que fueran limitadas a los coreanos o vietnamitas cuya casa o vida fueron barridas en esas guerras, con el resultado de más escombros, más refugiados y la muerte de millones de personas.
Esos dos rivales –uno de ellos una entidad gigantesca y basada en el territorio contiguo y el otro claramente un imperio no tradicional de bases militares– eran tan enormes y tan poco parecidos a las “grandes potencias” que les habían precedido –después de todo, eran capaces de hacer lo que en otros tiempos estaba reservado a los dioses, es decir, destruir literalmente cualquier punto habitable del planeta Tierra– que recibieron un novísimo apodo: se les llamó las “superpotencias”.
Y entonces, por supuesto, se acabó ese proceso que ya llevaba 600 años de rivalidades y consolidaciones y solo quedó una: la “única superpotencia”. Eso sucedió en 1991, cuando la Unión Soviética implosionó súbitamente. A los 71 años de edad, desapareció de la faz de la Tierra, y de la Historia –al menos como algunos la imaginaban entonces– se dijo sucintamente que se había acabado.
El efecto fragmentación
Había otra historia acechando detrás del relato de la concentración imperial; era el de la fragmentación imperial. Comenzó, tal vez, con la Guerra de la Independencia y el establecimiento de un nuevo país emancipado del poder del Rey de Inglaterra y la dominación colonial. En el siglo XX, el movimiento para “descolonizar” el planeta consiguió una fuerza notable. Desde las Indias Orientales holandesas hasta la Indochina francesa, desde el Imperio Británico en la India hasta las colonias europeas en África y Oriente Medio, la “independencia” se respiraba en el ambiente. Se iniciaron o reforzaron movimientos de liberación, aparecieron grupos armados de guerrilla y la insurgencia se extendió en lo que se llamaba el Tercer Mundo. El poder imperial se derrumbaba o cedía control, a menudo después de sangrientas luchas y, durante cierto tiempo, los resultados parecieron sin duda maravillosos: la liberación y la independencia nacional en un país tras otro (aunque muchos de esos pueblos recién liberados se encontraron bajo el dominio de autócratas, dictadores o represivos regímenes comunistas).
Al principio, que se trataba del relato de un mundo que se hacía añicos no fue del todo evidente. Ya debería serlo en estos momentos. Después de todo, las fuerzas insurgentes, las tácticas de la guerra de guerrillas y las ansias de “liberación” no son hoy en día propiedad exclusiva de los movimientos de liberación nacional de izquierda sino también de los grupos de terroristas islámicos. Podríamos verlos como los nietos armados de la descolonización, quienes no estarían de acuerdo que la suya es una historia de la fragmentación de regiones enteras. De hecho, da la impresión de que ellos solo pueden prosperar en lugares que en cierto modo ya han sido despedazados y son estados fracasados o a punto de serlo (todo esto, naturalmente, está claro que llega gracias a la mano que le ha echado el último gran imperio del mundo).
Que su marca global sea la fragmentación debería ser bastante evidente en estos momentos, cuando en París, Libia, Yemen y otros sitios que todavía no tienen nombre, los terroristas islámicos están exportando ese producto –la fragmentación– a lo grande. Por ejemplo, en el modo remoto, pueden estar ayudando a hacer de Europa un territorio despedazado, abortando así el último gran intento de relato épico de concentración, la conversión de la Unión Europea en un Estados Unidos de Europa.
Hablando de fragmentación, el último imperio y el primer califato del terror tienen mucho en común y, en cierto sentido, pueden incluso estar confabulados. En el siglo XXI, ambos han demostrado ser máquinas trituradoras del Gran Oriente Medio y, cada vez más, de África. No olvidemos nunca que sin el último imperio, nunca habría existido el primer califato.
Ambos han desarrollado su capacidad de sacudir a sociedades enteras haciendo uso de las tecnologías más avanzadas para conseguir lo que deseaban. Dos administraciones de Estados Unidos han utilizado aviones no tripulados manejados a distancia para eliminar a jefes terroristas y a sus seguidores en todo el Gran Oriente Medio y África, ocasionando muchos “daños colaterales” y creando una sensación constante de miedo y terror entre los habitantes de algunas zonas remotas del planeta; los operadores de estos drones dicen que estas misiones son para “aplastar bichos”. En sus robotizadas operaciones de caza del hombre, Washington continúa comprometida en una guerra contra el terror que es funcional a la promoción tanto del terror como de los grupos terroristas.
El Estado Islámico ha empleado también tecnologías de control remoto –en su caso, las redes sociales en todas sus variantes– para promocionar el terror y alimentar el miedo en territorios apartados. Y, por supuesto, tiene su propia versión de baja tecnología de avión no tripulado: sus suicidas provistos de un cinturón explosivo y sus asesinos suicidas, que pueden ser enviados –como máquinas diseñadas para causar daños colaterales– para atacar blancos individuales situados a miles de kilómetros. En otras palabras, mientras Estados Unidos se centra en la contrainsurgencia controlada a distancia, el Estado Islámico ha estado promoviendo una variante notablemente eficaz de insurgencia manejada desde muy lejos. Juntos, el impacto de ambos ha sido devastador.
El planeta del Apocalipsis Imperial
Entre ambos relatos épicos de concentración y fragmentación está la Historia tal como la hemos conocido en los últimos siglos. Pero resulta que un tercer relato –desapercibido hasta hace relativamente poco tiempo– acechaba detrás de los otros dos. Uno que todavía no está del todo escrito aunque podría ser que se tratara del final real de la Historia. Cualquier otra cosa –el auge y la caída de los imperios, el poder de suprimir y el anhelo de rebelión, las dictaduras y la democracia– sigue siendo el material normal de la Historia. Eventualmente, este tercer relato es el que acabaría con todos los arreglos.
Promete una concentración de poder perteneciente a una variedad jamás imaginada antes y una fragmentación de un tipo igualmente inconcebible. En este momento, cuando las autoridades de prácticamente todos los países de la Tierra están reunidas en París para llegar a un acuerdo que ponga freno a la emisión de gases de efecto invernadero y reduzca la velocidad de calentamiento del planeta, ¿de qué otra cosa podría estar hablando que no sea el Emperador Clima? Pensad en su futuro reino, de llegar a ser alguna vez, como el planeta del Apocalipsis Imperial.
En la última era de los imperios, las dos superpotencias hicieron que por primera vez en la Historia el ser humano tuviera en sus manos el “final de los tiempos”. Estados Unidos y la Unión Soviética se apropiaron de la potencia del átomo y construyeron un arsenal nuclear capaz de destruir varias veces el planeta, es decir, destruir varios planetas como el que habitamos (en estos días un intercambio relativamente modesto de este tipo de armas entre India y Pakistán sumergiría a la Tierra en una versión “reducida” de invierno nuclear como consecuencia del cual 1.000 millones de personas podrían morir de hambre). Mientras nos amenaza este súbito apocalipsis, una versión en “cámara lenta” del mismo cataclismo, producido también por la actividad humana, se está acercando, aunque nadie lo perciba. Este es el porqué, precisamente, de la Cumbre de París: qué ha estado haciendo a nuestro planeta la explotación de los combustibles fósiles.
Tened en cuenta que desde la revolución industrial ya hemos calentado el planeta en aproximadamente 1 ºC. En general, los científicos del clima han sugerido que si la temperatura media global se eleva por encima de los 2 ºC, podría producirse un conjunto de fenómenos potencialmente devastadores en nuestro entorno. Sin embargo, algunos de estos científicos creen que incluso un aumento de 2 ºC será tremendo para la vida humana. En cualquier caso, si se acordara y cumpliera el compromiso de 183 países de reducir la emisión de gases de invernadero solo se limitaría el aumento global de la temperatura a un guarismo que rondaría entre 2,7 y 3,7 ºC. Si no se llega a un acuerdo o en realidad se hace poco por cumplirlo, el aumento de la temperatura media del mundo podría alcanzar los 5 ºC, algo que sería catastrófico. Ciertamente, en las décadas que vienen, esto podría ser la culminación mundial del reino del Emperador Clima.
Naturalmente, su poder aéreo –sus bombarderos, cazas y drones– serían las supertormentas; sus ejércitos de invasión serían las intensas y prolongadas sequías y las inundaciones que cubrirían enormes zonas durante semanas y semanas; su fuerza naval, el derretimiento total o parcial de la capa de hielo en Groenlandia y la Antártida, lo que provocaría la subida del nivel del mar y la inundación de los litorales marítimos y muchas de las grandes ciudades costeras. Sus fuerzas de ocupación no solo se desplegarían en uno o dos países del Gran Oriente Medio o cualquier otra región sino en todo el mundo.
El territorio donde ejercería su poder el Emperador Clima sería global y en una escala imponente; los ataques de sus fuerzas fragmentarían el planeta que hoy habitamos de una forma que muy posiblemente lo convertiría en algo parecido, en términos humanos, a la Siria actual. Además, según el tiempo que tarden los gases de efecto invernadero en dejar la atmósfera, es indiscutible que sus efectos durarían un periodo inhumanamente prolongado.
El calor (pensad en la ardiente Australia de este momento, solo que mucho peor) sería la moneda corriente en el imperio. Sin duda, el ser humano sobreviviría de alguna manera, aunque cierto es que no tenemos ninguna forma de saber si la civilización humana tal como la conocemos sería capaz de sobrevivir en un planeta que ya no es tan acogedor como lo ha sido en los últimos miles de años.
No obstante, no olvidéis que al igual que la propia Historia, este es un relato que todavía estamos escribiendo, a pesar de que el Emperador Clima no podría cuidarse menos de escribir la Historia... ni de nosotros. Ciertamente, si de verdad él asume el poder, en cierto sentido la Historia se habrá acabado. En su mandato no habrá esperanza de democracia ya que a él le tendrá sin cuidado lo que pensemos, o hagamos, o digamos, ni la rebeldía –ese ingrediente básico de nuestra Historia– porque (trayendo a colación algo que señaló Bill McKibben) es imposible rebelarse contra la física.
La Historia todavía no se ha grabado en... bueno, si no en piedra, entoces en hielo que se está derritiendo. Más temprano que tarde, sin duda puede ser un cuento que se despliegue en forma de bucles ambientales que ya no puedan detenerse ni modificarse. Pero de momento, parece que la humanidad todavía tiene la posibilidad de escribir su propia historia, una historia que tendría en cuenta un mundo tal vez menos acogedor pero aún razonablemente agradable en el que vivan nuestros hijos y nietos. Y alegrarse de eso.
Sin embargo, para que eso suceda, unas negociaciones exitosas en París solo pueden ser el comienzo de algo mucho más amplio, algo que implique los tipos de energía que utilizamos y nuestro estilo de vida en este planeta. Afortunadamente, se está experimentando en el ámbito de las energías alternativas, está empezando a aparecer el financiamiento necesario para este trabajo y un movimiento medioambiental mundial se está expandiendo de manera tal que algún día podrá, en un planeta cada día menos placentero, controlar globalmente el calor antes de que el Emperador Clima pueda hacer subir el calor de la Historia.
Traducción del inglés por Carlos Riba García.
Tom Engelhardt es cofundador de American Empire Project y autor tanto de The United States of Fear como de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Dirige TomDispatch.com, del Nation Institute. Su nuevo libro es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World (Haymarket Books).
Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/176077/tomgram%3A_engelhardt%2C_apocalypse_when/#more
Para mayor información comunicate con nosotr@s al mail: madalbo@gmail.com
Tomgram: Engelhardt, Apocalypse When?
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For six centuries or more, history was, above all, the story of the great game of empires. From the time the first wooden ships mounted with cannons left Europe’s shores, they began to compete for global power and control. Three, four, even five empires, rising and falling, on an increasingly commandeered and colonized planet. The story, as usually told, is a tale of concentration and of destruction until, in the wake of the second great bloodletting of the twentieth century, there were just two imperial powers left standing: the United States and the Soviet Union. Where the other empires, European and Japanese, had been, little remained but the dead, rubble, refugees, and scenes that today would be associated only with a place like Syria.
The result was the ultimate imperial stand-off that we called the Cold War. The two great empires still in existence duked it out for supremacy on “the peripheries” of the planet and “in the shadows.” Because the conflicts being fought were distant indeed, at least from Washington, and because (despite threats) both powers refrained from using nuclear weapons, these were termed “limited wars.” They did not, however, seem limited to the Koreans or Vietnamese whose homes and lives were swept up in them, resulting as they did in more rubble, more refugees, and the deaths of millions.
Those two rivals, one a giant, land-based, contiguous imperial entity and the other a distinctly non-traditional empire of military bases, were so enormous and so unlike previous “great powers” -- they were, after all, capable of what had once been left to the gods, quite literally destroying every habitable spot on the planet -- that they were given a new moniker. They were “superpowers.”
And then, of course, that six-century process of rivalry and consolidation was over and there was only one: the “sole superpower.” That was 1991 when the Soviet Union suddenly imploded. At age 71, it disappeared from the face of the Earth, and history, at least as some then imagined it, was briefly said to be over.
The Shatter Effect
There was another story lurking beneath the tale of imperial concentration, and it was a tale of imperial fragmentation. It began, perhaps, with the American Revolution and the armed establishment of a new country free of its British king and colonial overlord. In the twentieth century, the movement to “decolonize” the planet gained remarkable strength. From the Dutch East Indies to French Indochina, the British Raj to European colonies across Africa and the Middle East, “independence” was in the air. Liberation movements were launched or strengthened, guerrillas took up arms, and insurgencies spread across what came to be called the Third World. Imperial power collapsed or ceded control, often after bloody struggles and, for a while, the results looked glorious indeed: the coming of freedom and national independence to nation after nation (even if many of those newly liberated peoples found themselves under the thumbs of autocrats, dictators, or repressive communist regimes).
That this was a tale of global fragmentation was not, at first, particularly apparent. It should be by now. After all, those insurgent armies, the tactics of guerrilla warfare, and the urge for “liberation” are today the property not of left-wing national liberation movements but of Islamic terror outfits. Think of them as the armed grandchildren of decolonization and who wouldn’t agree that theirs is a story of the fragmentation of whole regions. It seems, in fact, that they can only thrive in places that have, in some fashion, already been shattered and are failed states, or are on the verge of becoming so. (All of this, naturally, comes with a distinct helping hand from the planet’s last empire).
That their global brand is fragmentation should be evident enough now that, in Paris, Libya, Yemen, and other places yet to be named, they’re exporting that product in a big way. In a long-distance fashion, they may, for instance, be helping to turn Europe into a set ofsplinterlands, aborting the last great attempt at an epic tale of concentration, the turning of the European Union into a United States of Europe.
When it comes to fragmentation, the last empire and the first terror caliphate have much in common and may in some sense even be in league with each other. In the twenty-first century, both have proven to be machines for the fracturing of the Greater Middle East and increasingly Africa. And let’s never forget that, without the last empire, the first caliphate of terror would never have been born.
Both have extended their power to shake whole societies by wielding advanced technology in forward-looking ways. Two American administrations have employed remote-controlled drones to target terror leaders and their followers across the Greater Middle East and Africa,causing much “collateral damage” and creating a sense of constant fear and terror among those in the backlands of the planet whom drone pilots refer to as potential “bugsplat.” In its robotic manhunting efforts Washington continues to engage in a war on terror that functionally promotes both terror and terror outfits.
The Islamic State has similarly used remote-controlled technology -- in their case, social media in its various forms -- to promote terror and stoke fear in distant lands. And of course they have their own low-tech version of Washington’s drones: their suicide bombers and suicidal killers who can be directed at distant individual targets and are engines for collateral damage. In other words, while the U.S. is focused on remote-controlled counterinsurgency, the Islamic State has been promoting a remarkably effective version of remote-controlled insurgency. In tandem, the effect of the two has been devastating.
Planet of the Imperial Apocalypse
Between those epic tales of concentration and fragmentation lies history as we’ve known it in these last centuries. But it turns out that, unsuspected until relatively recently, a third tale lurked behind the other two, one not yet fully written that could prove to be the actual end of history. Everything else -- the rise and fall of empires, the power to suppress and the urge to revolt, dictatorship and democracy -- remains the normal stuff of history. Prospectively, this is the deal-breaker.
It promises a concentration of power of a sort never before imagined and fragmentation of a similarly inconceivable kind. At this moment when the leaders of just about all the nations on Earth have been in Paris working out a deal to rein in greenhouse gas emissions and slow the heating of the planet, what else could I be speaking of than Emperor Weather? Think of his future realm, should it ever come to be, as the planet of the imperial apocalypse.
In the last imperial age, the two superpowers made “end times” a human possession for the first time in history. The U.S. and then the USSR took the super power of the atom and builtnuclear arsenals capable of destroying the planet several times over. (These days, even a relatively modest exchange of such weapons between India and Pakistan might plunge the world into a version of nuclear winter in which a billion people might die of hunger.) And yet while an instant apocalypse loomed, aslow-motion version of the same, also human-made, was approaching, unrecognized by anyone. That is, of course, what the Paris Summit is all about: what the exploitation of fossil fuels has been doing to this planet.
Keep in mind that since the industrial revolution we’ve already warmed the Earth by about 1 degree Celsius. Climate scientists have generally suggested that, if temperatures rise above 2 degrees Celsius, a potentially devastating set of changes could occur in our environment. Some climate scientists, however, believe that even a 2-degree rise would prove devastating to human life. In either case, even if the Paris pledges from 183 nations to cut back on greenhouse gas emissions are agreed upon and carried out, they would only limit the rise in global temperatures to between an estimated 2.7 and 3.7 degrees Celsius. If no agreement is reached or little of it is actually carried out, the rise could be in the 5-degree range, which would be devastating. Over the coming decades, this could indeed give Emperor Weather his global realm.
Of course, his air power -- his bombers, jets, and drones -- would be superstorms; his invading armies would be mega-droughts and mega-floods; and his navy, with the total or partial melting of the Greenland and Antarctic ice sheets, would be the rising seas of the planet, which would rob humanity of its coastlines and many of its great cities. His forces would occupy not just one or two countries in the Greater Middle East or elsewhere, but the entire planet, lock, stock, and barrel.
Emperor Weather’s imperial realms would be global on an awe-inspiring scale and the assaults of his forces would fragment the present planet in ways that could make much of it, in human terms, look like Syria. Moreover, given how long it takes greenhouse gases to leave the atmosphere, his global rule would be guaranteed to last an inhumanly long period of time unchallenged.
Heat (think burning Australia today, only far worse) would be the coin of the realm. While humanity will undoubtedly survive in some fashion, whether human civilization as we now know it can similarly survive on a planet that is no longer the welcoming home that it has been these last thousands of years we have no way of knowing.
Keep in mind, though, that like history itself, this is a story we are still writing -- even though Emperor Weather couldn't care less about writing, history, or us. If he truly comes to power, history will certainly end in some sense. There will be no hope of democracy under his rule because he won’t care a whit about what we think or do or say, nor of revolt -- that staple of our history -- because (to adapt something Bill McKibben has long pointed out) you can’t revolt against physics.
This story is not yet engraved in... well, if not stone, then melting ice. Sooner or later, it may indeed be a tale unfolding in environmental feedback loops that can no longer be stopped or altered. But for the moment, it seems, humanity still has the chance to write its own history in a fashion that would allow for a perhaps less welcoming but still reasonably palatable world for our children and grandchildren to live in. And be glad of that.
For that to happen, however, successful negotiations in Paris can only be the start of something far more sweeping when it comes to the forms of energy we use and how we live on this planet. Fortunately, experiments are underway in the world of alternative energy,funding is beginning to appear, and a global environmental movement is expanding and could someday, on a planet growing ever less comfortable, put the heat on governments globally before Emperor Weather can turn up the heat on history.
Tom Engelhardt is a co-founder of the American Empire Project and the author of The United States of Fear as well as a history of the Cold War, The End of Victory Culture. He is a fellow of the Nation Institute and runs TomDispatch.com. His latest book is Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World.
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Copyright 2015 Tom Engelhardt
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