Página/12
Durante el Tercer Congreso Nacional de Médicos de Pueblos Fumigados, que tuvo sede en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires (UBA), se encontraron y debatieron diferentes representantes de los 12 millones de habitantes de zonas agrarias que están rodeadas por los campos de monocultivos. En el congreso hicieron oír su voz trabajadores rurales, maestros de escuelas fumigadas, médicos e investigadores que coincidieron en la necesidad de frenar el uso “descontrolado de agrotóxicos que enferman a toda la población” dentro y fuera de los pueblos fumigados.
Matías y María José son docentes de Sociales en diferentes escuelas rurales del norte de Santa Fe. En esa zona de la provincia, los cultivos de batatas, arroz, soja y girasol rodean los establecimientos educativos de los parajes que los maestros definen como “escuelas fumigadas”.
Los educadores asistieron al congreso para contar que hay “fumigaciones en horario de clases, por las que hubo que encerrarse en las escuelas con los chicos”. Cuando esto sucede, “los chicos se ausentan por dolores en los ojos, alergias y descomposturas”. Además, los docentes denunciaron que en ocasiones se usa a chicos “como banderilleros en el terreno para que marquen hasta dónde se fumigó en cada pasada”, explicaron los docentes.
En ocasiones, las “escuelas tienen los silos al lado, y cuando se los ventea, largan tóxicos, que afectan a los chicos. Aunque hay denuncias, se propusieron soluciones irrisorias como poner paredes de dos metros junto a silos que son mucho más altos que la pared, la cual obviamente no detiene los químicos”, relataron los educadores a este diario.
Los docentes expresaron la necesidad de contar estas experiencias y unirse para buscar una solución porque “muchas escuelas rurales dependen económicamente de los productores, por la cooperadora. A veces los chicos son hijos de peones y tienen miedo de que sus padres pierdan el empleo. Hay muchos casos de cáncer, problemas de piel o de alergias”, relataron.
Además, los chicos “naturalizaron todo. En clases, durante Educación Ambiental, intentamos desnaturalizar el vivir fumigados”, concluyeron.
Ana Zavaloy es directora de la escuela rural 11 de San Antonio de Areco, a 20 kilómetros del casco urbano. Si bien tuvieron varias fumigaciones en horario escolar, Zavaloy recuerda puntualmente un día en el que terminó “con tos por dos meses y una parestesia facial que duró 15 días”. En la escuela ya es común “estar en clases, empezar a sentir olor al veneno y ver al ‘mosquito’ fumigando al lado o en el campo cercano. Muchos chicos reciben fumigaciones también en sus casas”, explicó.
Todos los días, la directora trabaja para explicarles a los estudiantes que no hay “patrones adentro del colegio y que ese es un espacio para formar conciencia”.
Salud y medio ambiente es la materia en la que trabajan “con proyectos de ciencias. Uno es biodiversidad en escuelas rurales en el que hacemos intercambios con otras escuelas rurales de la zona”, contó la directora. En esos encuentros, dieron con un colegio que está rodeado de haras (para cría de caballos purasangre). Ahí “no fumigan, porque los caballos valen mucho, te diría que parece que valen más que los chicos”, explicó Zavaloy.
Los estudiantes de la escuela libre de fumigaciones contaron “que tenían gran cantidad de mariposas en el patio, algo que no hay en nuestras escuelas y que llamó fuertemente la atención de los chicos. Uno de mis alumnos, que tiene en el patio de su casa junto a un campo de soja, planteó claramente que para él las fumigaciones eran lo que mataban todo, hasta las mariposas”, relató Ana. A partir de estas observaciones, los nenes pudieron unir las investigaciones a vivencias cotidianas y, según la directora, “empezar a hablar de estos temas”.
Ante la ausencia de respuestas municipales para realizar análisis toxicológicos, la escuela 11 recibió “a gente de la Universidad de La Plata (UNLP) que tomó muestras de sangre de los adultos y del agua del lugar. El estudio dio siete agrotóxicos distintos en las muestras. Echó por tierra esto de que los agrotóxicos son inocuos y no tienen deriva (por el viento). Desmintió que se pueda fumigar del otro lado del alambrado, con los chicos jugando al lado del ‘mosquito’ porque estaban a salvo”, explicó Zavaloy.
“Por eso vinimos al congreso, para que se detenga el uso descontrolado de agrotóxicos que enferman a toda la población y para resaltar la importancia que tiene la escuela como lugar de reflexión y denuncia para que los chicos y sus familias puedan defender su derecho a la vida”, concluyó la directora.
Damián Marino es profesor de Química Ambiental de la Facultad de Exactas de la UNLP y además es investigador de Conicet. Marino fue al congreso en representación de su equipo de investigación para “difundir una ciencia con todas las voces, como herramienta de lo social y espacio de construcción de conocimiento colectivo”.
En el congreso, presentaron resultados de investigaciones que demuestran una “presencia de plaguicidas en frutas y verduras de uso doméstico para todo el país. Hemos encontrado que un 80 por ciento de los productos hay al menos un plaguicida, en tanto que en más del 30 por ciento hay entre tres y cinco”, explicó.
Además, según el investigador, “el 10 por ciento de los productos no cumple con el límite máximo establecido por el Senasa. Si uno consulta a un toxicólogo, la ausencia de plaguicidas es lo normal. Podés tener colesterol, azúcares, pero el valor normal de los tóxicos es cero. Es un agente ambiental sintético que no debería estar en el cuerpo humano y que sin embargo aparece en cada vez más alimentos”, concluyó.
Testimonio viviente Fabián Carlos Tomasi es un hombre de 49 años aunque no lo demuestre su físico. Su cuerpo es extremadamente delgado, con poca masa muscular y cada movimiento que realiza le saca un poco el aire. Su piel está reseca y sus manos ya casi no le responden. En sus dedos no quedan restos de huellas dactilares. Fabián habla sin pausa, pero con una voz forzada y para empezar a contar su historia se define a sí mismo como un “testimonio viviente de los efectos del mal uso de los agrotóxicos en el país”. Hace algunos años, Tomasi se jubiló por discapacidad, luego de que le diagnosticaran una neuropatía tóxica grave.
Esta patología, mejor conocida como “enfermedad del zapatero”, se adquiere por aspirar o exponerse a químicos nocivos por un tiempo prolongado. Fabián participó en el congreso para contar que a él lo “enfermaron los solventes de los agroquímicos” con los que estuvo en contacto durante sus años como peón rural. Tomasi cree que de todas formas “el veneno te busca donde sea que estés. No es necesario ir a buscarlo porque está en contacto con todos nosotros, porque no hay controles sobre su uso, que es cada vez mayor”, explicó.
Fabián fue desde joven uno de los miles de peones rurales que trabajan con empresas de fumigación. Según relató a Página/12 “nadie contiene al peón rural, al trabajador de la cadena del agronegocio que pone el cuerpo de forma directa”. Todos los días de fumigación, a Fabián lo dejaban “al costado de una pista improvisada cerca del campo, con algunos trabajadores más. Ahí te dejan envases de veneno que se inflan con el calor porque generan vapor y cuando abrís los contenedores largan ese gas nocivo, los solventes”, explicó a este diario.
Luego, el peón pone “todo en un tarro más grande y de ahí al avión o máquina terrestre que lo esparce por el cultivo”. Sin embargo, Fabián contó que el trabajo del peón en contacto con el agrotóxico no termina allí: “Lavábamos todo lo que hubiera estado en contacto con el veneno, lavábamos hasta los aviones y comíamos debajo de sus alas. Todo lo hacíamos vestidos de short, descalzos, en el medio del campo, sin sombra y durante todo el verano”, comentó.
El agrotóxico “entra por la piel y por las vías respiratorias. Después de años de exposición yo quedé así, y mis compañeros quedaron uno estéril y casi ciego y otro que no puede comer porque se le sale la comida por la nariz. Pero ambos tienen miedo de denunciar o no creen que sea por el agrotóxico”, explicó Fabián.
Según cuenta, en la empresa nunca lo formaron sobre “cómo manipular los tóxicos. Si uno ve los envases de agroquímicos dice solamente usar con moderación, ninguna instrucción o advertencia. Al peón rural nunca se lo cuidó como trabajador”, reflexionó Tomasi.
Fabián cuenta en todos los lugares a los que lo invitan, que lo angustia no poder moverse por sus propios medios. El trabajó toda su vida y se empezó “a poner muy mal en el 2006. Todo comenzó con llagas en el cuerpo y ahora estoy así. Lo que puedo hacer es contar, hablar con la verdad sobre lo que me pasó”, explicó a este diario.
Fabián vive encerrado, al cuidado de su hija de 20 años y su madre de 80. Él tuvo un hermano que “murió por efectos de los agroquímicos” hace un año tras padecer cáncer. Esa enfermedad “está ligada a los químicos, es un efecto directo de la abrasión que generan. Acá en la ciudad los químicos también están muy presentes por la fumigación de las vías y su uso contra el dengue. Es todo muy simple: si hay muchos mosquitos es porque con agrotóxicos matamos al depredador del mosquito y ahora usamos más químicos para matarlos a ellos”, ironizó.
Sin embargo, Fabián no quiere irse de su pueblo sino “defenderlo; es un problema generalizado que donde hay agrotóxicos hay muertes”, explicó.
Recientemente, Fabián recibió la visita de un vecino, un nene “humilde, que nació en un campo de soja y tiene todas las manos desfiguradas por los agroquímicos. Está tan mal de salud que no va a la escuela porque nunca lo asistieron. Si se usan así los agrotóxicos nadie está a salvo, todo alimento tiene algún químico que enferma”, amplió.
Para la gente de pueblos rurales, denunciar estas situaciones se torna difícil porque “hay que convivir con amenazas, pedradas a la casa y llamadas de advertencia. La Federación Agraria fue al Obelisco [de Buenos Aires] y frente a todas las cámaras pidió que no maten al campo. Yo les pido que el campo no nos mate a nosotros. No sé cuánto vaya a sobrevivir, pero yo sigo haciendo de testimonio para que mi hija, el día de mañana diga, ‘al menos lo intentó’”, concluyó Fabián.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/sociedad/3-284155-2015-10-19.html
Matías y María José son docentes de Sociales en diferentes escuelas rurales del norte de Santa Fe. En esa zona de la provincia, los cultivos de batatas, arroz, soja y girasol rodean los establecimientos educativos de los parajes que los maestros definen como “escuelas fumigadas”.
Los educadores asistieron al congreso para contar que hay “fumigaciones en horario de clases, por las que hubo que encerrarse en las escuelas con los chicos”. Cuando esto sucede, “los chicos se ausentan por dolores en los ojos, alergias y descomposturas”. Además, los docentes denunciaron que en ocasiones se usa a chicos “como banderilleros en el terreno para que marquen hasta dónde se fumigó en cada pasada”, explicaron los docentes.
En ocasiones, las “escuelas tienen los silos al lado, y cuando se los ventea, largan tóxicos, que afectan a los chicos. Aunque hay denuncias, se propusieron soluciones irrisorias como poner paredes de dos metros junto a silos que son mucho más altos que la pared, la cual obviamente no detiene los químicos”, relataron los educadores a este diario.
Los docentes expresaron la necesidad de contar estas experiencias y unirse para buscar una solución porque “muchas escuelas rurales dependen económicamente de los productores, por la cooperadora. A veces los chicos son hijos de peones y tienen miedo de que sus padres pierdan el empleo. Hay muchos casos de cáncer, problemas de piel o de alergias”, relataron.
Además, los chicos “naturalizaron todo. En clases, durante Educación Ambiental, intentamos desnaturalizar el vivir fumigados”, concluyeron.
Ana Zavaloy es directora de la escuela rural 11 de San Antonio de Areco, a 20 kilómetros del casco urbano. Si bien tuvieron varias fumigaciones en horario escolar, Zavaloy recuerda puntualmente un día en el que terminó “con tos por dos meses y una parestesia facial que duró 15 días”. En la escuela ya es común “estar en clases, empezar a sentir olor al veneno y ver al ‘mosquito’ fumigando al lado o en el campo cercano. Muchos chicos reciben fumigaciones también en sus casas”, explicó.
Todos los días, la directora trabaja para explicarles a los estudiantes que no hay “patrones adentro del colegio y que ese es un espacio para formar conciencia”.
Salud y medio ambiente es la materia en la que trabajan “con proyectos de ciencias. Uno es biodiversidad en escuelas rurales en el que hacemos intercambios con otras escuelas rurales de la zona”, contó la directora. En esos encuentros, dieron con un colegio que está rodeado de haras (para cría de caballos purasangre). Ahí “no fumigan, porque los caballos valen mucho, te diría que parece que valen más que los chicos”, explicó Zavaloy.
Los estudiantes de la escuela libre de fumigaciones contaron “que tenían gran cantidad de mariposas en el patio, algo que no hay en nuestras escuelas y que llamó fuertemente la atención de los chicos. Uno de mis alumnos, que tiene en el patio de su casa junto a un campo de soja, planteó claramente que para él las fumigaciones eran lo que mataban todo, hasta las mariposas”, relató Ana. A partir de estas observaciones, los nenes pudieron unir las investigaciones a vivencias cotidianas y, según la directora, “empezar a hablar de estos temas”.
Ante la ausencia de respuestas municipales para realizar análisis toxicológicos, la escuela 11 recibió “a gente de la Universidad de La Plata (UNLP) que tomó muestras de sangre de los adultos y del agua del lugar. El estudio dio siete agrotóxicos distintos en las muestras. Echó por tierra esto de que los agrotóxicos son inocuos y no tienen deriva (por el viento). Desmintió que se pueda fumigar del otro lado del alambrado, con los chicos jugando al lado del ‘mosquito’ porque estaban a salvo”, explicó Zavaloy.
“Por eso vinimos al congreso, para que se detenga el uso descontrolado de agrotóxicos que enferman a toda la población y para resaltar la importancia que tiene la escuela como lugar de reflexión y denuncia para que los chicos y sus familias puedan defender su derecho a la vida”, concluyó la directora.
Damián Marino es profesor de Química Ambiental de la Facultad de Exactas de la UNLP y además es investigador de Conicet. Marino fue al congreso en representación de su equipo de investigación para “difundir una ciencia con todas las voces, como herramienta de lo social y espacio de construcción de conocimiento colectivo”.
En el congreso, presentaron resultados de investigaciones que demuestran una “presencia de plaguicidas en frutas y verduras de uso doméstico para todo el país. Hemos encontrado que un 80 por ciento de los productos hay al menos un plaguicida, en tanto que en más del 30 por ciento hay entre tres y cinco”, explicó.
Además, según el investigador, “el 10 por ciento de los productos no cumple con el límite máximo establecido por el Senasa. Si uno consulta a un toxicólogo, la ausencia de plaguicidas es lo normal. Podés tener colesterol, azúcares, pero el valor normal de los tóxicos es cero. Es un agente ambiental sintético que no debería estar en el cuerpo humano y que sin embargo aparece en cada vez más alimentos”, concluyó.
Testimonio viviente Fabián Carlos Tomasi es un hombre de 49 años aunque no lo demuestre su físico. Su cuerpo es extremadamente delgado, con poca masa muscular y cada movimiento que realiza le saca un poco el aire. Su piel está reseca y sus manos ya casi no le responden. En sus dedos no quedan restos de huellas dactilares. Fabián habla sin pausa, pero con una voz forzada y para empezar a contar su historia se define a sí mismo como un “testimonio viviente de los efectos del mal uso de los agrotóxicos en el país”. Hace algunos años, Tomasi se jubiló por discapacidad, luego de que le diagnosticaran una neuropatía tóxica grave.
Esta patología, mejor conocida como “enfermedad del zapatero”, se adquiere por aspirar o exponerse a químicos nocivos por un tiempo prolongado. Fabián participó en el congreso para contar que a él lo “enfermaron los solventes de los agroquímicos” con los que estuvo en contacto durante sus años como peón rural. Tomasi cree que de todas formas “el veneno te busca donde sea que estés. No es necesario ir a buscarlo porque está en contacto con todos nosotros, porque no hay controles sobre su uso, que es cada vez mayor”, explicó.
Fabián fue desde joven uno de los miles de peones rurales que trabajan con empresas de fumigación. Según relató a Página/12 “nadie contiene al peón rural, al trabajador de la cadena del agronegocio que pone el cuerpo de forma directa”. Todos los días de fumigación, a Fabián lo dejaban “al costado de una pista improvisada cerca del campo, con algunos trabajadores más. Ahí te dejan envases de veneno que se inflan con el calor porque generan vapor y cuando abrís los contenedores largan ese gas nocivo, los solventes”, explicó a este diario.
Luego, el peón pone “todo en un tarro más grande y de ahí al avión o máquina terrestre que lo esparce por el cultivo”. Sin embargo, Fabián contó que el trabajo del peón en contacto con el agrotóxico no termina allí: “Lavábamos todo lo que hubiera estado en contacto con el veneno, lavábamos hasta los aviones y comíamos debajo de sus alas. Todo lo hacíamos vestidos de short, descalzos, en el medio del campo, sin sombra y durante todo el verano”, comentó.
El agrotóxico “entra por la piel y por las vías respiratorias. Después de años de exposición yo quedé así, y mis compañeros quedaron uno estéril y casi ciego y otro que no puede comer porque se le sale la comida por la nariz. Pero ambos tienen miedo de denunciar o no creen que sea por el agrotóxico”, explicó Fabián.
Según cuenta, en la empresa nunca lo formaron sobre “cómo manipular los tóxicos. Si uno ve los envases de agroquímicos dice solamente usar con moderación, ninguna instrucción o advertencia. Al peón rural nunca se lo cuidó como trabajador”, reflexionó Tomasi.
Fabián cuenta en todos los lugares a los que lo invitan, que lo angustia no poder moverse por sus propios medios. El trabajó toda su vida y se empezó “a poner muy mal en el 2006. Todo comenzó con llagas en el cuerpo y ahora estoy así. Lo que puedo hacer es contar, hablar con la verdad sobre lo que me pasó”, explicó a este diario.
Fabián vive encerrado, al cuidado de su hija de 20 años y su madre de 80. Él tuvo un hermano que “murió por efectos de los agroquímicos” hace un año tras padecer cáncer. Esa enfermedad “está ligada a los químicos, es un efecto directo de la abrasión que generan. Acá en la ciudad los químicos también están muy presentes por la fumigación de las vías y su uso contra el dengue. Es todo muy simple: si hay muchos mosquitos es porque con agrotóxicos matamos al depredador del mosquito y ahora usamos más químicos para matarlos a ellos”, ironizó.
Sin embargo, Fabián no quiere irse de su pueblo sino “defenderlo; es un problema generalizado que donde hay agrotóxicos hay muertes”, explicó.
Recientemente, Fabián recibió la visita de un vecino, un nene “humilde, que nació en un campo de soja y tiene todas las manos desfiguradas por los agroquímicos. Está tan mal de salud que no va a la escuela porque nunca lo asistieron. Si se usan así los agrotóxicos nadie está a salvo, todo alimento tiene algún químico que enferma”, amplió.
Para la gente de pueblos rurales, denunciar estas situaciones se torna difícil porque “hay que convivir con amenazas, pedradas a la casa y llamadas de advertencia. La Federación Agraria fue al Obelisco [de Buenos Aires] y frente a todas las cámaras pidió que no maten al campo. Yo les pido que el campo no nos mate a nosotros. No sé cuánto vaya a sobrevivir, pero yo sigo haciendo de testimonio para que mi hija, el día de mañana diga, ‘al menos lo intentó’”, concluyó Fabián.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/sociedad/3-284155-2015-10-19.html
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