domingo, 17 de julio de 2011

Carreteras, Indígenas y Vivir Bien


Xavier Albó *

En el actual debate entre gobierno y pueblos indígenas sobre si debe o no modificarse el tramo II de la carretera Villa Tunari – Moxos que atraviesa el TIPNIS, se contraponen muchos intereses y se manifiestan de nuevo dos concepciones del “vivir bien”.


Hijo de un pescadero y de una doméstica, Michael Caine (1933) abandona los estudios al comenzar la adolescencia y ejerce una serie de modestos oficios: lavaplatos, pastelero, confitero, lechero, recadero de una empresa cinematográfica y hasta portero de una casa de citas.
El blondo y ojizarco actor era un perfecto cockney (nombre dado al londinense caracterizado por su entonación popular), no ya en el habla, sino por espíritu y origen. Como él mismo dice: "Lo cockney es algo más que expresarte como un vendedor de verduras. Es una filosofía de la vida. Una mezcla de tozudez y sentido del humor. Un modo de ser que ayuda a salir a flote".
Así que no lo piensa mucho. Pese a la oposición del padre, que quiere que sea como él, vendedor de pescado, empieza a frecuentar los teatros de la periferia de la ciudad. Salas miserables repletas de hollín, mientras se instruye como puede en la biblioteca municipal. Lee libros que le prestan los amigos. Se adentra poco a poco en el mundo de las candilejas que tanto le apasiona. Y comienza a perfeccionar su dicción.
Llega a la edad militar y el Ejército lo envía a Japón y otros países. Después de cumplir, la madre le entrega sus ahorros para que se vaya a París, descanse y refresque sus ideas. Y al regresar a Londres, su suerte cambia. Encuentra trabajo como actor. Lo hace bien. E incluso sustituye a Peter O´Toole en una gira por provincias.
Su primer papel de importancia en el cine lo consigue en Zulú, de Cy Endfield, la. historia de un destacamento británico que debe defender su puesto de las acometidas de los guerreros zulúes.
Y después en Archivo confidencial, de Sydney J. Furie, donde interpreta a un atolondrado agente secreto inglés llamado Harry Palmer, que mucho agrada a los espectadores, y da origen a dos secuelas: Funeral en Berlín y El cerebro de un billón de dólares.
Una trilogía cuya evidente misión es crear una alternativa desmitificadora a la serie James Bond, que hace furor entonces, pues el espionaje es mirado ahora como una actividad muy sucia; la traición es la moneda corriente, y los asesinos, ladrones y falsificadores son elementos más eficaces y útiles que los patriotas más acendrados.
Poco después, su revelación mundial lo obtiene con Alfie, de Lewis Gilbert, en la que anima a un impenitente seductor, interpretación que resultaba tanto más lograda cuanto que no se sabía demasiado bien dónde terminaba la ficción y empezaba lo real. Es decir, cuándo se esfumaba Alfil para dar paso al propio Caine.
Michael Caine, cuyo verdadero nombre es Maurice Micklewhite -el artístico fue idea de su agente, inspirado por el filme El motín de Caine- ha hecho de todo un poco, sin afán selectivo, aunque de vez en cuando deja entrever sus soberbias dotes para proyectos que requieren elevadas cualidades artísticas. Tal es el caso de La huella, de Joseph L. Mankiewicz. Una de las películas más inteligentes jamás rodadas.
Paradigma de duelo interpretativo, dos grandes de la pantalla inglesa, Laurence Olivier y él, se enfrentaron cara a cara en una apacible casona cuando el primero, un acaudalado escritor, invita a su mansión al seductor de su esposa con objeto de proponerle un diabólico plan.
La película resultó para Caine un éxito personal y profesional. "Era el papel más difícil de mi vida. Trabajar con Olivier, así, de tú a tú, era un tremendo desafío. Olivier era un actor tan formidable que, aunque no se lo propusiera, podía eclipsar a cualquiera. Me tuve que entrenar hasta físicamente, como para una pelea de boxeo." Crítica y público veian el filme como un duelo entre Hamlet y Alfie. La lucha parecía desigual. Pero terminó en empate.
Su filmografía es variada y hay para escoger. Sin embargo, en el plano del filme de aventuras sobresalen dos: Un trabajo en Italia, de Peter Collison, y El hombre que pudo reinar, de John Huston.
El primero supone un enfrentamiento entre la mafia italiana y su similar inglesa por apoderarse de un cargamento de oro. El segundo, adaptado de una obra de Kipling, es un magnífico ejemplo en que el genuino espíritu de la aventura ha sido captado por el cine.
Nominado en seis ocasiones al Oscar y ganador de dos estatuillas por Hannah y sus hermanas, de Woody Allen, y Las normas de la casa de la sidra, de Lasse Hallstrum, en los últimos años ha cubierto sus personajes con una capa de sarcástico y altivo aristocratismo. Quizás porque al joven cockney de ayer se le da hoy el tratamiento honorífico de Sir.
* Historiador y crítico cubano de cine.


madalbo@gmail.com

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