martes, 24 de junio de 2025

La comunidad climática internacional exige en Bonn una transformación justa y urgente frente a las políticas negacionistas y retardistas





Ecologistas en Acción se ha desplazado a la Cumbre del Clima de Bonn para exigir compromisos claros, complejos y detallados que se deberán adoptar en la próxima cumbre climática, la COP30 de Brasil.

Es prioritario acordar principios y salvaguardas para una transición justa, la anticipación de impactos, los derechos laborales, el diálogo social tripartito, la protección social, la economía de los cuidados, los derechos humanos, y la soberanía energética, alimentaria e hídrica.

“La presidencia de la COP30 no puede pasar de puntillas por cumplir las recomendaciones aprobadas en la cumbre de Dubai de poner fin a los combustibles fósiles”, subraya la organización.

Ecologistas en Acción se ha desplazado a la Cumbre del Clima de Bonn, donde se celebrará la  62ª reunión de los Órganos Subsidiarios de la Convención Marco de las Naciones, que reunirá a los negociadores climáticos de todo el mundo. Este encuentro es un momento clave para alcanzar compromisos claros, complejos y detallados que se deberán adoptar en la próxima cumbre climática (COP30 en Brasil). Sin embargo, casi 10 años después de la aprobación del Acuerdo de París, la comunidad internacional sigue sin cumplir con las indicaciones de la ciencia.

La situación internacional marcada por el genocidio en Gaza, la escalada belicista y la llegada al poder de intereses negacionistas pueden agravar los bloqueos y tensiones que han marcado las cumbres climáticas anteriores. Para Ecologistas en Acción los recientes eventos meteorológicos extremos y la superación de 1,5ºC de incremento de la temperatura global deberían ser alarmas que impulsaran la acción climática. Añaden: “Esa acción no solo debe darse con una drástica reducción de las emisiones, sino que el Norte global debe de aumentar significativamente la financiación climática, y desde la cumbre de Glasgow no hay nuevos compromisos significativos de financiación”.

Las organizaciones ecologistas y sociales, las comunidades de pueblos originarios, las representantes de las mujeres, los sindicatos y los representantes de la juventud se han unido este miércoles para exigir a los gobiernos mundiales que den pasos definitivos para que la próxima COP30 la comunidad internacional sea capaz de crear, definir, aportar mandato y recursos a un Mecanismo de Belén para la Transición Justa. Para Ecologistas en Acción es prioritario acordar principios y salvaguardas para la Transición Justa, incluyendo objetivos nacionales alineados con el Acuerdo de París, anticipación de impactos, derechos laborales, diálogo social tripartito, protección social con perspectiva de género y edad, centralidad de la economía de los cuidados, respeto a los derechos humanos y soberanía energética, alimentaria e hídrica.

Para ello, dicen, “el Estado español debe continuar facilitando el acceso a la financiación y la tecnología, fortalecer capacidades, especialmente en las comunidades más vulnerables, y garantizar la financiación justa y adecuada para sus obligaciones”. En ese sentido, instan a que se modifique la actual política en la que, entre 2019 y 2020, el 85% de la financiación aportada es en forma de préstamo, cuando, para la organización ecologista, deberían ser como ayudas no concesionales. Ecologistas en Acción señala el importante papel del gobierno español en la próxima cumbre de financiación para el desarrollo que se celebrará en Sevilla, una razón para que “el gobierno predique con el ejemplo” de financiación, garantizando un incremento de la financiación para el desarrollo. Pero no solo se requerirá ambición en los fondos previstos, sino que además, es urgente proceder a un cambio en la financiación climática internacional, eliminando la deuda “injusta, odiosa e ilegal” que impide a muchos países afrontar las múltiples crisis, transformar las instituciones financieras internacionales para que sirvan solo al cumplimiento de los objetivos de la agenda 2030, impulsar la cooperación internacional para impedir y perseguir la vulneración de los derechos humanos o exigir que las transnacionales y las empresas culpables paguen y reparen los daños provocados.

El Acuerdo de París marcaba que en Belén se analizarían nuevos compromisos para 2030 y 2035, en un proceso que debería haberse iniciado en febrero de este año con la comunicación de todas las partes de esos compromisos o NDCs. Sin embargo, hasta el momento solo 15 países han presentado sus nuevos objetivos a tiempo, y ninguno de ellos ha sido la UE o España. Ecologistas en Acción considera que la UE “presume de liderazgo climático vuelve a ser incapaz de aportar los documentos a tiempo, y lo que se aún peor, a nivel europeo se están viendo intentos claros de los partidos políticos de la derecha de minar la integridad de los compromisos internacionales introduciendo los créditos y mecanismos de compensación como forma de cumplir su compromiso climático”.

La organización ecologista señala que la presidencia de la COP30 “no puede pasar de puntillas por cumplir las recomendaciones aprobadas en la cumbre de Dubai destinadas a reforzar la reducción de las emisiones”. Entre estas se encuentra la eliminación de los combustibles fósiles y la inclusión de objetivos sectoriales a través de un programa de seguimiento de mitigación o MWP.

Más información:

Resultado de la COP29.

Cuantías de financiación a incluir.

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Fuente: https://www.ecologistasenaccion.org/342822/la-comunidad-climatica-internacional-exige-en-bonn-una-transformacion-justa-y-urgente-frente-a-las-politicas-negacionistas-y-retardistas/






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lunes, 23 de junio de 2025

«El negacionismo climático no es ignorancia, es negocio»


Fuentes: La marea climática

La autora rastrea en ‘El gran mito’ cómo corporaciones y ‘lobbies’ manipularon durante más de un siglo los discursos públicos, los medios de comunicación y hasta las universidades. «Buena parte de lo que vemos hoy no es ideología coherente, sino pura codicia», sostiene.

Durante décadas nos hicieron creer que el mercado libre y la libertad individual eran sinónimos, y que cualquier intervención pública suponía una amenaza para los valores democráticos. Naomi Oreskes desmantela esa falacia en su último libro, El gran mito. Cómo las empresas nos enseñaron a aborrecer el Gobierno y amar el libre mercado (Capitán Swing), donde rastrea junto a Erik M. Conway cómo corporaciones y lobbies manipularon durante más de un siglo los discursos públicos, los medios de comunicación y hasta las universidades.

“El poder de la propaganda es enorme” dice en esta entrevista, al explicar cómo sectores enteros de la élite económica se convencieron –o prefirieron convencerse– de que su codicia era sinónimo de libertad. Hablamos con ella sobre el negacionismo climático, las promesas tecnológicas que se repiten cada cinco años, la instrumentalización de la religión en Estados Unidos y la pérdida de la noción de bien común, una idea que hasta Adam Smith defendía y que hoy parece olvidada.

Al comenzar el libro, toman como punto de partida la tesis de Naomi Klein y de otros autores que sostienen que el capitalismo es la causa estructural del cambio climático: “Nosotros argumentamos que es cómo pensamos sobre el capitalismo y cómo funciona este”. En filosofía, dirían que es un debate entre idealistas y materialistas. 

Creo que las ideas son fundamentales. Si miramos a la historia, vemos que personas como Marx, Hitler o Adam Smith –para bien o para mal– motivaron a millones a actuar en nombre de ideas. Y si tengo alguna crítica a mi propio campo es que los historiadores hemos tendido a olvidar la importancia de las ideas en los últimos años, concentrándonos demasiado en las estructuras materiales. Por supuesto que todo importa: ideas, personas, instituciones, contextos materiales. Lo importante es cómo interactúan.

¿Y qué pasa cuando esas ideas no son honestas, sino instrumentales, diseñadas para justificar otros intereses?

Ahí está la clave. Algunas personas las usan de forma cínica, y otras llegan a creérselas. El poder de la racionalización es enorme. En Merchants of Doubt, nuestro primer libro, nos preguntábamos por qué personas cultas negaban la ciencia climática, y descubrimos que detrás había una idea muy poderosa: el fundamentalismo de mercado y su vínculo con la noción de libertad individual. Eso nos llevó a investigar de dónde venía esa idea, quién la había promovido, porque estaba claro que no era una verdad universal, sino una construcción ideológica interesada.

En el libro explora también la llamada “tesis de la indivisibilidad”, que sostiene que el capitalismo y la libertad son inseparables y que compromete una amenaza al conjunto. ¿Cómo surge esa idea?

Es una construcción que nace en los años treinta de la mano de la Asociación Nacional de Manufactureros, una organización patronal. Ellos defendían la “libertad industrial”, que no era otra cosa que la libertad de los empresarios para gestionar sus negocios sin interferencias. El problema es que esa “libertad” justificaba cosas como condiciones laborales inhumanas o el trabajo infantil. ¿Cómo se defendía algo así? Alegando que toda intervención estatal era una amenaza para la libertad en su conjunto.

Me sorprendió también el papel del lobby de la industria eléctrica en esa historia. No solemos pensar en ella como un actor ideológico potente.

Y, sin embargo, fue pionera en campañas de desinformación en Estados Unidos. El problema era que la electricidad, como los ferrocarriles, es un monopolio natural. La teoría clásica del libre mercado defiende que la competencia mejora todo, pero eso no funciona cuando tienes que tender costosas infraestructuras. Desde el siglo XIX, muchos entendieron que esos sectores requerían regulación o nacionalización. Pero las empresas eléctricas, para evitarlo, financiaron universidades, libros de texto y cursos –incluyendo Harvard Business School– que enseñaban que no hacía falta regularlas. Fue una corrupción intelectual masiva.

Y eso sigue ocurriendo hoy, aunque con otros actores, como Silicon Valley.

Exactamente. Los grandes monopolios digitales actuales ocupan el lugar de los barones del petróleo o la electricidad de antaño. Su ideología dominante es libertaria: menos impuestos, menos regulación y más concentración de poder. Algunos financian think tanks, otros prefieren actuar directamente porque ya son tan poderosos que no necesitan intermediarios.

En la toma de posesión de Trump se veían todos allí, parecía una escena sacada de El Padrino, alineándose para besar el anillo.

Sí, y esa imagen resume muy bien cómo funciona el poder real. Lo que antes eran asociaciones gremiales, hoy son grandes fortunas personales, desde Jeff Bezos hasta Elon Musk. Y aunque hay conflictos internos, la base ideológica sigue siendo esa defensa del mercado desregulado.

Me gustaría preguntarle sobre la prensa, porque uno de los principales argumentos de MAGA (Make America Great Again) es que ya no es posible confiar en la mainstream media. ¿Hasta qué punto periódicos cómo el New York Times y el Washington Post también han sido “cooptados”?

Mucho. En Merchants of Doubt explicamos cómo las campañas negacionistas de la ciencia climática manipularon a los medios con la idea de “dar voz a las dos partes”, como si hubiera dos posturas legítimas sobre hechos científicos. Y los periodistas cayeron en la trampa porque el equilibrio es un valor en el periodismo. Pero la verdadera responsabilidad debería ser con la precisión y la verdad.

Pese a todo, Oreskes afirma que hay espacio para el optimismo.

Respecto al medio ambiente, pareciera que hemos llegado a un punto donde ni siquiera es necesario justificar nada, aunque los efectos del cambio climático son cada vez más evidentes. ¿Cómo ve el debate actual?

Vivimos un momento paradójico. Por un lado, la evidencia científica sobre el cambio climático es indiscutible. Por otro, hay sectores económicos y políticos que continúan alimentando narrativas falsas o minimizando el problema porque su modelo de negocio depende de ello. Lo vemos en el negacionismo, pero también en ciertas promesas tecnológicas que actúan como distracción. Cada cinco años aparece el anuncio de que la energía de fusión está a punto de llegar y salvarlo todo. Y eso nunca ocurre. Mientras tanto, no se invierte lo suficiente en las tecnologías que ya existen, como la solar, la eólica o el almacenamiento de energía.

 Como decía Donald Trump: “Drill, baby, drill”. Se actúa y punto.

Cierto, pero todavía es posible resistir creando narrativas alternativas. Porque, aunque ellos digan que esas tierras no valen nada, la verdad es que son un bien común, patrimonio de todos los ciudadanos. Y hay que recordarlo, porque incluso en medios liberales como The New York Times, apenas se habla ya del concepto de “bien común”.

Hoy además tenemos otro problema: la concentración mediática. La desregulación de telecomunicaciones de los años 90, bajo Bill Clinton, permitió la consolidación de grandes conglomerados que controlan la mayoría de los medios, reduciendo enormemente la diversidad de voces.

Es que da la sensación de que hemos perdido incluso la capacidad de pensar los conceptos de “bien público o propiedad común. 

Totalmente. Y eso es trágico, porque hasta Adam Smith reconocía en La riqueza de las naciones que debía haber impuestos para sostener bienes públicos. Y, sin embargo, esa parte también ha sido borrada de las ediciones “oficiales” promovidas por economistas como George Stigler. Así que creo que es urgente recuperar esa conversación.

Hablemos un momento de la guerra, ya sea del genocidio israelí en Gaza, de la invasión rusa a Ucrania o del reciente y preocupante ataque a Irán, también desde Israel. ¿Quién convence a las sociedades de que deben ir a morir a una guerra?

Aquí estoy de acuerdo con Naomi Klein: hay quienes se benefician mucho de la guerra. El complejo militar-industrial estadounidense sigue siendo enormemente poderoso. Mientras se discute sobre recortes presupuestarios para ciencia o salud, se gastan billones en armamento y exportación de armas. Es un negocio multimillonario.

Y esto conecta con lo que decías antes: buena parte de lo que vemos hoy no es ideología coherente, sino pura codicia. La administración Trump abrió enormes extensiones de tierras públicas para la explotación de petróleo, gas y carbón, repitiendo la estrategia de la Rusia postsoviética: privatizar activos públicos y enriquecer a unos pocos.

Para cerrar: después de investigar todas estas narrativas y discursos… ¿le queda espacio para el optimismo?

Sí, y te diré por qué. Porque si estas ideas se fabricaron y se instalaron a través de estrategias conscientes y persistentes, eso significa que también se pueden desmontar. Y lo más importante: se pueden proponer otras. Y en esa tarea, los medios, las universidades y los movimientos sociales tenemos mucho por hacer.

Fuente: https://climatica.coop/naomi-oreskes-entrevista/





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sábado, 21 de junio de 2025

Crisis energética y la urgencia de una transmodernidad prefigurativa


Fuentes: 15-15-15 [Ilustración de Karel Muñuzuri incluida en el libro "Navegar el colapso"]

El sistema capitalista nació mal, producto de injusticias, sangre y robo. Así sigue hasta ahora, sin importar las banderas bajo las que se esconda. Su signo es la muerte y así lo llevará hasta el fin de sus días. (Subcomandante Insurgente Moisés, 2025)

El 28 de abril de 2025, un apagón masivo dejó sin electricidad a millones de personas en la península ibérica. Si bien las causas técnicas inmediatas se atribuyeron a un exceso de producción fotovoltaica combinado con fallas en los estabilizadores de red, el evento dejó ver algo mucho más profundo: una señal de alerta sobre el porvenir energético del mundo. Este apagón no sólo interrumpió el suministro de electricidad, sino que encendió luces sobre las múltiples inestabilidades, dependencias y exclusiones que acompañan a la mal llamada transición energética. Lejos de ser una solución estructural a la crisis climática y civilizatoria, la transición energética dominante reproduce —y en algunos casos intensifica— las lógicas extractivistas, coloniales y capitalistas que la originaron.

El problema no radica únicamente en la privatización de la infraestructura energética ni en la incapacidad de las llamadas energías renovables para sostener el ritmo voraz de la modernidad industrial. Lo que el apagón dejó entrever es la brutal materialidad que implica sostener el modo imperial de vida. En los países del Norte global, esto se traduce en una reconfiguración territorial acelerada, ocupando espacios previamente despojados para instalar megaproyectos solares y eólicos, así como el avance a minar los llamados minerales críticos como el litio, cobalto, cobre y níquel entre otros. En los países del Sur, como bien señalan Miriam Lang y colegas, la transición se impone como una nueva oleada de extractivismo: nuestros territorios son presentados como reservorios de minerales críticos, sumideros de carbono para compensar las emisiones del Norte, basureros tóxicos para sus residuos tecnológicos y, al mismo tiempo, mercados emergentes para la venta de tecnología limpia o baja en emisiones que poco tiene de renovable cuando se analiza su cadena de producción y sus efectos socioecológicos en diversos territorios.

En su reciente libro Más y más y más. Una historia de energía que todo lo consume, Jean-Baptiste Fressoz profundiza esta crítica al desmontar una de las grandes ficciones del presente: no hay tal cosa y no ha habido algo a lo que le pudiéramos llamar una transición energética. De hecho, incluso el término adición energética se queda corto frente a la realidad material de un sistema que opera por acumulación y no por sustitución a través de lo que Fressoz denomina como “un incremento simbiótico de todas las fuentes de energía”. Cada nueva fuente energética —sean los paneles solares o el hidrógeno verde— no viene a reemplazar a las anteriores, sino a sumarse a un entramado que sigue requiriendo carbón, gas y petróleo. De ahí que los intentos de reemplazo 1:1 de energías fósiles por energías llamadas renovables chocan con límites técnicos, materiales y políticos, como se hizo evidente en el reciente apagón ibérico.

Esta constatación exige una reflexión profunda sobre el marco mismo desde el cual estamos imaginando esta supuesta transición energética. No basta con apuntar hacia el colapso o al agotamiento de recursos: lo que está en juego es la dirección hacia la cual se reconfigura el capitalismo ante sus propias crisis. Y lo que se vislumbra no es su desaparición, sino su metamorfosis hacia formas más violentas, autoritarias y autófagas. En lugar de ceder, el sistema se reinventa, intensificando sus dinámicas de despojo, control y precarización. Esto obliga a repensar la energía —y la vida— desde claves radicalmente distintas.

Frente a esta encrucijada, en el libro Navegar el colapso: una guía para enfrentar la crisis civilizatoria y las falsas soluciones al cambio climático, Pablo Montaño y yo proponemos el concepto de transmodernidad prefigurativa. Aunque de apariencia compleja, su planteamiento es sencillo: transformar implica romper con la visión hegemónica del cambio como progreso lineal y tecnocrático, y comenzar a actuar desde el presente, enraizados en experiencias que ya hoy anticipan otros mundos posibles. No se trata de esperar una alternativa global que reemplace al sistema actual, sino de multiplicar las grietas en las que germinan formas de vida autónomas, relacionales y comunitarias. Esta apuesta no busca reformar el capitalismo, el Estado o el desarrollo, sino desbordarlos mediante prácticas vivas que encarnan otros horizontes de sentido, habitados desde el ahora.

Falsas soluciones y nuevos gatopardismos

Navegar el colapso. UNA GUÍA PARA ENFRENTAR LA CRISIS CIVILIZATORIA Y LAS FALSAS SOLUCIONES AL CAMBIO CLIMÁTICO

La narrativa dominante frente a la crisis climática insiste en que todavía es posible una transición ordenada hacia energías renovables o limpias sin alterar los pilares del sistema capitalista. Bajo esta premisa, se despliega un discurso excesivamente tecno-optimista que apuesta por la simple sustitución tecnológica: basta con reemplazar las fuentes fósiles por otras renovables y esperar que la innovación haga el resto. Incluso el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC) ha incorporado en sus modelos tecnologías de emisiones negativas —como la captura y almacenamiento de carbono o la gestión de la radiación solar— que aún no existen a escala ni costo viable. Su inclusión se justifica, paradójicamente, con el argumento de que eventualmente, gracias al ingenio humano, serán factibles. Este giro especulativo revela no sólo una fe ciega en el progreso técnico, sino también una peligrosa negación del presente material y político.

A la par de esta postura, emergen otras propuestas que, si bien se distancian del neoliberalismo, comparten una matriz productivista y moderna. Tal es el caso de Andreas Malm, quien ha ganado notoriedad por sus críticas al colapso climático y por su llamado a una respuesta estatal centralizada. Para Malm, aunque existen problemas en la geoingeniería per se, plantea la posibilidad de que esta pueda ser gestionada por el Estado mediante una planificación pública a gran escala. Sin embargo, tanto el tecno-optimismo liberal como el tecno-estatismo de izquierda comparten una misma falla de origen: suponen que es posible reorganizar el metabolismo energético del planeta sin alterar radicalmente sus estructuras coloniales (en el caso del tecno-optimismo capitalista lo mismo sucede con las relaciones de poder y acumulación).

Ambos enfoques ignoran que una transición real requiere mucho más que sustituir fuentes de energía. Implica, como mínimo, una reducción selectiva y estructural de las emisiones en sectores clave, una redistribución radical del acceso orientado hacia la suficiencia y no la eficiencia y, tal vez lo más importante, una ruptura explícita con el mito del progreso y el desarrollo. Esta propuesta que sería la base del Decrecimiento, tendría que romper con la idea de que el Sur Global debe seguir los pasos del Norte y reconocer otras formas de ser y estar en el mundo para definir que implica una buena vida y con qué condiciones energéticas, así como reconocer los impactos históricos a través de la deuda ecológica o climática que presentarían una reconfiguración geopolítica a nivel global que rompa con los actuales patrones de apropiación desigual. Como han documentado diversos estudios, el Sur sigue siendo pieza clave en la arquitectura global de despojo: tan sólo en términos económicos, su contribución al enriquecimiento del Norte se estima en más de 10 mil millones de dólares anuales.

Este patrón de apropiación se vuelve especialmente evidente en el caso de las llamadas energías renovables. Conviene afirmar con claridad: no existe energía renovable en el capitalismo. Aunque los flujos que se aprovechan —el viento, el sol— puedan ser renovables en sentido físico, toda la infraestructura necesaria para capturarlos, transformarlos y distribuirlos está anclada en una cadena de valor intensamente dependiente de combustibles fósiles, desde la minería de materiales críticos hasta el ensamblaje, transporte, mantenimiento y desecho de los equipos. Lejos de significar una salida del régimen fósil, la transición energética dominante representa una fase de intensificación: demanda más fósiles para producir renovables y refuerza la lógica del crecimiento. Los nuevos patrones de sitios que reconocen potencial para generar energía renovable reproducen las mismas lógicas coloniales que borran paisajes y poblaciones humanas o no humanas del mapa. Siguen el principio de alienación o enajenación que describe tan bien Anna Tsing: la posibilidad de separar una característica del contexto en el que se produjo. Así los desiertos del norte de África están vacíos o mal aprovechados por todo su potencial de generación, como sucede en tantas otras zonas hoy a nivel global.

Esta paradoja se acentúa cuando observamos el rumbo actual de la llamada descarbonización. Como advierte Breno Bringel, estamos presenciando la forma en la que el llamado “consenso de la descarbonización” se presenta como una simple continuación del capitalismo fósil, que en lugar de desmantelar estas infraestructuras, busca ganar tiempo, incrementando las oportunidades de acumulación por despojo. Desde esta perspectiva, lo que estamos viviendo no es una transición energética, sino una transacción energética, como la han denominado en Cantabria, España: un reacomodo geopolítico a escala global que busca mantener el mismo modelo de desarrollo industrial bajo un velo verde cada vez más delgado.

Este reacomodo incluye, además, el resurgimiento del lobby nuclear —tanto en el Norte como en el Sur global— y una avalancha de falsas soluciones que van desde el hidrógeno verde hasta la electrificación del transporte mediante vehículos privados. Todas estas propuestas comparten una misma lógica que sanitiza el discurso de la modernización como si ésta pudiese existir sin roces o fricciones. Esta ilusión, que recuerda al gatopardismo —cambiar todo para que nada cambie— se inscribe en lo que Erik Swyngedouw denomina la “despolitización del consenso climático”. En este marco, la política se sustituye por la gestión, y el conflicto estructural por una narrativa tecnocrática de administración del carbono. Pero esta despolitización no es inocua. Alimenta, por un lado, la proliferación de discursos autoritarios, nacionalistas y xenófobos que simplifican las causas del colapso en chivos expiatorios: ya sea el exceso de CO2 o la migración, las culturas foráneas o el supuesto desorden global. Mientras que por el otro, se inscriben en un fenómeno de creciente militarización como forma de proteger y garantizar el extractivismo conducido por las fuerzas del Estado. Dicho de forma más sucinta: estamos ante una transacción energética color verde oliva en donde la crisis climática se convierte en un terreno fértil para políticas inmunológicas que, a través del militarismo y su creciente difuminación con el crimen organizado, se reafirman fronteras, identidades y jerarquías, sientan las bases de una lógica de avance irremediable de la extracción del fósiles securizando los altos potenciales de generación renovable a través de la proliferación de zonas de sacrificio.

La transmodernidad prefigurativa como horizonte de lo posible

Una de las tesis centrales de Navegar el colapso es que la crisis actual no puede enfrentarse con las herramientas de la modernidad. Ni el Estado, ni la democracia representativa, ni las promesas del desarrollo ofrecen salidas duraderas. Estamos ante un claro fin del liberalismo y su propuesta democrática inclusiva. El Estado moderno es inseparable del capitalismo: necesita del crecimiento económico continuo para sostener su legitimidad, reproduce estructuras patriarcales y coloniales, y administra el orden extractivo bajo el lenguaje de la seguridad nacional o el interés público. Incluso los gobiernos llamados progresistas en América Latina han profundizado históricamente el extractivismo en nombre del desarrollo, exacerbando las desigualdades, sustituyendo una elite neoliberal por otra que termina por reafirmar la división internacional del trabajo y profundizando el extractivismo. Como han mostrado autores como Decio Machado y Raúl Zibechi, estos proyectos terminan reproduciendo el mismo imaginario colonial del desarrollo. En lugar de cuestionar el pacto fundacional entre Estado, capital y modernidad, estas izquierdas estado- y eurocéntricas se han limitado a reorientarlo, sin alterar su lógica ni sus medios, desarticulando y cooptando resistencias que emergen desde los abajos.

La pregunta, entonces, ya no puede ser cómo reformar el Estado, sino cómo enfrentar su complicidad estructural con la crisis civilizatoria. Desde esta perspectiva, cualquier proyecto emancipador debe asumir que el Estado-nación, no es un vehículo neutral que puede ser recuperado o disputado sino un obstáculo que debe ser superado estratégica y colectivamente. De ahí que Navegar el colapso proponga un giro radical en la forma de imaginar el cambio: actuar no desde la utopía —ese “no-lugar” aplazado al futuro—, sino desde la eutopía, un “buen-lugar” que se construye aquí y ahora. A través de lo que se ha nombrado como un internacionalismo crítico desde los abajos, proponemos una forma alternativa de aproximarse a la transformación como una ruptura que deja de pensar en los arribas —lo abstracto— para enfocarse en los abajos, en la posibilidad de defender, reconstruir o construir entramados comunitarios, desde donde se presentan alternativas de lo posible.

Esta propuesta se enraíza en la crítica a los fundamentos mismos de la modernidad capitalista: la separación entre sociedad y naturaleza, la idea de un progreso lineal y teleológico, y la imposición de un universalismo estrecho basado en la experiencia occidental. Frente a esto, la transmodernidad, en el sentido propuesto por Enrique Dussel, no busca eliminar o suplantar al pensamiento moderno, sino provincializarlo: desplazarlo del centro para abrir un diálogo desde los márgenes, sin olvidar o encubrir las violencias estructurales que lo han sostenido. Por otro lado, una política prefigurativa no implica una retirada del mundo, sino una intervención radical en la imaginación. Supone dejar de mirar al Estado como el único horizonte de transformación, abandonar el fetiche del desarrollo y cultivar un lenguaje capaz de nombrar lo que la modernidad ha invisibilizado: el cuidado, la escucha, la comunidad, la reciprocidad, la tierra. Reconoce que todo proceso político es conflictivo e incompleto, pero insiste en que no hay que esperar a que cambie la ley ni a que llegue el partido correcto al poder. El cambio se construye desde abajo, en red, en los márgenes, en las resistencias que no buscan ocupar el poder, sino desbordarlo.

La transmodernidad prefigurativa que proponemos articula saberes, prácticas y realidades que han sido sistemáticamente negadas por el colonialismo del cual depende aún la modernidad capitalista. A diferencia del paradigma tecnocrático que sigue prometiendo futuros sostenibles basados en más innovación, esta perspectiva se orienta hacia la regeneración de lo común, la cooperación, la relacionalidad y la autonomía. No se trata de retornar a un pasado idealizado ni de romantizar lo comunitario, sino de reconocer que en las grietas del presente ya germinan formas vivas de otro mundo.

Así, leer el reciente apagón en la península ibérica como una pequeña premonición del futuro no implica rendirse ante un apocalipsis inevitable —aunque series como El Eternauta, que curiosamente se estrenó pocos días después del corte eléctrico, resuenen inquietantemente con este clima de época—. El desafío es no caer en el nihilismo paralizante que se extiende, no sin razón, entre generaciones jóvenes. El apagón, más que un evento aislado, ilumina el camino por el que avanza el capitalismo, el cual, como advierte Margara Millán, su destino final podría muy bien ser Gaza. Tal vez, como proponen Tatiana Roa Avendaño y Eliana Carolina Carrillo Rodríguez, la única fuente verdaderamente renovable que no figura en las estadísticas ni en los planes de transición es la energía de los pueblos y comunidades que resisten. Es esta energía la que hace falta ver, escuchar y sentir para reforestar la imaginación política en donde los horizontes están fijamente apuntando hacia las mismas estructuras que nos han desembocado en esta forma de capitalismo caníbal.

Carlos Tornel. Escritor, investigador, traductor y activista. Es doctor en Geografía Humana por la Universidad de Durham (Reino Unido). Su trabajo se ha centrado en la politización de la crisis climática, la descolonización de la justicia energética. Es miembro del Tejido Global de Alternativas y el Pacto Ecosocial e Intercultural del Sur.

Fuente: https://www.15-15-15.org/webzine/2025/06/05/crisis-energetica-y-la-urgencia-de-una-transmodernidad-prefigurativa/







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