jueves, 15 de octubre de 2015

Palomares, nueva información sobre el mayor accidente con armas atómicas de la Guerra Fría





Para Eduard Rodríguez Farré, científico comprometido.
Para los ciudadanos de Palomares, que sufrieron “los efectos colaterales” de una guerra no declarada

“El accidente de aviación se produjo el 16 de enero de 1966, durante una operación de abastecimiento de combustible en vuelo. La colisión, que tuvo lugar en el espacio aéreo de Palomares, ocasionó la destrucción y caída de un octoreactor B-52 y de un avión nodriza KC-135 de la base de Morón de la Frontera, en Sevilla, pertenecientes a las fuerzas armadas de los Estados Unidos. Murieron en el acto los cuatro tripulantes del KC-135 y tres de los siete tripulantes del B-52. Los otros militares salvaron la vida saltando en paracaídas”. Así se expresaba el científico franco-barcelonés en una larga conversación sobre la industria nuclear y sus “efectos colaterales” [1].
Con más detalle, tomando pie en sus reflexiones y comentarios. En 1966, en plena guerra fría, 340 aviones superbombaderos B-52 -también llamados por aquel entonces estratofortalezas- de las fuerzas aéreas de los Estados Unidos, concretamente de su Comando Aéreo Estratégico (SAC: Strategic Air Command), se mantenían permanentemente en el aire, sobrevolando el planeta. Cada uno de ellos transportaba una carga de cuatro bombas termonucleares de 1,5 megatones; cada una de estas bombas tenía un poder destructor 75 veces superior a la lanzada sobre Hiroshima; las cuatro bombas de cada uno de los B-52, con una potencia conjunta de 6 megatones, equivalían a más de 300 bombas de Hiroshima.
Esta estrategia militar, que llevaba y de hecho llevó en algunas ocasiones a la Humanidad al borde del abismo, estaba basada en la supuesta necesidad de estar muy cerca, lo más cerca posible, del objetivo del hipotético enemigo –la entonces Unión Soviética- en caso de urgencia en el ataque o contraataque nuclear.
Este punto de vista estratégico comportaba una estructura militar anexa, de apoyo a la aviación norteamericana, en todo el planeta. La España franquista formaba parte de ella. Recordemos los acuerdos entre el general golpista Franco y el presidente general Eisenhower de 1953, el llamado por los historiadores de EEUU “Pacto de Madrid”, y las bases militares de utilización “conjunta” (que se han ampliado en los últimos años). El gobierno norteamericano no tuvo problemas morales ni políticos en llegar a alianzas con un régimen que había sido aliado, y había sido apoyado, por la Italia de Mussolini y la Alemania hitleriana. El patriótico y nacionalista gobierno franquista tampoco tuvo reparo alguno en ceder territorios y soberanía.
Según parece en los tratados firmados con Estados Unidos en 1953 y en 1963 no se mencionaba, en sus cláusulas conocidas, que aviones norteamericanos, cargados con explosivos nucleares, sobrevolasen el espacio aéreo español y pudieran utilizar las bases en territorio para dar soporte logístico y repostar combustible en vuelo. Pero, de hecho, los B-52 salían cada mañana de la base Seymour Johnson de las fuerzas aéreas norteamericanas, en Goldsboro, Carolina del Norte, y se dirigían hacia el Este del Mediterráneo, hacia la frontera turco-soviética. Al sobrevolar España en dirección este repostaban combustible en vuelo suministrado por aviones-nodriza de la base aérea de Zaragoza, en un punto situado entre esta ciudad y la costa mediterránea. Al regresar a Estados Unidos, los B-52 volvían a repostar. En este caso, el avión nodriza provenía de la base de Morón y la maniobra se realizaba sobre la costa mediterránea de Almería.




El accidente de Palomares se produjo cuando el B-52 nº 256, al que la tripulación denominaba Tea-16, repostaba de regreso a la base de Carolina del Norte. Como consecuencia de un fallo en la maniobra de acoplamiento para el suministro de combustible colisionaron las aeronaves; se produjo la destrucción y caída del superbombardero y del avión nodriza, y se desprendieron las cuatro bombas termonucleares tipo Mark 28, modelo B28RI, de 1,5 megatones cada una que transportaba el primero. Tres de ellas cayeron en tierra y fueron localizadas en cuestión de horas, pero una cayó al mar y se tardó cerca de 80 días en localizarla, apareciendo finalmente a 5 millas de la costa (las Mark 28 son bombas de hidrógeno diseñadas a finales de los años 50, 1958 concretamente, probablemente todavía en “activo”, y que sus dimensiones son 1,5 metros de longitud y 0,5 metros de anchura y su peso es de unos 800 Kg).
Dos de estas bombas, que cayeron con sus respectivos paracaídas, se recogieron intactas. Una cerca de la desembocadura del río Almanzora y la otra en el mar. Las otras dos cayeron sin paracaídas. Según parece, la colisión originó el derrame del combustible del KC-135, unos 12.000 litros de keroseno, y su ignición, quemando los paracaídas de estas bombas al pasar por la nube de fuego. Una bomba cayó en un solar del pueblo; la otra en una sierra cercana.
A causa del choque violento con el suelo y la detonación del explosivo convencional que llevan estas armas como iniciador, se produjo la fragmentación de esas dos bombas, la ignición de parte de su núcleo fundamental y la formación de un aerosol, de una potente nube de finas partículas compuesta por los óxidos de los elementos transuránicos constitutivos del núcleo fundamental de la bomba. Asimismo, al romperse éstas se liberó, vaporizándose, el tritio (hidrogeno-3, radiactivo beta débil), elemento esencial para la reacción de fusión termonuclear definitoria de ese infernal ingenio militar.
La acción del viento que soplaba en aquellos momentos en la zona dispersó el aerosol que se había formado en los dos puntos de contacto e hizo que sus componentes se depositaran posteriormente en una zona de unas 226 hectáreas, más de 2 km2, que abarcaba, monte bajo, campos de cultivo e incluso zonas urbanas. Como consecuencia de ello, se produjo la contaminación de la zona por diversos isótopos del plutonio -principalmente Pu-239 y cantidades menores de Pu-240- y, en menor proporción, americio 241. La contaminación alcanzó valores superiores a 7.400 Bq de radiación alfa por m2 en la superficie indicada, si bien con notables diferencias según los suelos considerados. En alrededor de 17 Ha se determinaron actividades del orden de 117.000 Bq/m2 (117 KBq/m2) que eran superadas con mucho en otras 2,2 Ha. Algunas áreas próximas a los puntos de impacto alcanzaron valores extremadamente superiores, de 3,7 x 107 Bq/m2 (37 millones de Bq por m2). Incluso en algunas zonas las cantidades eran tan elevadas que saturaron los detectores. Es pertinente mencionar que el nivel real de contaminación alfa ha sido controvertido y varía según las fuentes consultadas. Las cifras indicadas son las mínimas reconocidas en su momento por la JEN.
La contaminación alcanzó sus valores máximos en las proximidades de los puntos de contacto de las bombas con el suelo, disminuyendo con la distancia a dichos puntos. No obstante, la dirección del viento determinó que en ciertas áreas ubicadas a unos 1.400 metros del impacto se registrasen actividades de 420.000 Bq/m2. La mayor parte de las viviendas, que constituían una zona urbana muy dispersa, quedaron situadas en la zona que no resultó contaminada directamente o que resultó afectada en menor medida. La zona que tenía mayor contaminación, y en mayor extensión, fue la correspondiente a los eriales situados entre colinas al suroeste de Palomares, y que distaban un kilómetro y medio de la zona urbana. Todo esto está descrito con cierto detalle en un informe del CSN, del Consejo de Seguridad Nuclear.



Según un informe del WISE ( World Information Service on Energy: Servicio Mundial de Información sobre la Energía) de enero de 1986, realizado con información que pudo obtener Greenpeace, a partir del momento del accidente se desarrolló por parte de los EEUU un programa de descontaminación con recogida de vegetales, tierra y fragmentos de los aviones y las bombas. Fue la puesta en marcha de la “Operación Flecha Rota”, un plan de contingencia previsto por las Fuerzas Armadas estadounidenses en caso de accidente nuclear. No se conocen con precisión los grandes datos de la operación, pero se sabe que unas 1.700 toneladas de material contaminado ( El País hablaba en una editorial de 21 de octubre de 2006 de 1,6 millones de toneladas, pero el dato es erróneo) se trasladaron a Estados Unidos en el interior de 5.500 bidones de 209 litros de capacidad. A medida que cada una de las casi 900 propiedades afectadas se “descontaminaban”, se entregaban unos certificados de descontaminación radiactiva firmados por ambas administraciones, por la española y la norteamericana.
Por su parte, el gobierno de Estados Unidos hizo un seguimiento de los 1.700 soldados y ciudadanos norteamericanos que se desplazaron a la zona. Este seguimiento se seguía haciendo al cabo de los años.
Incidentalmente, las carcasas de las dos bombas Mark-28 que se recuperaron intactas en Palomares pueden contemplarse -obviamente sin su contenido- en el Museo Atómico Nacional (National Atomic Museum) de los EEUU, en Alburquerque, Nuevo México. Museo que por cierto, cambió o cambiará su nombre en breve por el más suave y engañoso de Museo Nacional de Ciencia e Historia Nuclear (National Museum of Nuclear Science and History).
La Junta de Energía Nuclear, organismo dependiente del Ministerio de Industria y Energía español, determinó la contaminación externa de la población de la zona y concluyó que la población no debía ser evacuada. Antes de ello, algunos vecinos habían sido desplazados de sus viviendas, especialmente aquellos que vivían cerca del lugar donde cayeron las dos bombas. Se sabe que unas 1.950 personas pasaron los controles de contaminación externa que se realizaron en un cine de Palomares. Veinte años después se desconocían los estudios y las fichas de los controles radiológicos externos que obraban en poder de Emilio Iranzo, el doctor jefe del plan de vigilancia de la zona desde la fecha del accidente.
Posteriormente se controló el acceso a la zona para evitar que otras personas se contaminaran. Aunque pueda parecer extraño, ciudadanos de Villaricos, Cuevas del Almanzora y del mismo Palomares, y de otras localidades cercanas, se desplazaron a la zona para ver las bombas, movidas por la curiosidad y sin ninguna protección. No alcanzaron a ver los peligros que comportaba la situación. Nadie les informaría con detalle.
Sea como fuere, no se hizo un estudio en profundidad de lo que quedaba enterrado bajo la superficie. Años después, cuando hubo movimientos de tierra para construcción de viviendas o para usos agrícolas, aparecieron indicios de contaminación soterrada.
Fue en aquellos meses cuando Manuel Fraga, que era entonces Ministro de Información y Turismo del gobierno de Franco, se bañó o dijo bañarse más bien en Palomares. En la mañana del 10 de marzo de 1966, unos tres años después del asesinato de Julián Grimau y unos diez años antes de las muertes de Vitoria, Fraga fue a bañarse a una playa próxima a Palomares en compañía del embajador de los Estados Unidos en España, Angier Biddle Duke, fallecido en 1995. Con aquel baño en pleno mes de marzo, apenas dos meses después del accidente y ante las cámaras de una incipiente Televisión Española, el paternalismo franquista trató de demostrar a la ciudadanía que aquel accidente nuclear era inocuo, que no tenía importancia alguna, que con el franquismo la paz y la seguridad seguían firmes. Si nos fijamos atentamente, la palabra “nuclear” apenas aparecía en las informaciones sobre el accidente. Sería muy interesante ir a las hemerotecas para comprobar la información que se dio en aquellos años.
Los controles de niveles de contaminación interna se limitaron al plutonio 239. Para ello se efectuaron análisis de orina, se seleccionaron 69 personas a las que allí mismo se les recogió una muestra de orina de 24 horas. La muestra de la población se amplió más tarde a 100 personas que fueron trasladadas a Madrid, en grupos de 10, en dos vehículos, siendo atendidos en la División de Medicina y Protección de la Junta de Energía Nuclear. Allí fueron sometidos a una serie de análisis y controles de los que nunca nadie les informó hasta el 6 de noviembre de 1985, casi 20 años más tarde, día en el que, después de una larga campaña exigiendo información de casi dos años de duración, promovida por las personas afectadas, la JEN les entregó parte de los datos que obraban en su poder.
Los casos de cánceres y enfermedades que los vecinos asociaban a estar sometido a las radiaciones ionizantes nunca fueron detectados en los controles de la JEN. Sobre este punto, la información de la que se ha dispuesto durante muchos años provenía de los propios afectados. En un grupo de ellos se detectaba, veinte años después del accidente, eliminación de Pu 239 en la orina —superior en algunos casos a los máximos considerados “admisibles”—, si bien la JEN lo atribuía a contaminación de las muestras (¡en sus propios laboratorios de Madrid!). De hecho, en los años 80 se había comenzado a utilizar para cultivos de invernadero tierras antes incultas, con el consiguiente removimiento de suelo contaminado que exponía al plutonio a los trabajadores y otras personas residentes en tales áreas.
W. H. Langham, que era el jefe de investigación biomédica de Los Álamos National Laboratory de EEUU -donde estudió en humanos los efectos de los radioelementos y cuyos resultados estuvieron clasificados durante muchos años-, dirigía y supervisaba todo el proceso. Él mismo se desplazó a Palomares y residió en la embajada estadounidense en Madrid. Se inició de este modo el llamado “Proyecto Indalo”. La comisión de Energía Atómica del gobierno norteamericano siguió supervisando un plan de seguimiento, cuyos objetivos, por otra parte, siempre fueron ocultos, y que nunca ha llegado a cubrir al conjunto de la población afectada -o como mínimo sometida- al riesgo de seguir inhalando plutonio 239 y otros transuránicos.
Eduard Rodríguez Farre participó en un estudio que el CAPS realizó, con la ayuda de la Fundación ESICO, a mediados de 1985. “Los miembros del CAPS, del Centro de Análisis y Programas Sanitarios, que realizamos aquel estudio fuimos Catalina Eibenschutz Hartman, Salvador Moncada i Lluís, Josep Martí i Valls y yo mismo”.
No es fácil resumir el estudio. “Te señalo sólo algunos puntos. Por ejemplo, durante los primeros días intervino en la zona del accidente solamente personal de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos, nadie más. De hecho, el acuerdo de colaboración entre la JEN y la AEC (la Comisión para la Energía Atómica de los Estados Unidos; Atomic Energy Commission ), se firmó el 25 de febrero de 1966, casi 40 días después de la colisión aérea. Hasta ese momento no se tiene información de qué trabajos realizó la JEN en cumplimiento de la legislación que le otorgaba todas las competencias en materia de seguridad nuclear. Es posible que se dejara todo en manos norteamericanas o que la dirección estuviera en sus manos .Por otra parte, no existe documentación o informe alguno en España sobre lo realizado por las FF. AA. estadounidenses durante la primera fase de descontaminación. Toda la información de la que se disponía por aquellas fechas de esa fase provenía de relatos orales de miembros de la JEN que se desplazaron al lugar del accidente”.
El personal norteamericano recogió los fragmentos visibles de las bombas; hicieron una recolección de la vegetación cultivada y silvestre contaminada y la enterraron en un pozo de la zona; se lavaron las casas con agua a presión y detergentes, se desconcharon y rascaron. Nunca se consideró la evacuación de los habitantes de la zona. En las zonas pedregosas contaminadas se trató de eliminar la contaminación mediante herramientas a mano y se eliminó una capa de tierra contaminada de 5 a 10 cm de grosor con actividades superiores a 3,6 millones de Bq, envasándola en bidones que posteriormente, como ya hemos comentado, se trasladaron a Estados Unidos, y que se trataron más tarde como residuos nucleares en el depósito final de Savannah River Plant, en Aiken, Carolina del Sur. El resto de superficie contaminada con actividades elevadas -¿420Kbq?, los datos son discrepantes- fue arado para soterrarlo.
Hubo un programa de vigilancia en la zona, era parte del acuerdo de colaboración entre la JEN y la AEC de 25 de febrero de 1966. La JEN dirigió este plan de investigación como coordinador principal. Se desconocen las contrapartidas de tipo económico o en forma de instrumentación que la JEN recibió del gobierno norteamericano.
El plan se ha centrado, básicamente, en la toma de muestras y análisis de material de suelos. Se tomaron, por ejemplo, muestras de tierra de hasta 45 cm de profundidad entre 1969 y 1979, y el análisis de estas muestras constató la presencia de contaminación residual por plutonio y americio en la zona. Se midió la contaminación en el aire colocando cuatro estaciones que iniciaron la toma de muestras en junio de 1966. Tres de ellas, que siguen funcionando en la actualidad, han venido tomando muestras todos los días del año durante un largo período. Se tomaron también muestras anuales de las plantas cultivadas en la zona desde 1969. Un informe de la CSN señala que se han producido contaminaciones de la vegetación cultivada hasta 1976, aunque puntualiza que la contaminación ha sido esporádica y que únicamente ha afectado a las hojas y tallos, y en muy pocas ocasiones a los frutos y granos. A partir de 1977, se detectó un cierto incremento de la contaminación que coincidió con incrementos detectados en las mediciones del aire. La dosis de radiación por inhalación que pudieron recibirse en la zona urbana, según estimó la JEN, fueron inferiores al 0,1% de las recibidas a causa de la radiación natural de fondo.
Por otra parte, parece evidente que las fuerzas aéreas de USA han realizado sus propios estudios e investigaciones. Así lo demuestran el informe de 1975, de unas 216 páginas, del Field Command de la Agencia de Defensa Nuclear de los EEUU, y, entre otros, el trabajo del coronel Lawrence T. Odland de 1968.


Las principales conclusiones del estudio realizado por Rodríguez Farré y sus compañeros fueron las siguientes:
En primer lugar, “la contaminación residual por plutonio y americio de la zona de Palomares, de toda la zona del accidente, debería haber sido un problema de salud pública de la máxima importancia. Durante algunos años, y no es ninguna exageración, fue la zona habitada de la Tierra con mayores niveles de contaminación por elementos transuránicos. La contaminación residual que quedó a finales de los años 80 tanto por los radionúclidos fijados en el suelo como por los existentes en las áreas que no fueron descontaminadas -unas 100 Ha- fue aproximadamente de 2.500 a 3.000 veces superior a la media depositada en el hemisferio norte por las pruebas atómicas en la atmósfera. Esta situación exigía un tratamiento sanitario-científico adecuado para determinar y sentar las bases de la prevención, y el impacto ambiental y ecológico que supuso y aún supone”.
En segundo lugar, “nunca deben ser aceptables procedimientos de investigación que supongan la exposición experimental humana a riesgos para la salud, mas aún cuando esta investigación se realiza de forma callada y los riesgos no son del todo conocidos. Se dieron en el momento del accidente, y en años posteriores, reiteradas muestras de incapacidad para realizar el abordaje científico que el tema merecía y sigue mereciendo. La JEN mostró un neto desinterés por informar adecuadamente a la opinión pública de sus investigaciones y conclusiones, por no hablar de las probables presiones políticas a las que estuvo sometida. No es de extrañar los recelos con los que mucha gente, y muchos investigadores, observaron a este organismo”.
Después de la investigación, “nosotros propusimos la creación de una comisión en la que participasen asociaciones y personalidades científicas y técnicas ajenas a la JEN y al CSN, comisión que debería dirigir un plan de investigación adecuado a las necesidades de la situación e informar a la población de su resultado”.
Ha habido otras investigaciones. No muchas. “Puedo citar ahora la de Sánchez Cabeza y otros investigadores del Departamento de Física y del Instituto de Ciencia y Tecnología Ambientales de la Universidad Autónoma de Barcelona, quienes detectaron en muestras recogidas en 1992 y 1993 concentraciones de plutonio y americio –radiactividad alfa- en el plancton de la costa de Palomares, con una actividad unas cinco veces más elevada que la media de otras muestras del Mediterráneo. También en una investigación muy reciente dirigida por Jiménez-Ramos se corroboró la presencia de americio 241 y plutonio 239-240 e incluso uranio en la superficie de Palomares, lo que ha sido reconocido por el propio Departamento de Energía Estados Unidos”.
Tiempo después se expropió la zona más directamente afectada por el accidente y se han establecido limitaciones de uso en un radio más amplio. El Departamento de Energía de Estados Unidos colabora con técnicos del CIEMAT, del Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y Tecnológicas, en la descontaminación radiactiva de la zona. Años después del accidente, parece que las cosas van a hacerse algo mejor. Se firmó un acuerdo con España para expropiar, vallar, medir la radiación y descontaminar 10 Ha de extensión. Según un informe elaborado por el CIEMAT se detectó radiación por encima de los niveles permitidos, aunque sin riesgo directo para la salud humana, fuera de las zonas que fueron expropiadas y valladas. Los resultados de determinados informes ampliaron de 9 a 30 Hectáreas la superficie contaminada donde no se podrá cultivar ni construir.
Gran parte estas actuaciones derivan de un informe del CSN de 24 de mayo de 2004 al Congreso de los Diputados en respuesta a un requerimiento de éste sobre la situación en Palomares. En él se indicaba que el CIEMAT comunicó al CSN en octubre de 2001 que “el inventario radiológico de los terrenos afectados [por el accidente nuclear de Palomares] es significativamente mayor que el estimado previamente , y que los cambios que se estaban produciendo en el uso del suelo podían incrementar el riesgo radiológico de algún segmento de la población, debido a un incremento en la incorporación de actividad por inhalación y a la exposición por ingestión de cultivos procedentes de la zona” [sic]. Se recomendaba establecer restricciones al uso de los terrenos en determinadas zonas, especificadas en unos anexos del Informe. Aparte de la utilización de zonas contaminadas para cultivos -ya constatada en los años 80- el principal motivo de preocupación es el preconizado uso de esas zonas para el desaforado desarrollo inmobiliario, principalmente vacacional, que acontece en la región al igual que en el resto de la costa mediterránea hispánica. Una simple visita al Google con la palabra “Palomares”, señalaba ERF, “ilustra sobre ello. Numerosas ofertas de apartamentos pero ninguna mención a la contaminación...”
También podría mencionarse el Informe del Servicio Médico de las Fuerzas Aéreas de los EEUU, desclasificado en 2002, sobre los accidentes nucleares de Palomares y Thule. No dice nada que no conociésemos salvo los datos del personal estadounidense que estuvo destinado allí en 1966. Existe un anexo C del Informe sobre Palomares que por “Consideraciones relativas a la Ley de Privacidad (Privacy Act ) no ha sido hecho público.
El franquismo ocultó lo sucedido todo lo que pudo, y algo más, y le restó importancia. Como si no hubiera ocurrido nada, a pesar de que estábamos ante… ¡un accidente nuclear! Estados Unidos actuó como suele actuar, como poder imperial, ocultando investigaciones y resultados, y preocupándose ante todo de sus propios intereses y de su propio ejército. Consecuencia de todo ello: apenas se cita el accidente nuclear militar cuando se habla de los desastres de la España del franquismo y de uno de los “efectos colaterales” de aquellos acuerdos militares, que aún siguen vigentes parcialmente, entre la España una, grande y libre de Franco y el gobierno norteamericano.
Joan Faus y Miguel González [2] daban cuenta recientemente en El País de los últimos avatares de esta larga historia inacabada
“Pocos meses de que se cumpla el 50 aniversario del accidente de Palomares (Almería), Washington y Madrid ultiman un acuerdo para que Estados Unidos se lleve los alrededor de 50.000 metros cúbicos de tierra contaminada por la caída de dos bombas termonucleares”. Las negociaciones entre los dos Gobiernos se han acelerado para que “el acuerdo pueda ser anunciado durante la visita a Madrid del secretario de Estado estadounidense, John Kerry, el día 19 de octubre”.
Tras muchos años de negociaciones, “EE UU ha aceptado llevarse la tierra contaminada por el mayor accidente con armas atómicas de la Guerra Fría, que lastra el desarrollo urbanístico de la pedanía almeriense y pende como una Espada de Damocles sobre la salud de sus vecinos”. Sin decisión definitiva, el destino que se baraja es “el Sitio de Seguridad Nacional de Nevada, en una zona desértica a 100 kilómetros al noroeste de Las Vegas”.
Los dos Gobiernos negocian a toda velocidad. Quieren que el pacto se plasme en “una declaración política conjunta que se haría pública durante la próxima, y primera, visita a España del secretario de Estado estadounidense, John Kerry”. ¡Hay elecciones generales en diciembre!
Tareas pendientes. “Habrá que seguir negociando en el protocolo técnico que detallará las condiciones de empaquetado de la tierra (que se considera residuo de baja radioactividad), su traslado a EE UU, probablemente en barco, y las condiciones de almacenamiento”. También habrá que acordar “quién financia la operación, aunque se da por sentado que ambos países correrán con parte de los gastos”.
La ejecución del plan durará hasta 24 meses. Estará concluido, probablemente, en 2017. Lo importante es que “EE UU asuma el principio de que debe llevarse toda aquella tierra que no puede ser descontaminada in situ -España carece de almacenes para este tipo de residuos-, algo a lo que hasta ahora se había resistido para no crear un precedente que pudiera ser esgrimido por terceros países”. El gobierno, por su parte, renunciaría “a presentar cualquier futura reclamación sobre este asunto”.
El programa anual del Departamento de Energía estadounidense “ya contemplaba el traslado a Nevada de estos desechos, aunque advertía de que el plan estaba en ‘una fase temprana de consideración”. El Ministerio de Asuntos Exteriores “remitió en julio pasado al Consejo de Seguridad Nuclear (CSN) un informe de EE UU en el que evaluaba las distintas alternativas “para la restauración de los terrenos de Palomares”.
Una portavoz del Departamento de Estado ha dicho recientemente que no tenía nada que “anunciar en este momento”. Tampoco el Ministerio de Exteriores español ha querido hacer ningún comentario. Juegos de silencio diplomático. Veremos, finalmente, en qué queda la situación.

Notas
[1] ERF y SLA, Casi todo lo que usted deseaba saber algún día sobre los efectos de la energía nuclear en la salud y el medio ambiente, Barcelona, El Viejo Topo, 2008.
[2] http://politica.elpais.com/politica/2015/10/11/actualidad/1444590356_834354.html


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